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Hoy los libros nos han atrapado. Acabábamos de envolver las baldas donde tenemos colocada la literatura grecolatina y otras obras de diversa índole. Nos vimos sobrados de fuerzas y quisimos cargar con una silla con ruedas que nos vale para bajar por el ascensor. Justo en el garaje tengo aparcado el coche y es allí donde, como unos contrabandistas, cargamos el material. En esta ocasión, sin embargo, los libros nos quisieron atrapar y creo que nos pusieron a prueba ahora que lo cuento.
Presionamos el botón que nos hacía bajar a la planta del sótano, cuando el ascensor se quedó parado al poco de arrancar. No habíamos notando ningún ruido extraño, ningún movimiento sospechoso. Llegó de golpe, sin más dilación ni retruécano. Estábamos atrapados en un ascensor con unos trescientos libros que achicaban el espacio y que parecían respirar el oxígeno del que nos valíamos.
Mantuve mi dedo sobre la alarma durante varios segundos. De inmediato, una señorita se comunicó con nosotros y nos preguntó cuál era la situación. En todos esos minutos, un libro de Robert Musil, El hombre sin atributos asomaba por la esquina del paquete en que estaba embalado. ”¿A quién me dirijo, por favor?” –preguntó la encargada. “Mi nombre es Ulrich”. Así comenzó todo.
Agarré el libro y leí en voz alta algunas páginas que tenía subrayadas, esa fue mi respuesta a la telefonista. M. se animó y con su italiano demediado y cuando mis silencios ocupaban el habitáculo, querías remedar la cadencia de la poesía de Leopardi. Éramos víctima de la literatosis. Todos nuestros pensamientos, de repente, comenzaron a ser de ficción: imaginábamos que alguien nos escribía. Las palabras brotaban en plena libertad, ninguna situación provocaba recelo.
Al cabo de unos minutos, sonó una voz grave que parecía venir de una profundidad. Era el ténico que, cuando abrió la puerta, nos contempló asombrado leyendo embobados, como si en esos instantes el mundo fuera a terminarse.
Presionamos el botón que nos hacía bajar a la planta del sótano, cuando el ascensor se quedó parado al poco de arrancar. No habíamos notando ningún ruido extraño, ningún movimiento sospechoso. Llegó de golpe, sin más dilación ni retruécano. Estábamos atrapados en un ascensor con unos trescientos libros que achicaban el espacio y que parecían respirar el oxígeno del que nos valíamos.
Mantuve mi dedo sobre la alarma durante varios segundos. De inmediato, una señorita se comunicó con nosotros y nos preguntó cuál era la situación. En todos esos minutos, un libro de Robert Musil, El hombre sin atributos asomaba por la esquina del paquete en que estaba embalado. ”¿A quién me dirijo, por favor?” –preguntó la encargada. “Mi nombre es Ulrich”. Así comenzó todo.
Agarré el libro y leí en voz alta algunas páginas que tenía subrayadas, esa fue mi respuesta a la telefonista. M. se animó y con su italiano demediado y cuando mis silencios ocupaban el habitáculo, querías remedar la cadencia de la poesía de Leopardi. Éramos víctima de la literatosis. Todos nuestros pensamientos, de repente, comenzaron a ser de ficción: imaginábamos que alguien nos escribía. Las palabras brotaban en plena libertad, ninguna situación provocaba recelo.
Al cabo de unos minutos, sonó una voz grave que parecía venir de una profundidad. Era el ténico que, cuando abrió la puerta, nos contempló asombrado leyendo embobados, como si en esos instantes el mundo fuera a terminarse.
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Del pintor Morandi me deja Rafael un libro para que comience mi penetración en sus artes;artista que, según Grajales, en más de un aspecto está infravalorado. Antes de cerrar estos textos, tengo delante de mí la revista Arte y Parte en donde hay un monográfico sobre el pintor de marras. Al abrir las páginas me llevo una sorpresa, ya que el primer artículo está escrito por Juan Manuel Bonet. Este escritor y crítico de arte es autor de uno de los mejores libros que posee la bibliografía española sobre las vanguardias, Diccionario de las vanguardias en España (1907-1936). Esto me hace recuperarlo de los vacíos estantes que completan el paisaje desolado de mi vivienda. Entre la aridez que proyectan las paredes peladas y el diccionario de las vanguardias, me imagino una naturaleza muerta de este siglo, una naturaleza que no ha nacido para las nuevas generaciones y que, por tanto, su muerte no es más que un método de la ficción. Una naturaleza muerta, después de tantos siglos de tradición, es un prodigio conceptual. Esas rayitas paralelas, esas disposición de los objetos, el color, así mostrado. Seguiré morando en las pinturas de Morandi.
De espacio y de tiempo.
ResponderEliminarUna genialidad, Tomás.