jueves, 26 de noviembre de 2009

Mudo por danza.

Hoy he visto nuestros libros empaquetados y el mundo ha sido otro. La mudanza propone una situación de liminaridad: ahora mi casa, en la que he vivido y he escrito los últimos meses, no contiene ni un solo libro. Por otro lado, mi casa, la futura estancia de los días, está colmada de paquetes que encierran una biblioteca. Aquí, sentado, sin poder hojear ninguno de los volúmenes que a menudo subrayo y releo para poder escribir con acierto; aquí, donde la ausencia es un grado de la embriaguez; aquí, donde la literatura ya he desaparecido totalmente, donde sólo soy una proyección inadecuada en un espacio que ya no me pertenece más allá de la memoria.
Quizás estas sean las pocas palabras que me queden por escribir en este habitáculo. Amor, encantamiento, mágico desgarro del amanecer. Un día decidimos no pertenecer a nada, para que nada luego nos rindiera cuentas. Nos sobraba con la vida y nos bastaba con la literatura. En esta mudanza he pensado en todas esas horas que hemos dedicado a leer, escribir, buscar libros de viejo por aquellas librerías en Sevilla, Madrid o Salamanca. De todo aquello, sólo nos vale un recuerdo que, como una naturaleza muerta de Morandi, recupera el infinito con la sustancia de una línea sobre otra, de una línea sobre otra.

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Después de tantas horas devolviendo en otro espacio el orden perdido de los objetos que nos rodean, después de entregar mis fuerzas y terminar exhaustos, pienso en Paul Valéry. El escritor francés se levantaba todos los días a las cuatro de la mañana. Lo primero que hacía era escribir, edificar sus Cahiers. En ellos escribía sobre los más diversos temas. Aunque no sólo ejercitaba la literatura, solía dibujar con mucha frecuencia. Sus dibujos, en muchos casos, son excelentes. Valéry no tenía conciencia de estar escribiendo un libro. Afirmaba que “hacía su mente”. Cuánto me agrada esa afirmación, porque la escritura es un ejercicio con el que, en cualquier caso, uno ejercita la mente, desarrolla la musculatura de la ficción.
Decía el poeta Chileno Vicente Huidobro, -a quien leí enfervorizado cuando me hacía homo ludens del verso-, que la poesía es un desafío a la razón. Hoy pienso que la razón produce a la poesía, porque la razón, sometida al juicio del verso, siempre es un desafío.

martes, 24 de noviembre de 2009

Aciago canto.

Un día aciago. Como otras jornadas de esta semana, el día amanece con la boca repleta de cieno. Niebla, malestar de los pájaros que prestan su vuelo al color del otoño.
Esta ausencia de escritura y de lecturas acentúa aún más mi ajenidad sobre el mundo.
Ego scriptor. Esta esterilidad literaria es terrible. Casi no siento el óleo en la faringe. Como Cernuda, carta de naipe perdida; como Bécquer, la nota de un laúd.
Dice Paul Valéry: “La vida es lo ajeno en el pensamiento”. Como lugar de privilegio, las palabras no suenan en el pensamiento. Fueron mudas las genialidades en la cabeza de Cervantes. Acaso una nota musical sostenida contenga todas las posibles sucesiones de difuntos que es el hombre.
Hay que buscar, buscar incesamente, prender de la madera húmeda los ciclos sintácticos del pensamiento. Piensa. Murmura bajo el velo de la vigilia. Eres mortal, no lo olvides, sucesión, incandescencia derramada, fortuita estancia encarnada. Mas tu palabra es eterna, entrégala limpia y desnuda. Ella sabrá decir lo que tú no dijiste, ella sabrá colmar tu existencia más allá de ti y de cualquiera.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Atrapados por la ficción.

La pintura es sed de espacio.


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Hoy los libros nos han atrapado. Acabábamos de envolver las baldas donde tenemos colocada la literatura grecolatina y otras obras de diversa índole. Nos vimos sobrados de fuerzas y quisimos cargar con una silla con ruedas que nos vale para bajar por el ascensor. Justo en el garaje tengo aparcado el coche y es allí donde, como unos contrabandistas, cargamos el material. En esta ocasión, sin embargo, los libros nos quisieron atrapar y creo que nos pusieron a prueba ahora que lo cuento.
Presionamos el botón que nos hacía bajar a la planta del sótano, cuando el ascensor se quedó parado al poco de arrancar. No habíamos notando ningún ruido extraño, ningún movimiento sospechoso. Llegó de golpe, sin más dilación ni retruécano. Estábamos atrapados en un ascensor con unos trescientos libros que achicaban el espacio y que parecían respirar el oxígeno del que nos valíamos.
Mantuve mi dedo sobre la alarma durante varios segundos. De inmediato, una señorita se comunicó con nosotros y nos preguntó cuál era la situación. En todos esos minutos, un libro de Robert Musil, El hombre sin atributos asomaba por la esquina del paquete en que estaba embalado. ”¿A quién me dirijo, por favor?” –preguntó la encargada. “Mi nombre es Ulrich”. Así comenzó todo.
Agarré el libro y leí en voz alta algunas páginas que tenía subrayadas, esa fue mi respuesta a la telefonista. M. se animó y con su italiano demediado y cuando mis silencios ocupaban el habitáculo, querías remedar la cadencia de la poesía de Leopardi. Éramos víctima de la literatosis. Todos nuestros pensamientos, de repente, comenzaron a ser de ficción: imaginábamos que alguien nos escribía. Las palabras brotaban en plena libertad, ninguna situación provocaba recelo.
Al cabo de unos minutos, sonó una voz grave que parecía venir de una profundidad. Era el ténico que, cuando abrió la puerta, nos contempló asombrado leyendo embobados, como si en esos instantes el mundo fuera a terminarse.


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Del pintor Morandi me deja Rafael un libro para que comience mi penetración en sus artes;artista que, según Grajales, en más de un aspecto está infravalorado. Antes de cerrar estos textos, tengo delante de mí la revista Arte y Parte en donde hay un monográfico sobre el pintor de marras. Al abrir las páginas me llevo una sorpresa, ya que el primer artículo está escrito por Juan Manuel Bonet. Este escritor y crítico de arte es autor de uno de los mejores libros que posee la bibliografía española sobre las vanguardias, Diccionario de las vanguardias en España (1907-1936). Esto me hace recuperarlo de los vacíos estantes que completan el paisaje desolado de mi vivienda. Entre la aridez que proyectan las paredes peladas y el diccionario de las vanguardias, me imagino una naturaleza muerta de este siglo, una naturaleza que no ha nacido para las nuevas generaciones y que, por tanto, su muerte no es más que un método de la ficción. Una naturaleza muerta, después de tantos siglos de tradición, es un prodigio conceptual. Esas rayitas paralelas, esas disposición de los objetos, el color, así mostrado. Seguiré morando en las pinturas de Morandi.

domingo, 22 de noviembre de 2009


Ver de modo que las palabras lleguen antes que la visión. Escribir como mira un niño: desnudando las palabras, trenzando el desierto con un martillo. Dejar en claro que, el desajuste entre la visión y el conocimiento es una incapacidad del hombre y, al mismo tiempo, una caracter´sitcas connatural. El arte, cuando es malentendido, es desconocimiento, palabra muda. Cuando el receptor se posiciona desde su limitación, es especular semblanza de la ignorancia a la que estamos sometidos de continuo.

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M. me trae de la librería Modos de ver, de John Berger. En la portada del libro, -colmado de erratas, por otro lado-, aparece un cuadro de Magritte, La clave de los sueños. Después de todo, lo que sabemos, el conocimiento, afecta a la visión. Y, evidentemente, lo visible puede permanecer oculto o bien puede terminar por formar parte de nuestro medio entendimiento. En este último caso, cuando la pintura es aprehendida, surge la flexible mirada sobre la realidad.
En todo esta circunstancia, la poesía es el rumor oculto, es el curso pausado y transparente de las aguas que sostienen la visión, los modos de ver. La poesía es ese discurso que permanece a la luz ,pero que es difícil esclarecer conjuntamente. Juan Ramón Jiménez supo escribirlo desde Diario de poeta recién casado. Hay en la transparencia un deseo de inocuidad. Así como mi carne, mi presencia toda, aspira a convertirse en adagio de la invisibilidad.

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De regalo, me dijo. M. me presentó el volumen de Antonio Muñoz Molina, La noche de los tiempos. Los dos, M. y yo, nos quedamos sorprendido por la edición pegada del libro. Un mamotreto de mil páginas pegado es indicio de que la edición española está en declive absoluto.
Hojeo el libro y leo sus primeras palabras. La prosa de Muñoz Molina siempre me resultó agrícola, de un trabajo artesanal encomiable. Cuando veo que el libro tiene demasiadas páginas como para leerlo en un fin de semana, lo dejo sobre la mesa. Ya M. estaba sonriendo. Le dije: Una noche de los tiempos es lo que necesito para leer lo que deseo.
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Las mudanzas llevan a otros modos de ver. Hoy, por ejemplo, he tenido un libro de Kafka entre las manos. Es una edición barata, con páginas amarillentas por las caries del tiempo. Luego, agarré un monográfico de Tiziano que, indudablemente, está editado con la exquisitez adecuada. Pero, de pronto, me paré a pensar en la relación que hay entre el aspecto de un libro, su peso, su cambio de color con el tiempo, y su estancia en la memoria. Hay lecturas que persisten incluyendo la edición. Otras, sin embargo, perduran en la memoria desentendidas de su forma libresca. ¿Qué sucede entre un libro y su edición?
Las mudanzas, como la que estoy realizando desde hace dos semanas, son disonancias del microcosmos que nos rodea a diario. El amontonamiento y el desorden indican que nuestra vida está arraigada a una armonía que habita en nosotros. Cuando se trastoca, como esta mañana, surge la extrañeza. Pero también la extrañeza es un modo de ver el mundo.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Textos sin título -II-. Ya lloran los dioses.

Si estos textos tomaran cuerpo serían polifemos errantes, apenas ecos tremebundos que sostienen la atlántica sucesión de los días. Las mismas palabras repetías con la conciencia de un fauno. Tus movimientos, un trueno en los labios hasta hundirse en el glorioso cuerpo de la finitud. La tarde golpeando con la estridencia del gris, los textos que vuelven a dejarse vacíos, mas no impedidos para su lectura. ¿Hay algo tras estas palabras que brotan incesantes; qué se esconde en esta disposición del verbo; qué belleza perece en sus campos? Textos sin título, sin que nadie los amarre al pilar de la concepción, sin que nadie dirija sus aspadas lenguas, sus veladas certezas. Un texto que se desvanece en la memoria con la calidez del tiempo imaginado, pero indispensables para el latido, para el latido infante de esta sucesión que me posee.


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Esta mañana escuchaba en el coche una música. Una música que de repente parecía describir con justeza el paisaje que tenía delante de los ojos: las lomas entrando en la aridez del invierno, el sol que se precipitaba a raudales sobre las marismas coaguladas, algún pájaro de mar que servía al horizonte de trazo impresionista, el frío todo recogido en un haz de endeblez.
La música fue invadiendo los límites de esta visión y se apoderó finalmente de la realidad. El paisaje se convirtió en una pintura en marcha, en un trabajo que estaba siendo realizado por una mano alzada que componía el infinito. El tiempo se redujo a la espesura de la tierra; mi carne fue lamentación. Tan sólo siguió su vuelo la cadencia fructuosa de aquella música que, poco a poco, fue otorgando los dones de la vida a quien dice tomar mi nombre cada mañana.

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De la misma manera que descubrí a Hölderlin de la mano de Heidegger, me atrevo a afirmar que revisé la filosofía clásica gracias a Nietzsche y más tarde a los poetas románticos. Quiero decir que los poetas románticos me otorgaron una nueva forma de entender o de ser con los clásicos. El Romanticismo me parece un movimiento aún en evolución. Todas las etapas posteriores devienen de la exploración que principiaron los románticos. La filosofía invadió las disciplinas artísticas y ese enriquecimiento produjo algo parecido al Renacimiento. En esas épocas de convivencia de las disciplinas artísticas los logros fueron supremos. La inteligente inclusión de las otras artes, aun sin ser notadas, se ha ido perdiendo con el tiempo. Hoy un poeta aspira a recitar un ditirambo, a convertirse en actor más que en dador de conceptos. Un novelista es un contador de historias, un guionista de cine sin imágenes. Todos han desnortado el terreno inabarcable, es cierto, de la creación; lo han sembrado de inciertas evoluciones, han levantado las vallas, pero sin contar con los carroñeros.

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Dos poemas de Schiller en Lírica del pensamiento (Hiperión, 2009) devanan mis pensamientos en la tarde. Uno de ellos, "Nenia", comienza: “¡Debe morir lo bello también!”. La palabra latina naenia designa una composición lírica que debía ser entonada al son de una flauta para honra de un muerto. El poema proclama la serenidad de la muerte como una melodía apaciguadora: “pues lo bello sucumbe, pues muere sin más lo perfecto”. No es de extrañar que Brahms compusiera Nanië, op.82. para coro y orquesta inspirado en esta composición de Schiller. Con ella abandono la lectura y me adentro en sus compases. La belleza precede a la muerte, es su anticipo. En su prematura aceptación está la sustancia de la mortalidad.
El segundo poema se titula “El favor del momento”. En ella hay una estrofa que emana resonancias puramente románticas, pero no por ello menos emocionantes y cargadas de inteligencia: “De el devenir originario/ de la naturaleza eterna/ un pensamiento luminoso/ es lo divino en esta tierra”. Después de leer repetidamente estos versos, me pregunto si existe un devenir distinto al originario y si es nuestra voluntad la que elige o sostiene el trayecto de ese devenir. Últimamente me pienso extraviado de ese nombrado origen y sólo en ocasiones (en el amor, en la escritura) encuentro esa luz, ese pensamiento luminoso. Dicen que cuando la belleza es poseída se oyen las lágrimas de los dioses y entonces los dioses lloran.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Textos sin título.

Textos sin título que surgen como zancos de la imaginación; restos de palabras que sobreviven con la gracia de los árboles caídos; despojos, retales de verbos que sostienen la mirada a pesar del azul de esta piedra que permite leer la encarnadura de mi epitafio. Textos sin título como un acorde que brota sin descanso, desde donde la palabra tañe las melodías del infinito. Textos, palabras que rezuman la sedienta manía de escribir la vida, la vida despojada de ese otro que certifica mi existencia, de ese otro que toma un nombre y lo estampa como si su presencia valiera más que esta ficción que lo recuerda. Ese otro que habla por mi boca a pesar de las imprudencias del tiempo, de sus desmanes y caprichos, a pesar de mí mismo que soy quien le escribe y le recuerda que aún sigue vivio a pesar de sus vicios y obligaciones.
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M. me cuenta emocionada las travesuras ficcionales que perpetró Calvino para escribir El vizconde demediado. Me lo dice con la mirada cargada de asombro y admiración. Junto a sus palabras asoma una emoción primitiva que, pienso, proviene de la nueva lengua que está aprendiendo. La cadencia, la sintaxis, acaso los vocablos del italiano con esa reminiscencia románica hacen que su lectura sume el prodigio de la adquisición de una nueva lengua.
Por este y otros motivos, esta mañana he comprado la edición revisada en Cátedra de Cantos, de Leopardi, en edición bilingüe a cargo de María de la Nieves Muñiz Muñiz. La edición es una perla filológica, ya que incluye un estudio de las variantes, redes de concordancias y otros trabajos de ecdótica tan necesarios y fundamentales para la lectura plena de estos poemas.
Ahora sé que, con este libro, no sólo estoy mostrando una predilección por un poeta que me interesa compartir, sino la entrega de una lengua escrita por un poeta magistral. Por eso, lo primero que le he pedido a M. es que me recite, en italiano, los versos de El Infinito. Tan dulce naufrago en este mar con el sonido puesto en esta mujer, que presiento por momentos los sobrehumanos silencios y las hondísimas quietudes.

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Hay que gente que comparte con uno sus inquietudes, que ha vivido tan cerca y con tanta similitud lo que ofrece la vida que, a pesar de haber llevado vidas paralelas, que pertenecen a otros años, parecen de la misma procedencia. Es la sensibilidad, la ocupación del arte por la vida, la silenciosa manía de leer, las variantes de la solidaria comprensión de las enseñanzas que otros pueden arrojarte, lo que hace que comparta con algunos compañeros lo que Zweig llamaría los momentos estelares de la vida.
Esta mañana, a pesar de estar en el trabajo y con la cabeza ocupada de responsabilidades hueras, el diálogo con un compañero ha dado lo que Bécquer nombró como la luz de la aurora en la noche oscura del alma. Las apreciaciones sobre pintura, la visión onírica y melancólica de la realidad, las aspiraciones literarias y desconcertantes, nuestras semblanzas lanzadas al aire sin registro ni orden, tan solo aspirando a la complacencia mutua, justifican la mañana.
Hay gente que comparte con uno sus inquietudes y parecen haber surgido del lugar que siempre habías habitado con tus palabras. De ahí procede con la extensión de un lienzo en blanco, mostrando que desde la finitud de las palabras es posible la edificación del infinito imaginado.

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Mañana voy a leerles a mis alumnos un fragmento de Las cosas del campo, de Muñoz Rojas. Ese pasaje destinado a describir la proteica fuerza de las encinas floreciendo: “Cuando florecen las encinas, decía, hay que temblar. Se anuda la delicia en la garganta”.
Lo haré para mostrarles el campo, una realidad que ha desaparecido siquiera de los alrededores del hombre. De esta circunstancia he escrito mis últimos poemas y más de una prosa destinada a rememorar las virtudes de la naturaleza. Su ausencia ha sido una desgracia para el arte, una caída insoslayable de un territorio que aún tenía posibilidades de ser dicho. Ha quedado, la naturaleza, como agua estancada, agua de lluvia mortecina que parece antigua aun siendo el estado en que mejor se dice y conoce al hombre. No hay ni un solo escritor que haya dejado algo decente para la posteridad que no haya mantenido una relación con la naturaleza. Su ausencia es prolcama de este incandescente verbo.

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Lo más parecido a la invisibilidad, cualidad a la que aspiro, es el folio en blanco, el lienzo en blanco.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Hölderlin murió con el paisaje en los ojos. Los testimonios lo recuerdan sentado junto a la ventana. Todo esto ocurrió en junio de 1843. Hölderlin pasó algunas horas sentado junto a la ventana de su buhardilla que, abierta de par en par, asomaba al escaso mundo que lo consolaba. Desde esa ventana Hölderlin volvió a contemplar el paisaje que siempre observó con el interés de una gacela. Antes de que comenzara la pertinente tos, el poeta, ya anciano, sonrió por momentos e, incluso, sintió cómo se elevava su palabra más allá de los hombres. En esa transformación del poeta en paisaje, en naturaleza, hay una enseñanza velada. Un poeta no debe dejar de contemplar jamás, incluso en lo más cercano se guarda el misterio del decir poético; en lo más quieto sucede el dinamismo.
A la mañana siguiente, Hölderlin murió de una afección pulmonar. Para la sociedad era un viejo loco, el loco de Tübingen. En las retinas de ese loco estaba el mundo cifrado, el que leemos ahora como los versos de un oráculo, como las palabras que desprenden la savia de la eterna palabra en el tiempo.
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Cuando Henry James cambia de narrador, lo hace con la cadencia de un ilustre pianista. Cargado de sutileza, pasa de una narración a otra a través de la adecuación perfecta de la sintaxis y de la trama de la historia. De los pasajes puramente narrativos a un lirismo que equilibra el relato. En esos pasajes en que el joven crítico y editor remonta sus pensamientos y sus conclusiones tras las actuaciones de Juliana, la vieja amante de Aspern, afloran los mejores párrafos de Los papeles de Aspern. Cierro el volumen y recuerdo esa exactitud pictórica de James, ningún verbo sobrante, ninguna frase dispuesta más allá de la realidad, pero todo tamizado por el misterio y el suspense.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Estación los tránfugas.

Es la vida, sucede como el cantar ciego de las libélulas. Ella dispone la aritmética del bostezo lento de la muerte. Ella arroja y desconcierta, participa de tu fe, pero conviene en desposeerte de las cadencias del verbo, de las certezas del mar. De ella partes y a ella llegas, de ella emanan tus versos aun siendo desconocida. La soledad es politeísta.

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Estoy terminando de leer a Henry James, Los papeles de Aspern. En el transcurso de esta lectura me sorprenden varias cuestiones. La primera es que Venecia aparece velada. En ningún caso la ciudad, la serenísima, se erige como protagonista con sus calles de agua y sus balcones a la eternidad. La ciudad es, más bien, el reflejo del estado de ánimo de la anciana y de la sobrina, Tina. Un espacio candente, que espera a ser invadido por la melancolía y el encierro de los personajes. Las dos mujeres son dos reductos de la antigua Venecia, sobre todo la señora de ciento cincuenta años: ella contiene en la memoria la Venecia de hace cien años. Por este motivo no quiere modificar la memoria: sería modificar la realidad.
Borges escribió en alguna página que la realidad de la memoria coincide con la imagen última que tenemos de la realidad. De esa manera, la memoria va destruyendo las imágenes hasta alzarse con la última. Con ella consigue todas las coordenadas, todos los perfiles. Pero, ¿qué sucede cuando la realidad es una ficción? ¿Qué imagen tengo como última de la Cueva de Montesinos, en El Quijote; ¿qué imagen de esta propia Venecia de Henry James? ¿Y si la memoria coincide con una pintura, qué transformación de la vida se produce?

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El que contempló la belleza de las aguas quietas, el que consintió, sin artificios, las proporciones de tu cuerpo, puede morir en paz, puede hacerse tierra. Si a otro mundo fuese, sus ojos entregarían, rotundos y melancólicos, las ascuas tránsfugas de la vida.

sábado, 14 de noviembre de 2009

No era medianoche. Acaso llovía.


Era 19 de diciembre. No llovía. No era medianoche. Acabábabamos de tomarnos unos cafés en la Rue Moufetard. Allí se me ocurrió escribir este texto antes de que sucediera: un moleskine, las gafas para la lectura, un libro de ficción volcado en una ciudad en la que habitaba por unas semanas acompañado por unos amigos. A la mañana sigueinte me escapé del grupo.
Estaba seguro de que el escritor iría a la misa de diez y media para rendirle su homenaje a Matroianni en la iglesia de Saint- Sulpice. El órgano sonó serenamente con la habilidad del señor Roth.
Cerca de esta iglesia está el número 7 de la Rue Bernard- Palissy, sede de Éditions de Minuit. En ese lugar, junto a una tubería que aún permanece allí, se fotografió el grupo denominado Nouveau Roman francés.
Comprobé cómo el escritor se comportaba como un turista que se realizaba una fotografía en un rincón cualquiera de París. Para colmo se reía a carcajadas.
Ahora que releo El viento ligero en Parma, de Enrique Vila-Matas, estoy deseoso de que llegue el 19 de diciembre para estar allí de nuevo, junto a la tubería en que se fotografió Robet Grillet y, posteriormente, Vila-Matas. Esperaré entonces a la noche, cuando esté lloviendo. Justo en ese momento en que todo es posible y en que la media noche es el bulevar de la lluvia imaginada. Es medianoche. Todavía no llueve.

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Dice Borges que la música no precisa del mundo, al contrario de la palabra. Es tan estrecha la relación del mundo y la palabra que ambas se presuponen. La palabra es dadora de verdad, llega hasta donde se extiende el mundo para el hombre. Podemos decir que el mundo de un hombre consiste en sus palabras.
Es cierto que en este instante, a lo largo del universo, hay realidades que aún no han sido nombradas y que por ello no dejan de existir. En eso hay un acuerdo tácito. Pero también sucede que esas realidades no son cognoscibles para el hombre hasta que no son nombradas. Por tanto, en el seno del mundo se erige la palabra.
Cosa contraria sucede con la música. Ella es independiente del mundo, no lo necesita ni lo presupone para existir y desarrollar sus virtudes estéticas. Dijo Shopenhauer: “La música es una tan inmediata objetivación de la voluntad como el universo”.
Afirmar estas palabras es decir que la música no necesita espacio, que el mundo en la música no es un espacio, menos aún que el hombre ocupa un tiempo en la música. La música es un sucederse continuo y cuando el hombre aprecia esa disposición creativa se siente invisible, infinito, acaso una medianoche bajo la lluvia.

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En los grabados de Piranesi existe esa vocación de ausencia de espacio. Ocurre en la literatura de Kafka, de Joyce y por completo en la de Borges. El escritor argentino escribía siempre como si el espacio en que suceden sus poemas o sus relatos tuvieran todos un origen común que fuera su fin, unas coordenadas imbricadas y establecidas sin orden, acaso por la mente de un demiurgo torpe e insensato. Las palabras de Borges brotan de un aleph que, sin duda, es la negación del espacio. El aleph lo es todo y lo resume todo, pero también es la nada, por incomprensible e inclasificable y por imposible de establecer en un espacio.
Es por este motivo por lo que la pintura mantiene esta relación tan estrecha y tan fructífera desde mi punto de vista. El pintor es un experto del espacio artístico, la pintura es el espacio transformado.
Los grabados de Piranesi, por ejemplo, estipulan algo parecido: un lugar sin habitantes, sólo sombras, ideas que nacen de esa extensión no delimitada. En ocasiones pienso que los ciegos escritores, como Borges, entienden el mundo como una confusión espacial muy cercana a la transparencia.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Pablo Neruda definió la figura del poeta cuando escribió aquel verso cristalino: “Yo vengo a hablar por vuestra boca muerta”. Intencionadamente, el pronombre anticipa las expectativas del receptor: el yo creado en el Romanticismo se hizo maduro y contemporáneo. Un yo plural que, con el tiempo, Octavio Paz convirtió en la pluralidad necesaria.
En un ejercicio de ventrílocuo, el poeta ejercita su palabra oral: hablar. A pesar de la letra impresa, del negro sobre blanco, de la fascinación de la lectura silenciosa, la palabra poética edifica la música del verbo. La oralidad, la música y el ritmo como los elementos inmanentes de la poesía. Todo canto mineral es poético, porque la palabra hablada es un ejercicio orgánico.
La boca muerta es del mundo, los dientes carcomidos de la sociedad adocenada, de una sociedad que remeda aquel Madrid difunto de Larra. Vuestra palabra muerta como un nicho en la boca, muerta como un sastre de siglos, muerta, como un sintagma del olvido. Endecasílabo proteico, sintaxis que emana del imperativo, el panteísmo del verso procede de la potencia arquitectónica del Machu Pichu. Piedra y naturaleza, cultura y montaña, alturas de la inocencia decapitada.

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Castilla del Pino, en Teoría de los sentimientos, advierte de que existen momentos inaugurales en que los sentimientos son por vez primera. Esa aparición inesperada, inaudita, hace que la lengua se torne balbuceo, mudo espectador ante el nacimiento. De la misma manera, Castilla del Pino vincula la actuación con el decir. Efectivamente ese es el significado primitivo de logos: creación. Y, exactamente, poeisis, desde su más antiguo étimo, viene a decir creación. Wittgenstein llevó este apareamiento del verbo y de la realidad hasta la extenuación. Quiso hacer del Tractatus un ejercicio de cópula cognitiva: las palabras quieren nombrar a la acción innombrable.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Unas líneas bastan.

Antes de arrojar mi cuerpo a la estirpe de la noche, antes de que mis sueños se apoderen de las raíces que atraviesan la noche, dejo escritas estas líneas. En ellas la conciencia del estarse fugitivo. Ellas mismas, las huellas imprecisas de la ausencia.
Como un palimpsesto, arrojo estas letras a la ausencia de mí mismo. Ya me recuerdo sin vida, auspiciado en el halo de la fantasía; atravesando la noche, sus anchuras y sus esbeltas pinacotecas, apoyado sobre los pulgares del silencio, acariciando, con cinta de cuello de plata, el hipogrifo violento de la memoria. Las columnas aurorales del sol anuncian un comienzo. Contémplome.
Melodía sin espinas, trazado anacreóntico de las estrellas, muerte descarnada en en el silencio; soñar es un decir inaudible, un no-estar en que la libertad conocida comienza por la sílaba que desprende el mágico suceder de la vida.

martes, 10 de noviembre de 2009

Un hombre que duerme solo.

Los libros siempre son especulares, deben leerse como un símbolo cifrado. Por ello siempre intento leerlos de manera contraria. Hoy, por ejemplo, leo a Perec: “Apenas cierro los ojos, la aventura del sueño comienza”. Ese hombre que duerme y que permanece en al ángulo muerto de la vida para contemplarla como un odisea disecada, en realidad, acaba de abrir los ojos.
Apenas abro los ojos, la aventura del sueño comienza. Apenas brotan mis pensamientos en la mañana, la vida se torna un sueño nítido, con personas, espacios, tiempos que perecen tan solo con ser avisados. Decía Pessoa que su vida era un sueño incandescente. Esa incandescencia es la que recorre al hombre que duerme de Perec, al hombre recluido de su especie, de las costumbres que le fagocita sus miembros. Porque rendirse a la sociedad es dar las ideas por difuntas. No puede crearse en el bullicio, no podemos hacer uso de la incandescencia que da la literatura en la amorfa manía de los hombres por repetir su vida, sus miserias, acaso sus virtudes.
Nunca la creación conoció la solidaridad; es fruto eterno de una mente perecedera.

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Esta imagen fue tomada en Duino, cerca de Trieste. El caso es que aparecía M. sonriendo y acabo de comprobar que su desaparición no ha sido más que un artificio de la poesía. M. se mostraba feliz por aquella caminata. Llevaba las Elegías en la mano y , a cada paso, leía en voz alta algunos versos subrayados. Ya su voz pertenece al orden y al concierto de aquel sendero enigmático. Ya su voz es la tierra, las piedras, las ideas que recorren sus ángulos.
Es el sendero por el que paseaba Rilke. Esa tierra, las piedras que almendran el terruño, fueron transitadas por el poeta. Cuando caminábamos, ante la intransigencia del calor sofocante, no dejábamos de recitar sus versos. En alguna ocasión, el abismo era el sendero.


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La imagen del pianista que ensaya sin tocar las teclas del piano, ese es el poeta pensante. El pianista rozando con los dedos la gracia del sonido, la invisible sombra que proyecta la música toda, es el poeta soliviantado por la fuerza proteica de la palabra, pero sin ser nombrada.


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París me tiene entre sus grietas otra vez. Los paseos por sus jardines, la proclamación del invierno entre sus líticas calles. Aquí, sentado en Saint-Michel- des-Prés, asisto al espectáculo de leer en la boca del mundo. En el Flore, los asistentes saben de las mandíbulas de esta boca que abre y cierra el mundo. Escribir un verso en un café, dejar al viento sus sílabas como una cadencia inesperada de una tarde cualquiera sobre el Sena... Sobre la mesa descansa el volumen de Perec tal y como lo dejé al llegar al Flore. Abro el libro y leo que un señor acaba de cerrar los ojos y que comienza a soñar. Imito la acción, cierro los ojos y sólo escucho el compás de las tertulias. Cuando los abro, observo que alguien ríe al ver mis gestos. Sólo me queda lanzar una carcajada y congraciarme con el mundo. Es Perec, con su pelo revuelto y su perilla cana.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Un hombre que duerme.


Y quiero escribir y hacerme hombre, y quiero decir hasta lo indecible. Hoy, al ver la luz de la aurora bañando las lomas que cercan las marismas del Bajo Guadalquivir, he pensado en la poesía. En voz alta, mientras sonaba una pieza de Albinoni, hablaba al viento tal cual mis retinas certificaban la redondez de la luz en las sombras. Dije, con la cadencia de un solitario, la poesía establece aquellas relaciones con la realidad, a través de la palabra, que ningún mecanismo nos ha hecho posible todavía. En este sentido, la literatura es ese discurso escondido tras la espalda, Javier Marías, del tiempo. La llamamos negra por la incertidumbre de su presencia, pero creo que no hay nada más transparente que la palabra poética. De ella emana la realidad que ensancha el mundo, que otorga nuevos dones al mundo, al hombre, a la espuma que escribo. Hoy quiero escribir, pero me sale espuma, dijo César Vallejo. Hoy la espuma era un recital mudo del amanecer, un compendio concertado con la exactitud. Una espuma quieta, alejada de la fugitiva espuma marítima que aparece con el preciado salitre de su discurso.

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He comprado un libro de Georges Perec que se titula Un hombre que duerme (Impedimenta). Llevo toda la tarde contemplando la ilustración de su portada y la he tomado como una vida, instrucciones de uso. El cuadro se titula Pequeña tienda de curiosidades y se atribuye a Domenico Remps, del XVII.
La inteligencia de un editor ha hecho posible que estos artistas coincidan en el tiempo y en la palabra. Todavía no he comenzado a leer el libro, porque intuyo en el cuadro una cifra inexcusable, un aposento en el que meditar antes de la lectura. Estas mediaciones entre la pintura y la palabra son turbadoras.
La transposición, esa suerte de palimpsesto consentido que tanto estimuló el Barroco, me parece fascinante. Desde esa perspectiva, siempre entendía a Cervantes de la manera que mejor que satisfizo. El Barroco supo concentrar en los artistas una visión sobre la realidad insólita. Una visión que me parece que es la más moderna de las visiones. En ella la realidad se reconcentra hasta tal grado, que los límites para nombarar con la palabra se difuminan. Eso mismo ocurre cuando uno lleva un rato mirando esta creación de Remps, ¿dónde termina la mirada, en qué objeto?
Pensemos, por ejemplo, en el elemento más enigmático de todos. Esa especie de espejo, de lente redondeada, situada arriba del todo y que parece reflejar la habitación que reposa enfrente del mueble. Son tantos los detalles que configuran este cuadro, tantas las palabras que pudieran ser escritas, que un hombre que duerme, que comienza a soñar, debe entender que los sueños son lo más parecido a este mueble al que me refiero: unos estantes con el mundo concentrado.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Nocturno en azul y plata.


Hay días recorridos por la muerte, como si la ausencia de vida lo alborotara todo con sus hierbas y plantas marchitas, con ramajes que dificultan el discurrir de la contemplación, la lectura y la creación. Contra esos días edifico mi palabra. Como Octavio Paz, contra el bullicio del discurrir de la nada, levanto mi palabra. Palabra que me hace y estimula, que transforma y otorga permanencia.
Hay días en que uno no pertenece a ningún ciclo vital, en que sólo queda justificada la vida en los percucientes latidos, en la resurrección momentánea que anuncia nuestra sangre. Sangre somos que surge de la tierra. En ella proferimos nuestro canto mineral; tierra somos, sangre contenemos, de roja melancolía. Los que no necesitan más que ver el paso del tiempo embutido en acciones sin vocación de plenitud, los que estiman oportuno dejar de lado la vida y darle espacio a la vacuidad, jamás verán la claridad de la noche. La vida produce servidumbre.

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Así me observo esta madrugada, como esas presencias en Nocturno en azul y plata. La Laguna, Venecia, de James Abbott McNeill, como esos trazos negros que imaginamos como gondoleros atravesando la laguna. Un gondolero atravesando por la noche la laguna es una mteáfora de la fecundación. La noche en Venecia es una tragedia de sal. Unos puntos de luz parece que se reflejan en las aguas serenas y quietas de la piedra. La luz en la piedra es un rosario de la esperanza.
La torre de la plaza se alza como la erupción de una nube negra que acumula la belleza de las tardes muertas. Un remo perdido flota por un canal. Hubo alguien que contempló la belleza.

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En ocasiones, la sintaxis es un envirotado aspecto de la realidad y se hace rígida y tremebunda. En esas ocasiones, desligo la sintaxis del orden en que se establece la secuencia de los objetos. Algo parecido hicieron los pintores hace siglos: dejar que la sintaxis, el orden natural de la realidad, se someta al orden subjetivo de la visión subjetiva.
Cuando uno logra engarzar el orden mental en que piensa la realidad y la forma más adecuada para expresarla, se produce un acontecimiento de estancias eternas: comienza a brotar el arte. Cuando esto sucede, todo lo demás queda minusvalorado para el creador, todo lo demás se relega a cuestiones secundarias, que no merecen siquiera ser mencionadas.
La genialidad consiste en que alguien, en algún momento, contenga, a través de la inteligencia y la sensibilidad, al menos, una sensación parecida a la del creador. Cuando eso sucede, la obra se hace independiente y ya no pertenece a ningún hombre concreto. La muerte es dadora del tiempo de la ficción: todos los muertos pertenecen a la dimensión del no-tiempo. Y el artista debe aspirar a trabajar en esa perspectiva del no-tiempo.
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Ante lo más preclaro, ante las formas más cristalinas de la poesía, sólo somos capaces de atisbar una sugerencia, de interpretar un símbolo de entre otros tantos. La poesía ha ido ocupandoel espacio de las utopías, porque para nombrar la experiencia del diario existen demasiadas palabras imprecisas. Ese ocultamiento es el decir de la poesía.
En ese espacio del imaginario del poeta, las relaciones pertenecen a otro orden y concierto de la objetividad. Es allí, donde el ser es palabra, no donde persigue la palabra exacta, donde persigue el verbo más ajustado a la realidad nombrada. Allí, digo, donde la triada (realidad, palabra, poeta) es uno y un todo. Por este motivo o motivado por algo parecido a esta reflexión, Paul Valéry sintetizó, con mucha más fortuna, esta irracional disposición de la literatura: “Hay certidumbres inexplicables”.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Música, fábula de fuentes.

Hay unas páginas en Mito y significado, del difunto Lévi-Strauss, sobre las que vuelvo demasiadas veces. He creído, en más de una ocasión, que en ellas hay una cifra oculta, un enigma, un juego conceptual que todavía no he resuelto. Esa insatisfacción y esa misma errante e irresoluta lectura son las que me conducen, desde la página sesenta y siete hasta la setenta y ocho, a tomar nuevos bríos en mi empeño.
Ese puñado de páginas está dedicado a la música y al mito, a las relaciones que mantienen ambos mundos de abstracción absoluta. La tesis de Lévi-Stauss intenta esclarecer cómo, a partir del siglo XVIII, la música toma el relevo del relato mítico para apoderarse de la función emotiva e intelectual que la narración mítica fue perdiendo desde el Renacimiento y, con demasiada rapidez, en el siglo XVIII.
Si bien esta interpretación me resulta totalizadora y de una profundidad incognoscible para mí, aún me satisface más la relación que estudia entre el lenguaje, la música y el mito en íntima imbricación con el significado. Explica Lévi-Strauss, o más bien, deja sin explicar, la relación entre la música y el lenguaje (entendiendo por lenguaje, lengua). ¿Cuál es el enigma? Evidentemente, la relación entre la lengua y la música. Por añadidura, el mito. La lengua trabaja (desde la perspectiva estructuralista) con unidades, los fonemas, que en sí no significan nada, pero que se unen para formar una unidad de significado, la palabra. Una palabra unida a otras forma una oración y finalmente un texto. El texto culmina como unidad de comunicación y significación. ¿Qué sucede con la música? También ella posee unidades que en sí misma no significan nada, las notas musicales. Esas notas se unen en pequeñas frases musicales y completan una partitura: una sinfonía, un cuarteto, etc. El antropólogo llama a las notas musicales, sonemas, en analogía a los fonemas.
Tomando por presupuesto que la lengua es el axioma, en música no hay palabras; en la mitología, no hay fonemas o sonemas. ¿Qué sucede, entonces? Desde el paradigma del lenguaje: (fonemas, palabras, frases), es imposible establecer una analogía cerrada con el mito y la música, a pesar del empecinado intento de Lévi-Strauss y de su manía estructuralista. Sin embargo, hay un aspecto al que el francés no prestó la debida atención, si puedo permitirme estas palabras.
Como verán, y si han llegado hasta estas líneas, Lévi-Strauss dice que la música se vuelca en el aspecto del sonido (sonemas) y la mitología en el significado (palabras). En la mitología, los significantes están subordinados al poder de la significación. Por lo que su conclusión deja más bien, una escisión de ambas materias.
En mi opinión, y termino con esto, la música ha logrado, desde Bach, aunar ambos aspectos en ella misma. De tal manera que, la música no sólo ha suplido a la mitología, sino que ha terminado siendo un territorio de privilegio entre la palabra ausente y el relato imaginado, el sonido concreto de las notas y las frases y la plurisignificación de la poesía, de la lengua. Por eso la música ya ha alcanzado todo lo que los poetas aspiran.

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En El mundo de ayer, de Steafn Zweig, hay una apología de la memoria. La memoria en la actualidad ha sufrido un declive en su estima y en su percepción social. Este proceso, sin duda, se debe a los grandes avances de la tecnología, capaz de acumular millones de datos, tantos como cerebros humanos sobre la tierra, ocupando un espacio minúsculo. Esa es la obsesión, poco espacio para la memoria.
Zweig recuerda en otro libro, Mendel, el de los libros (El acantilado), como el personaje, Jakob Mendel, le hizo comprender lo que es la concentración y la entrega absoluta a las artes. Mendel no usaba fichas, cartas o cualesquiera de los métodos de clasificación. Tenía la librería de viejo metida en la cabeza de tanto pensarla y ordenarla. En ese ejercicio de concentración suma, vislumbró Zweig el poder de la entrega.
La memoria, entonces, es un trazo que une el talento con un universo oculto que sólo se muestra transparente para los que lo piensan evitando el tiempo. La memoria, bien pensado, es la manera de desgajarnos del tiempo, de aislarnos de su tránsito.
Desde esta perspectiva, Farenhait, 451, de R. Bradbury, es una defensa de la memoria como el mecanismo infalible para que el conocimiento humano penetre de manera insoslayable. ¿Cómo enseñaba Aristóteles a Alejandro Magno?

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¿No será la música la concentración del universo?

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Pessoa, Libro del desasosiego: “eternamente a la luz del sol que no hay, y de la luna que no puede haber”. Estética de la indiferencia, sueño meditado. Estas palabras funcionan como una poética: la poesía es la verídica sentencia de lo inhabitado. Una luz que no proclama sus estancias; la luna, luz en la noche, no pudo haber sido. Piel de la ensoñación, materia de la nada. Este desasosiego que perpetra el portugués es, al mismo tiempo, un tratado de la ciencia del vivir. La aspiración de sus letras consiste en hacer translúcidas sus indiferencias, evidentes, su vida como sueño concretado. Nunca la vida poseyó tanta encarnadura como en los huesos de Pessoa, el escritor poseído por las vidas, por las letras. Pessoa es un heterónimo de un demiurgo que cercenó sus sueños, su poder proteico. Un demiurgo trocado en humano: las palabras de un dios menor que soñó ser hombre.

martes, 3 de noviembre de 2009

Tuve la suerte de coincidir con Francisco Ayala en una ocasión. Fue en Santander, en el verano en que acaba de cumplir los cien años. Iba acompañado de la inseparable y dicharachera Carolyn Rihcmond. El director del curso fue José Carlos Mainer, aunque también estuvo por allí Darío Villanueva o Luis García Montero. El profesor Mainer fue desgajando todas las aristas de la obra de un hombre centenario y prolífico como pocos. Gracias a su lucidez, pude comprobar que libros como Los usurpadores o Recuerdos y Olvidos son obras capitales de las letras españolas del siglo XX. Curiosamente, tenía noticias de Muertes de perro por su vínculo con la narrativa hispanoamericana.
Recuerdo con tanta precisión su presencia allí, en el palacio de la Magdalena, sentado en primera fila, asisntiendo a la representación de su propia vida, a la reflexión sobre su propia obra con tanta emoción. Sus orejas eran enormes, muy parecidas a las de Cortázar. Estaba embebido por el paso del tiempo, pero su irónica presencia creo que nunca dejó de brotar.
En la última sesión, quiso intervenir cuando todos los filólogos y eruditos habían lanzado miles de elogios a su obra. De repente, aquel anciano escritor, de ojos vivarachos y piel mortecina, se levantó con demasiado énfasis. En esas palabras encontré una lección que no he olvidado y que todos los días tengo presente cada vez que escribo o estoy leyendo. Dijo Ayala literalmente: “Aquí estoy sentado, disfrutando al escucharos hablar de alguien que decís que fui yo”. El resto de participantes creo que se tomaron estas palabras con demasiada liviandad. Yo, sin embargo, me quedé asombrado por aquella sentencia. Una lección de una persona que se observa como un hombre ajeno a su vida, como quien ya ha olvidado, más que otra cosa, quién fue y qué escribió. Recuerdos y olvidos, usurpadores del Tiempo.

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Ahí Rubinstein interpretando a Chopin, dibujando en mármol las melodías de la nocturna existencia del compositor. Edificante interpretación, una ruina comienza a brotar de los oídos. Son estatuas del atardecer que responden a la mecánica existencia de un piano. El piano, la pintura, la palabra… artificios incómodos del artista. Cuánto daría un poeta por ser la palabra, no por escribir la precisa u otorgarle nuevas significaciones, sino ser ella misma; cuánto un pianista por ser música, cuánto un pintor.
Eliminar esa existencia, esa insinuación del artefacto, es la persecución última del artista. Por eso la contemplación de una obra genial es ilimitada: jamás se agota en sí misma; ella es dadora de vida a cada instante, a cada mirada le devuelve el mundo, a cada lector le construye el mundo, a cada escuchante le devuelve el mundo que fue.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Sigo estando aquí.

Todos los días, al llegar este momento (en que escribo sin continencia ni dirección prefijada, sin la más mínima trazada de escritura, sólo dejando el discurrir susurrante de la sintaxis, como el vuelo esquivo y caprichoso de un pájaro que rodea la auroral luz del día) me invento a mí mismo.
Me invento a mí mismo porque pienso que si no fuera de esa manera, jamás escribiría una línea. Esta existencia paralela, que me hace posible escribir, esta vida imaginaria, es la culpable de que no sea un bartleby confeso. Lo imagino, al que existe por mí, escribiendo estas líneas, visitando por Europa las ciudades de las novelas o los escritores que lee; lo imagino, pensando en un poema que tan alejado está de la época en que vive; lo sueño anhelante de deseos, como una reivindicación del tiempo antiguo.
En él se concentran todas las pretensiones vitales que me hacen y me levantan a diario. Es una proyección, casi un concepto irradiado desde mi demencial torpeza. Aunque visto a la inversa, esta presencia mía tan evanescente y subordinada es el resultado de una entelequia. A lo mejor soy yo el personaje soñado, el que obedece a las órdenes verbales en esta ciudad de ruinas circulares, aquí, donde digo vivir, vivir, y nadie me contesta.

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Compruebo que soy incapaz de escribir sin un libro por delante. Soy incapaz de escribir nada sin haber leído, sin haber subrayado. Esa torpeza imaginativa, esa carencia fantasiosa es un elemento determinante que, en ocasiones, me atosiga. No estoy preparado para vivir sin libros. Eso sería lo más parecido a un infierno, vivir sin libros, sin la presencia de los libros.
Cuando imagino, en ocasiones, que la biblioteca desaparece y que nuestro habitáculo quedaría desnudo, sin el paisaje de los lomos asomando por los bordes de las baldas, una ira incontenible me recorre el cuerpo. La sola presencia de los libros es un elemento de la lectura.
Siempre he dicho que, escribir o leer no es sólo el acto de sostener un libro o percuitr en un teclado o escribir con un bolígrafo sobre un papel. Siempre he dicho, repito, que escribir o leer es imaginar la escritura y la lectura. Mientras se vive, mientras se recuerda la lectura se está leyendo a pesar de la vida.

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Creo que el mayor inconveniente para un lector y un escritor es la vida misma. Hasta que uno no descifra cuál es la relación con ella, la intrincada y vigorosa relación, no puede empezar a leer para escribir o a la inversa. En este aspecto, la filosofía es la sustancia que aporta los senderos necesarios para llegar a entenderla o, como es norma, intuir qué es la vida. Con la filosofía, el poeta se carga de luces, de fuegos, de visiones que se transmutan en abstractas secuencias para fundirse con el redor. Machado con Bergson, J.R.Jiménez con Swedenborg o Goethe, Rilke con Heidegger; Borges con Shopennhauer. Estas parejas deberían ser editadas en el mismo volumen, ya que están nombrando el mismo concepto. Unos buscan la verdad inalcanzable; otros, la belleza inalcanzable. Todos, el rumor oculto que nos hace humanos, demasiado humanos.

domingo, 1 de noviembre de 2009

San Sebastián y el río de sombra.


Aquí, en San Petersburgo, en el Museo del Ermitage, observo un cuadro. Como el personaje de Thomas Berhnard en Maestros Antiguos, me he situado todos los días en el mismo ángulo, en la misa posición. No recurro a las interpretaciones académicas al uso, ni a las elucubraciones de los especialistas en pintura, ni siquiera reparo en el autor, en sus profundas genialidades. Sólo observo y enmudezco por el silencio de las estatuas.
San Sebastián soportando tres flechas con el estoicismo más crudo, en primer plano. Otras dos están clavadas en el brazo izquierdo, en el tríceps. Justo desde ese lado, el cuadro se abre a una luz enturbiada, que se oscurece cada vez más a medida que observamos el cuadro hacia su lado derecho. En ese lado, junto al pie derecho del mártir, hay un perro o un cordero con la boca semiabierta. Eso imagino a pesra de no estar seguro, pero quiero imaginar eso, un perro, un cordero.
En este óleo, la naturaleza se desvirtúa gracias a la pincelada larga y extensa, cargada de oscuridad y escasa policromía. Sus manos atadas al tronco del árbol, que se intuye detrás de su cuerpo, son unas manos que sostienen una corona. Su pecho se muestra impoluto presto a la saeta del verdugo. Sólo su rodilla izquierda, ligeramente flexionada, muestra un ápice de debilidad. Ni siquiera la mirada que lanza a los cielos, una mirada que encierra un enigma, parece estar intranquila por la afrenta que tendrá que soportar.
El cuadro se encontró en el estudio del pintor en 1576, pero su percepción de la realidad y la plasmación del autor son, evidentemente, de una modernidad sobresaliente. Creo que Tiziano logró percibir el mundo tal y como sería con Goya o con Turner o con el propio Picasso. Sea cual sea la correspondencia, recordé el poema de Luis Cernuda sobre otro cuadro del pintor, pero también los versos de Antonio Colinas: “He visto arder tus oros en los otoños de Murano […]”.
El oro ardiendo en el mar, vistos desde el mar de Murano. Por eso parece que se funden en el fondo del cuadro el mar y las llamas de una vida, la fuerza de la fe frente a la incontenible muerte. En primer plano los atributos masculinos. En perspectiva, la naturaleza conjugando sus estaciones totales. Todo símbolo: un cuerpo que apaneas vale nada, porque ya no siente, porque ya forma parte del simbólico engranaje de la idea.

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Algo parecido sucede con los relatos de Onetti. Si algo consigue Vargas Llosa al escribir sobre Onetti es que uno acuda de inmediato a los libros del uruguayo. He querido leer algunos relatos agrupados en sus Cuentos completos (Algafuara). He leído “Un sueño realizado”, “Bienvenido, Bob” y “El infierno tan temido”. En los tres sucede lo mismo que en cuadro de Tiziano: las realidades se superponen gracias al talento del artista. Tiziano a través del uso del color y del pincel; Onetti, despojando de toda banalidad la literatura.
La escritura de Onetti es una sucesión literaria que jamás concede una línea al verbo sin concepto. Es decir, Onetti traza en estos tres relatos la superposición del mundo objetivo, el mundo ficcional y el mundo que ficcionan sus personajes. En esos niveles, la literatura es un sueño realizado.

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La poesía es mudanza en la quietud. La poesía es la quietud mudada.

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Cuánto daría porque mis palabras fueran una música indeclinable que sonara como una sentencia antigua. Cuánto daría por escribir un verso que acumulara la vida toda, como lo hace un pentagrama que desaparece sin ser noatado. Monte silencioso, accidente de la nada que irrumpe desgajando los amarres con los sentidos, con los confabuladores de la realidad.