Al otro lado del canal, desde San Polo y entre unos árboles que crecen desafiando a la humedad que todo lo impregna, veníamos recordando la novela de
Hemingway. Ante de comenzar el viaje, quisimos comprar la novela para llegar a Venecia con una nueva predisposición, es decir, con la esperada sensación de poder encontrarnos a la joven aristócrata de diecinueve años, Renata, en los brazos y a las barbas canas del coronel Cantwell,
alter ego de Hemingway.
El libro estaba tan agotado como el cúmulo de lecturas que habíamos pensado para darle al viaje ese sesgo literario que tan necesariamente nos acompaña siempre. Wiesenthal, Magris, García Martín se habían convertido en pasajeros del viaje, compinches de este asalto veraniego a las suelas de la bota de Europa. Por este motivo, no nos preocupó que el libro de Hemingway estuviera descatalogado.
En el primer recorrido que hicimos hasta la Plaza de San Marcos, en la Librería Mondadori, nos hicimos con una edición de bolsillo, inglesa, del susodicho libro. Esta compra no iba, ni mucho menos, a detener las ganas de buscar la edición española de Seix Barral.
Ayer por la mañana, sin más esfuerzos que los del orden alfabético, cacé una presa mansa, dejada caer en unas baldas en que las ediciones reposan hasta el vuelo de una mano. Allí, impoluto, agarré el volumen,
Al otro lado del río y entre los árboles, (Seix Barral, 2001), con un prólogo de Gonzalo Suárez.
Este libro de Hemingway cuenta, en realidad, sus aventuras con la baronesa Adriana Ivancich. Esa circunstancia y la cantidad de detalles que ofrece, provocó, a la hora de la publicación, un revuelo enorme. Mas la advertencia que colocó al principio de las páginas acrecentó, en los lectores, las suspicacias más candentes. La ficción, cuando es pura, no necesita de afeites ni aclaraciones. Sobre la mesa, el libro de Hemingway, las copas en el Harry´s Bar y las noches de cama en el Gritti, siempre, claro está, al servicio de la ciudad en que la mañana se desviste entre el fulgor de los canales.
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Mi admirado y querido
Fernando Iwasaki acaba de publicar otro libro en la editorial Páginas de espuma. En esta editorial, puede el lector hacerse con otros volúmenes de Iwasaki como
Helarte de amar, Inquisiciones peruanas y el exitoso
Ajuar funerario. Este último, colmado de microrelatos, creo que va por la quinta edición.
Iwasaki se presenta ahora con un libro que llevaba unos años rondando por su mollera,
España, aparta de mí estos premios. Solo al abordar las solapas del libro se me vienen a la cabeza dos autores que, estoy seguro, son la fórmula mágica de este taurino volumen, a sabe
r: Vallejo y Roberto Bolaño. Ál igual que la concepción extraterritorial que ofrece Iwasaki desde que escribió aquella miscelánea deliciosa intitulada
El descubrimiento de España.
Destaco estos dos autores no solo por el título, en clara referencia al autor de Poemas Humanos, ni a la cita de Bolaño colocada al inicio, sino por la concepción de la vida de ambos autores. El chileno y el peruano se encuentran en Monsieur Pain, de Bolaño, en esa tragicómica sentencia que otorgan los libros sobre la vida. Esa aspiración, claro está, es la predilecta de Iwasaki.
De ahí este variado ramillete de premios que, al mismo tiempo, es una estupenda crítica sociológica de la literatura.
Por último, acompaña al volumen de cuentos un "Decálogo del concursante consuetudinario (y probablemente ultramarino)" que desarrolla los consejos pertinentes, siempre con la ironía de forma exponencial, para todo el que quiera adentrarse en esa selvática enunciación de los premios. Lista esta faena, suenan ya los clarines que anuncian su lectura.
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A estos dos libros, se suma uno que poco o nada tiene que ver con ellos. G.W.F. Hegel dictó en Filosofía del arte o Estética, posiblemente, una de las obras más citadas y de las que más veces hace uno referencia en la historia de la crítica literaria y de la Teoría de la Literatura. Por eso, como me ocurrió con la Poética, de Aristóteles, no pude más que comprarla en una edición magnífica, bilingüe y puesta al día de la Unam.
Leer sus páginas es un apasionante deslizamiento por uno de los monumentos de la concepción y racionalización del arte. Es evidente que, con el paso del tiempo, muchas de sus propuestas se hayan visto rectificadas, remodeladas o reducidas al absurdo. Lo mismo da, los logros son demasiados. La filosofía del espíritu, tendencia que sigo de cerca y con la que, en fin, me parece hallar más afinidades en relación a mi escritura. El mismo racionalismo que se contrapone, con Kant a la cabeza, persiguen, en definitiva, la verdad en la obra artística.
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La literatura -y lo extiendo al arte, como sinécdoque- es un conducto de la verdad que jamás desemboca en ella. Sólo encamina, ofrece, aturde y desmiembra los cauces estipulados para llegar al conocimiento. La literatura es conocimiento y dispersión en el orden finito del arte. A pesar de las potenciales abstracciones que desprende una obra pictórica, la existencia de un concepto ya delimita el objeto artístico y ahí la palabra, el sonido, el dibujo o el color detonan la humana dimensión del arte. Eso es lo primero, el arte es humano y los límites del arte son los del hombre, aún descomocidos.
Quiero decir que, esta Estética hegeliana es un divertimento más, un aparato que resulta de la imposibilidad del hombre por analizar su creación. Eso es la literatura, criatura del hombre que lo traspasa, materia infinita que surge de lo dado, de lo caduco.