sábado, 31 de octubre de 2009

Un viaje a la ficción.

El libro de Vargas Llosa es un dechado de lucidez por cualquiera de sus páginas. El libro otorga, en ocasiones, concesiones a reflexiones sobre la narrativa hispanoamericana del siglo XX y, de forma menos constante, a la literatura en general, al proceso de creación de una obra literaria. Con este método, Vargas Llosa ha conseguido redactar un libro que analiza la obra de Onetti desde una perspectiva amplia, más allá de ópticas críticas enredadas en una terminología indescifrable o una escuerla categórica. La lectura de El viaje a la ficción es una tremenda aventura a través de los ojos de un lector privilegiado que escribe sobre un contemporáneo con la misma facilidad y entereza que cuando lo hace sobre Victor Hugo o Flaubert.
En uno de esos pasajes en los que desnuda su propia concepción de la literatura, el autor peruano dice: “Los grandes creadores lo son porque metabolizan aquellas influencias de una manera creativa, incorporándolas a su propia voz, aprovechándolas de tal modo que su presencia llega a ser invisible o poco menos que parte constitutiva e inseparable de ella”. Estas palabras las escribe cuando analiza la influencia de Faulkner en la obra de Onetti. Es indudable que la lectura de Absalón, Absalón, sobre todo, marcó la manera de escribir del uruguayo. Pero Vargas Llosa logra esclarecer esa influencia, tan mal interpretada en otros volúmenes, desde la perspectiva del creador.
Cuando leía el libro, me acordaba, a cada párrafo, de las palabras de George Steiner en que considera la creación literaria la mejor crítica literaria. En este caso, podríamos añadir a esa propuesta de Steiner las obras críticas escritas por creadores. Sin duda, Vargas Llosa estaría situado en un lugar destacado, ya que su faceta de crítico literario o de lector que escribe sus lecturas, como dije hace poco, se realiza como ensayista y como novelista. Termino festejando que, si el encuentro entre Faulkner y los narradores del Boom hispanoamericano ha dado los mejores frutos de la narrativa escrita en español en el siglo XX, el encuentro entre Onetti y Vargas Llosa ha hecho posible que el ensayo literario siga manifestando la salud que se merece en manos de un maestro.


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Hacía tiempo que no paseaba junto a Nooteboom por algunas de las tumbas que escribió hace unos años. Por ese motivo, leo de nuevo el índice de tumbas de escritores en Tumbas de poetas y pensadores. Elijo a Italo Calvino por dos motivos. El primero es que M. está leyendo en italiano Il visconte dimezzato. Como introducción a ese libro, aparece una síntesis de la vida de Calvino estructurada por años. Agarro el libro y leo las anotaciones a lápiz de una lectora iniciática en esa lengua. Me sorprenden algunas palabras, por su sonoridad o por la relación formal con el léxico español. El segundo motivo es que me encuentro en el Castiglione della Pescaia, en Toscana, en Italia, junto a la tumba de Calvino. Su tumba está resguardada del mundo por un árbol que ha crecido desmesuradamente. Mientras tanto, después de nuestro viaje en tren, un señor mayor utiliza un rastrillo para limpiar, supongo, la tumba de sus familiares. Nos mira, comienza a sonreír. El anciano nos dice en italiano algo así: “Seguramente vosotros sois personajes imaginados por Calvino”.

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La memoria es la identidad del hombre. Gracias a sus tentáculos, extendemos nuestra existencia más allá del discurrir insonoro y vacuo de los días. La memoria es la materia inasible que nos convierte en lo que fuimos. Igualmente, despreciarla es elevar la inconsciencia y la vanidad allí donde sólo debemos poner mesura y entendimiento. Como dice Valèry: “Memoria, a la vez condición y materia del trabajo mental”.
La condición y la materia del trabajo mental es la persecución del sueño que aún nos sobrecoge. La sensación inequívoca de nuestra mortalidad. La condición de estar en vigilia es el trabajo mental de nuestra materia.

viernes, 30 de octubre de 2009

VELO DE FLOR.

El sábado por la mañana estaba sentado en la Plaza del Cabildo porque necesitaba comprender el mundo. Sí, con estas palabras, comprenderlo. Llevaba unas semanas con un ajetreo desmesurado en que la ilógicas e incoherentes actuaciones de algunos compañeros me habían llevado a un absurdo absoluto. Nada podía entender, nada podía ser razonado por mi candente mollera.
No entendía cómo el ser humano, atravesado por temas tan incomprensibles, podía dejarse los días en esas minucias con que tanto disfruta el resto de los mortales. Incluso pensé en disfrazarme de cucaracha o de insecto y quedarme recluido en mi habitación como el personaje de Kafka. Por supuesto, me hubiera llevado una montaña de libros y un cuaderno para poder anotar los ángulos de aquella soledad sonora, de aquella retirada vida. Al menos, por unas semanas, sería alguien al margen de todo, alguien que buscaría dentro de sí todo lo que el hombre tiene.
Lo cierto es que no terminé por disfrazarme de cucaracha ni de insecto. Tampoco pude quedarme encerrado en una habitación para subir por las paredes gracias a la potencia de la imaginación. Pero sí pude irme a la Plaza del Cabildo acompañado de un vaso de manzanilla. Una vez que estuve sentado, con el vaso entre las manos y mi moleskine sobre la mesa, comencé a interpretar el mundo. ¿Lo han hecho alguna vez?
He pensado que, vivir de cara a los demás, es decir, trabajar o actuar esperando una respuesta colectiva es, en realidad, un engaño para todos. Uno debe trabajar manteniendo sus principios y su ética impolutos, debe trabajar con toda la fuerza de su vocación (si la hubiere) y desligándose de los cantos de sirena que con tanta frecuencia aparecen allí donde hay alguien que ríe y acompaña la gracia. He pensado que, si todos fuéramos más coherentes, si todos nos llevásemos unas semanas recluidos en una habitación, como Gregor Samsa, a lo mejor el mundo iría adquiriendo la empatía necesaria para convertirse en lo que fue cuando no había seres humanos.
Pienso todo eso mientras, a mi alrededor, no cesa el trasiego de gente que va de un lado a otro, de la plaza de abastos a la calle Ancha o sus propios hogares. Ese trasiego, ese bullicio de ciudadanos que saludan, compran, comen o hablan sobre su pasado debería empezar a tomarse en serio eso del velo de flor de la manzanilla. Es el mejor ejemplo de que, cuando una vida reposa en el silencio y la humedad del mar, adquiere matices únicos, un sabor profundo a vida inequívoco.

jueves, 29 de octubre de 2009


M. lleva un buen rato ojeando las páginas de Triunfos, de Petrarca. M. lleva unos meses aprendiendo italiano. Desde que llegamos de nuestra peregrinación itálica, ella no ha dejado de permanecer imaginariamente en cada una de las tardes en que veíamos rendirse el sol sobre la piedra ritual de aquel país. Cuando lo deja sobre la mesa, no puedo contener mi curiosidad y lo abro apresuradamente. Jamás leí tal emoción.
Trimphus mortis. Avanzado en el libro, en el triunfo de la muerte leo lo siguiente:
“vuestros nombres apenas serán nada”. Esa conciencia definitiva sobre la fama medieval, -que tan bien estudió María Rosa Lida-, como el eco perenne de nuestra presencia, de nuestra posteridad me aflige, me hieratiza.
Por unos momentos, me deshago como apenas un nombre entre los nombres. De pronto, recuerdo algunos pasajes de Historia de la muerte en Occidente, de Phileppe Ariès. El autor francés nos avisó sobre el falso entendimiento que sobre la muerte hemos lanzado desde la urbanización del mundo. La muerte domesticada. De todas las referencias que aporta el estudioso, me quedo con aquella que advierte de la noción de muerte que tenían en la Edad Media y, acaso, en el Barroco. Había una señal de la llegada de la muerte, una inequívoca presencia evanescente que llevaba a afirmar a personajes de novela o de cantares de gesta que sabían que iban a morir en breve.
Pienso en todo esto, mientras prosigo con el Triunfo de la Muerte. La muerte convertida en una guerrera, en un espíritu desnudo, en tierra apenas.

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Dice Petrarca que la muerte es fin de una prisión sombría. La prisión de Sócrates fue un aleph de todas las controversias del ser humano; Alcibíades el testigo ocular equivalente a un tratado de ética. La templanza estoica frente a la daga fría de la muerte.
Jean Delumeau narra, en El miedo en Occidente, cómo Montaigne, en 1580, al entrar de noche en Augsburgo, se quedó maravillado al advertir cómo existía una falsa puerta que filtraba a los viajeros que llegaban tras la puesta de sol. Este símbolico mecanismo de defensa que surgió a finales del mil quinientos, dejó fascinado a Montaigne. Así lo recogió en su libro de viajes. Aquellos pasadizos, aquellas cadenas, los guardianes cómplices para un solo individuo que procedía de la noche, era una actividad absurdamente instituida para que el miedo quedara en las garras de la seguridad.
Me pregunto qué puertas falsas hemos creado para sobreponernos a la falta de ética en los tiempos modernos. Cuando uno sabe retirarse a tiempo de una improcedente actividad, debería pensar siempre en este pasadizo que Montaigne recorrió, solo, a oscuras, por la noche, hasta el otro lado de la muralla, tras haber sido atendido por los guardianes cómplices. Tengo para mí que esos guardianes deben ser la ética y la moral, los candelabros que, a pesar de ser ininteligibles para el resto, marcan nuestras vidas hasta colarlas por los pasadizos de la dignidad.

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A todo esto leo a Muñoz Rojas. Un libro preclaro, Al dulce son de Dios (1936-1945). Me encuentro con un verso: “¡Qué hermoso nacer para morir!”, que bien pudiera haber firmado el propio Montaigne. Antorcha, llama encendida aun en la inconsciencia, denostado son de capiteles derruidos, caminata de trugio, hacienda de la fe.
Entre la vida y la muerte, la literatura es el trasiego idóneo en el que despojar la hermosura a que se refiere el poeta. Nada más enjundioso que la belleza para decir la vida, para mencionar la muerte. Porque lo bello brota de la fértil pasión por la vida, lo bello surge como un desgarro anticipado de la muerte. Como ese aviso, esa presunta manera de acercarse que poseen los días bellos y oliváceos del finito cantar.

martes, 27 de octubre de 2009

Visión y símbolos.

El pianista aparece en la imagen con la solemnidad pétrea de una escultura romana. Está interpretando a Liszt: la frente altiva, las manos despojadas del tiempo, una seriedad que concentra el infinito. La cadencia en la interpretación provoca que su propia imagen vaya distorsionándose hacia formas indefinidas. Sus manos, invisibles, parecen trazar a escondidas los senderos de la abstracta manía de la sucesión alterna que es la música. Como un trampantojo, la imagen del pianista va diluyéndose al tiempo que interpreta al piano la partitura de la noche. Su rictus va tomando el clamor de un verso encendido.
Todo sucede en una habitación en la que se dejan ver un cuadro alicaído y una lámpara sujeta a una pared, cualquier pared del alma. La sencillez del escenario abriga la sensación de estar asistiendo a una aparición. Una aparición es la música, sucesión de lo infinito en lo perecedero.
De origen incierto, nada la iguala, ninguna imagen es capaz de advertirla, tan sólo una palabra está cercana a su naturaleza, una palabra que nos confunde y aturde. Silencio, estado natural de la música.

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Sacudimiento extraño, sentencia del olvido, diáfana melodía. Como un estanque quieto te he concebido, como un estanque rotundo y verdadero. He tomado de ti, transparencia,
la intacta luz con que bañas los campos de la ensoñada primavera. He vertido sobre tus virtudes, sobre la presencia transitada de minerales, mis añoranzas de ser hombre. Anhelo fugitivo, moribunda aspiración que sólo alcanza a ser verbo y desmayo.
Contemplación, hoy el cielo parece invocar con la llamada de un animal enrabietado, con la fuerza proteica de una marisma calcinada. Revestimiento de alabastro, zócalo de marfil que hundes mis esperanzas y deseos, devuélveme mi delicada presencia, devuélveme a la memoria que me hace y condena a ser un desvaído sueño deshuesado.

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En ningún libro como en Visión y símbolos en la pintura española del siglo de oro, de Julián Gállego, he aprendido la dimensión simbólica de las artes en el Barroco. Los capítulos dedicados a las relaciones que mantuvieron la pintura y la literatura en este periodo son magistrales, de una profundidad y luminosidad poco frecuentes. Así como las enjundiosas páginas que reserva a la presencia de los objetos simbólicos en los lienzos barrocos tales como bodegones o frutas.
Hasta ese entonces, en que leí el libro enfervorecido, las visitas a los museos no dejaban de ser más que acumulaciones de naturalezas muertas.
Destaco, por mi tendencia lecturaria, el tramo que se titula “dificultades de lectura de la obra de arte”. Hablar visible, poesía muda, poesía de los ojos... con algunos ejemplos de Horacio, Manuel de Faria y Sousa o Lope de vega ejemplifica Gállego la equivalencia semántica que ambos términos adquieren por esas décadas. Se lee la pintura de Rubens como se ve la poesía de Marino.
Prosigue Gállego culpando a esa decadencia de la lectura de un cuadro del siglo de oro por la falta de recursos de los hombres modernos. Dice: “Incluso un desnudo, para gente de cierta cultura, no deja de ser un desnudo que equivale a otro”. Quiere decir con ello que los hombres modernos hemos ido perdiendo las claves simbólicas, las que traspasan el significado más allá de la ejecución más o menos perfecta.
Este asunto, llevado a las letras me llevan, inrrefenablemente, a reflexionar sobre la paupérrima lectura que realizamos de la mayoría de obras del pasado. He caído en la cuenta de que las carencias son evidentes, de que la poesía, por ejemplo, de Muñoz Rojas, está instalada en ese territorio en que la palabra es fértil y polimórfica, dadora de una realidad solo insinuable. Ay, qué evidencia de nuestra mortalidad e ingratitud ante las obras de los hombres que han llegado a rozar la plenitud del arte. De la lectura del arte.

lunes, 26 de octubre de 2009

El árbol puro del amor eterno.

Estaba echado yo en la tierra, enfrente
el infinito campo de Castilla,
que el otoño envolvía en la amarilla
dulzura de su claro sol poniente.


Lento, el arado, paralelamente
abría el haza oscura, y la sencilla
mano abierta dejaba la semilla
en su entraña partida honradamente.


Pensé en arrancarme el corazón, y echarlo,
pleno de su sentir alto y profundo,
el ancho surco del terruño tierno,

a ver si con partirlo y con sembrarlo,
la primavera le mostraba al mundo
el árbol puro del amor eterno.

(AMOR)

Sonetos espirituales, Juan Ramón Jiménez.


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Más allá de interpretaciones amparadas en un vocablo demasiado habitual y de uso desviado, la narrativa de Onetti sobrepasa el concepto de existencialismo. Es cierto que, así entendida, la obra de Onetti es un alegato de la miseria humana, un testimonio que ofrece las visiones más tétricas, escabrosas y, por el contrario, más verosímiles del hombre moderno. Un hombre solitario, un lobo estepario que decide narrar el absurdo que lo recorre. La sinécdoque, Gregor Samsa.
Todo ello, desde la perspectiva de un autor desgajado de la sociedad y de los ritos que le tocó vivir o soportar. Onetti transmutó su animadversión hacia la realidad que lo circundaba en creación ficcional, en obra literaria. Puede decirse que el universo de Onetti es un voltaje narrativo y ético mcomo repulsa a su forma de vida.
Con este análisis, concretado en los títulos de la narrativa onettiana, podía quedarme satisfecho en el continuo ejercicio de exégesis e interpretación a que someto todos los libros gracias a las lecturas y las aportaciones de grandes e inteligentes amigos o maestros. En ningún caso, logré atisbar la manera en que Vargas Llosa penetra en el mundo de Onetti.
La tesis del creador de Conversación en la Catedral es la siguiente: Onetti huye de la realidad que lo asquea a través de personajes de ficción que huyen, a su vez, a otro espacio mítico, San María. En esta doble huida, la del autor y la de los personajes, la ficción es la vereda con la que Onetti extrae de la tierra sus virtudes para mostrarlas tal cual el verbo que dice su mundo.
Tan alejado de Borges, tanto en su escritura como en su concepto literario, tan cerca ahora del argentino.

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El poema de Juan Ramón Jiménez que inicia estas letras es un portentoso soneto titulado “Octubre” y que pertenece a Sonetos espirituales (1914-1915). Este libro ha sido publicado en Leyenda, edición de Sánchez Romeralo y María Estela Arretche, Visor (2006), con el título de Sonetos interiores y con una serie de variantes que me atrevo a comentar después de una lectura atenta y sorpresiva.
De Sonetos espirituales a Sonetos interiores. Por otra parte, tal y como reseña Javier Blasco, la estructura de este libro es típicamente clásica, por no decir, fundamentalmente petrarquista. El libro está diseñado a la manera de los cancioneros petrarquistas: Amor, Amistad y Recogimiento, incluido el soneto prólogo que inicia la serie de sonetos.
En el caso de la edición de Leyenda, Juan Ramón había modificado la tripartita manera de entender el libro añadiendo algún término a la sola palabra y la grafía en él característica:
I. Amor con amor, II. Recojimiento y III. Sola amistad.
Incluso el título del poema deja de ser "Octubre" en favor de la solemnidad del último endecasílabo que cierra el soneto: "El árbol puro del amor eterno".
Las diferencias fundamentales, sin embargo, entre una y otra versión del poema, residen en la puntuación.

Estaba echado yo en la tierra enfrente
el infinito campo de Castilla,
que el otoño envolvía en la amarilla
dulzura de su claro sol poniente.

Lento el arado paralelamente
abría el haza oscura y la sencilla
mano abierta dejaba la semilla
en su entraña partida honradamente.

Pensé en arrancarme el corazón y echarlo
pleno de su sentir alto y profundo,
el ancho surco del terruño tierno,

a ver si con partirlo y con sembrarlo,
la primavera le mostraba al mundo
el árbol puro del amor eterno.

En el primer cuarteto, como editan Javier Blasco, Antología poética, (Cátedra) o Jorge Urrutia, Segunda Antología Poética (1898-1918), (Espasa–Calpe), Juan Ramón decidió eliminar una coma después de "tierra". Consigue, con esta elipisis, que el encabalgamiento sea más importante en el poema. Sin embargo, prefiero la cadencia de la primera versión ya que entiendo que el sujeto lírico que está echado sobre la tierra diferencia, en esos iniciales versos, el tiempo y el espacio en que contempla el campo de Castilla y la dulce y amarillenta luz del sol otoñal.
En el segundo cuarteto elimina de nuevo las comas que convertían en situación apositiva "el arado". A la conjunción "y" le otorga el trabajo de encargarse de la cadencia y el ritmo con un efecto más fluido. En el primer terceto vuelve a eliminar una coma antepuesta a la conjunción "y", de nuevo se respalda en las conjunciones y no en la pausa sintáctiuca de las comas. En el último, no hay ninguna variante textual.
No he querido hacer de esta lectura un ejercicio filológico en toda regla, más bien mostrar una reflexión sobre la lectura de los poetas sobre su propia obra. Juan Ramón Jiménez fue un lector pervertido de su obra, mórbido con sus versos. Dos o tres comas para cambiar la lectura, el entendimiento de su obra, de la leyenda que ha permanecido más allá de sus días. Esa era la consciencia del poeta de Moguer sobre sus versos, de ahí proceden sus obsesiones y sus desvelos. Se sabía poeta del inifinito trasiego de los hombres y los poetas prefieren, antes que islas, palacios, torres, vivir en los pronombres.

domingo, 25 de octubre de 2009

Literatura y naturaleza.

En el inicio de este siglo, la literatura ha terminado por separarse de la naturaleza. Así lo demuestran los escritores recientes en sus obras. Hay un evidente vencimiento y proclama de las virtudes de la tecnología y de la urbanidad en la literatura de este tiempo.
Ante estas circunstancias, opté, desde no hace mucho, por asentarme en el natural estado de la palabra. Volví a los autores del Renacimiento, del Barroco, a los clásicos grecolatinos, a la literatura escrita en otras lenguas y a la mejor tradición de la literatura del siglo pasado. Ahuequé el tiempo, todo lo que dio mi mollera, para instalar en mis lecturas otras disciplinas. En todos los casos, la naturaleza aparecía como ese estado en que fuimos y del que brotamos, al que pertenecemos y en el que solo somos un territorio reducido.
Encontré a los que habían buscado en la naturaleza, en esa estación de lo eterno, la manera de decir el tiempo, la muerte, el amor. Toda vez que vislumbré el tiempo perdido en otras inclinaciones de lo verbal, renuncié al pasado. Y lo hice porque la memoria y la ficción son los artefactos con los que don Quijote jugó en la Cueva de Montesinos.


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Tres jornadas ha durado el XI Congreso de la Fundación Caballero Bonald en Jerez de la Frontera. Los tres días han sido de un nivel notabilísimo, por momentos sobresaliente, como las conferencias de Joaquín Araújo, Ricardo Senabre, Luis Alberto de Cuenca o Miguel Delibes.
Por otra parte, la presencia del propio Caballero Bonald (caso insólito de escritor que habla con el mismo estilo con que escribe) y del premiado Vargas Llosa ha colmado las expectativas con las que fuimos, M. y yo, al congreso.
No puedo dejar de decir que siento tristeza, una profunda nostalgia, cuando se acaba este tipo de eventos. La vuelta a las clases termina por devolverme un bofetón de inconsciente fervor. Tan alejado todo de las aulas, tan alejado el conocimiento, la lectura y el trato con los compañeros de estos actos de caridad humanística con los que, de vez en cuando, algunos ilustrados nos devuelven el fuego perdido de los días. Al menos, estas migajas refrescan el quehacer diario, les da otro brío, a lo mejor, otra esperanza.

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Vargas Llosa es un lector apasionado, un lector que escribe sus lecturas. No todos los escritores pertenecen a esta estirpe de escritores de lecturas. Los hay obsesionados, como Vila-Matas, A. Manguel o Borges, pero también los hay bartleby absolutos.
Podríamos decir que, en todo caso, Vargas Llosa responde de dos formas al acto constante de leer. La primera, como escritor, consiste en crear su propio mundo de ficción. Para ello utiliza el aprendizaje que otros escritores disgregaron por sus obras. La segunda, Vargas Llosa se coloca la casulla de lector privilegiado, casi oracular, para interpretar con rigor y profundidad insólitos las obras de aquellos escritores que considera indispensables. Ya lo demostró con Flaubert, Victor Hugo o García Márquez. Ahora lo hace tras la relectura de la obra de Onetti en El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti.
Ir de la letra de Vargas Llosa hasta el epicentro de la ficción es un privilegio, sea cual sea la vertiente elegida, a través de sus novelas o de sus ensayos. Cual Virgilio, desentraña los senderos y los equívocos atajos que conducen hasta la literatura con la claridad de un elegido. Para ello se remonta a la época en que la ciencia y la ficción convivían y compartían la materia de la realidad, en que todavía el hombre se desconocía a sí mismo. Como si de una tribu fuésemos partícipes, Vargas Llosa comienza su relato y su viaje remontándose al origen mismo del lenguaje, al origen de la necesidad de contar. Y, a partir de ella, proyecta la obra de uno de los que mejor ha sabido contar a través de la literatura.
Tras la lectura del libro, uno llega a la conclusión de que los escritores, no los que acuden a la literatura tras la llamada de la original mercancía, son protohombres incipientes y anhelantes por crear, de nuevo, el modo de transmitir el incipiente verbo que detonó la ficción. ¿O es la ficción el elemento determinante para el desarrollo del lenguaje?

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Estos días han estado, además, cargados de poesía. Culminé la lectura de Sánchez Rosillo, Oír la luz. Este es un libro maravilloso de la poesía que debe escribirse en estos tiempos de experimentos y matracas. A ello sumé la lectura de Hoy es niebla, de José Ramón Ripoll y algunos poemas de Los mundos y los días, de Luis Alberto de Cuenca.
Me fascinó la gaditana forma de imbricar la música, el mar y la literatura de la poesía de Ripoll. Mesurado, nombrando la realidad oculta de las certezas, indagando en la música que atraviesa el mundo y lo define en términos abstractos, con versos rotundos, como si llegaran en un navío a la deriva, con aquellas palabras que mejor le vienen a lo innombrable, como el humo, el humo de los barcos.

jueves, 22 de octubre de 2009

LA MÚSICA Y LAS ESTATUAS.

Definitivamente, la música es el tiempo que somos. Ella proyecta ese espacio inasible en el que desarrollamos la plenitud, porque nada en ella está limitado, porque en ella el tiempo no es más que una cáscara deshecha. Rilke, en un poema dedicado a la música, escrito entre 1923 y 1926, condensa magistralmente esta descripción.
He memorizado el poema y lo he recitado en alto, proclamando cada una de sus espuelas y aristas como quien invade el silencio y lo ocupa sin más miramientos ni recelos. Con Rilke, aún en el silencio, hay un comienzo nuevo.
La música es respiración de las estatuas y silencio de los cuadros. La respiración para los mortales es el método más inconsciente de fundición en lo demás, de perpetua mantenencia con la naturaleza. Inspirar es una dilogía.
Los cuadros, permanentes en el silencio de las salas que los conservan, perfilan un pentagrama en el que discurren, a los ojos, como una secesión de tiempo quieto y recogido. Un cuadro es un gesto del alma.
Luego, en esa respiración silenciosa, termina todo lenguaje para fundarse la dilución con el universo. La música es materia perpendicular que atraviesa nuestros sentidos, los trastoca en beneficio de una nueva estancia en el mundo. Sístole y diástole, inauguración y clausura, perpetuidad y finitud. Por unos momentos, rozamos lo sagrado y abandonamos nuestra condición de finitos trazos.
La música es paisaje audible y sagrada despedida. En cualquier caso, la poesía es un lenguaje que desprende otro lenguaje, la poesía es dadora de un lugar en el que sus habitantes sueñan extrañados cuándo dejaron de ser finitos. La música anula el suceder continuo del Tiempo para hacerse, ella misma Tiempo.

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En los Sonetos a Orfeo, de Rilke, el culpable de la audición de esta invisibilidad es Orfeo. Orfeo levanta un templo en el oído y, en ese templo, la acción se vuelve sagrada, la vida se torna inhumana. Como un decir oculto, la música es una corriente alterna que, cuando logramos fundirnos con ella y gracias a ella, nos desliga de todo lo que somos. En esa extrañeza, que quien la alcanza no logra escribirla, la naturaleza ya no es una inspiración que se termina por salir de nosotros, sino que somos naturaleza concentrada, pura, cristalina, somos el aire expulsado que no volverá a reconocer su virtud de mortal. Después de la música, el alma aspira al espacio en que nada sucede. El silencio es la actitud máxima de un mortal.

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Este Territorio de la mancha es la escritura de una vida cruzada con la literatura. Sin embargo, confluyen en ella otras disciplinas artísticas que seccionan y expanden lo que presumiblemente parece alejado. Para que esto se produzca y el maridaje sea posible, me encuentro, de vez en cuando, con compañeros que aportan materias para la palabra. Esa conversación, más allá del trabajo y de la amistad mutua, traspasa las reflexiones hasta instalarse en mi escritura.
Desde que un amigo, Rafael Grajales Sánchez, no deja de translucir los ángulos (muertos para mi vida) de la pintura, como una disciplina río, que todo lo arrastra y que con todo se configura, no he dejado de pensar en la relaciones que mantienen las artes.
Hay un espacio común del que emanan todas ellas y ese lugar es la clarividencia del artista. Tal Prometeo, el robo del fuego, para los mortales, supone que Prometeo visitó y estuvo en territorio sagrado por unos momentos. Esa instantánea manera de robar la luz, el conocimiento, es el hilo que hilvana la actitud de los artistas. En ella, que es principio y fin, desembocan los espíritus de los creadores y la visión de la vida como un acontecer de continuo que nos sobrepasará.
Me envía Rafael, pintor gaditano, polifacético creador que se vale de cualquier técnica para desarrollar su visión, lector omnímodo y omnívoro, algunos cuadros que reflejan la respiración de las estatuas y el silencio de los cuadros. Ese silencio es el trazo de su mano creadora. La estatua mantiene el instrumento con el que escarba en lo profundo. Aunque, con Rilke, lo profundo no sea más que la naturaleza que somos.





















*Ilustraciones, Rafael Grajales Sánchez.

martes, 20 de octubre de 2009

Nombres.

He visto nuestros nombres en un libro.
Es un volumen de Edgar Allan Poe
gastado por el paso de los años.
He pasado las páginas
cargadas de terror y nicotina,
porque el miedo es un recipiente,
una corriente inocua de los sentidos
o acaso un decir del silencio
que sorprende y somete a la razón.

Así, juntos, conviven en el tiempo,
en un ciclo que sólo ellos trazan.
Como labios prestos a fundirse,
he usurpado la intimidad
de aquella celulosa amarillenta
y he leído los nombres en alto
y el mundo ha vuelto a convocarse
como si nunca nadie
lo hubiera nombrado.

¿Qué dirán a escondidas de nosotros,
recordarán meditabundos
aquellas caminatas por el puerto
en Santander, en cántabra
estancia de la noche?

Nombres, designios del olvido.
Creemos proclamar nuestra existencia
con esta tinta lábil de los días.
No somos más que un magma pronunciado,
un vértice escrito en una página,
en un libro invisible, solitario,
tan mudo como el canto de una piedra.

Sólo el amor profiere estas sentencias.
Sólo el amor es certeza de la entrega.

lunes, 19 de octubre de 2009

Nunca debí haber nacido.


Nunca debí haber nacido. Nunca debí haber llegado al mundo con este acharolado comportamiento que me exhibe en público. La mayoría de las veces no sé cómo debo actuar, no razono con la rapidez y la inteligencia suficientes como para actuar debidamente. Nunca debí haber nacido, pronuncio farfullando, o debí haberme reencarnado en otro elemento de la naturaleza, otra sustancia más inclinada a la soledad de los girasoles. Un girasol, por ejemplo, con su vida sublevada al astro, con su verde tallo y sus pétalos en manada arrodillados ante la luminosa clemencia del amanecer.
Escribe Diego de Torres Villaroel, en su Vida: “Mi vida, ni en su vida ni en muerte, merece más honras ni más epitafios que el olvido y el silencio”. Con olvido y silencio parece que procesionan mis delirios, mi proclive manía de desestimar el mundo. Un escritor no debe asumir este desasimiento del todo, porque acabará rayano en la curva de la sinrazón. Pero cuanta verdad se esconde en ese equívoco sentir del nefasto nacimiento.


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Recuerdo las páginas de Laurence Sterne que principian Tristam Shandy: “Ojalá mi padre y mi madre, o mejor dicho ambos, hubieran sido más conscientes...”. No conocemos el alcance de ninguna de nuestras acciones ni de nuestras palabras. No sabemos hasta dónde una palabra o un gesto perfora la conciencia de otro que lee, escucha o aprende. Sterne reclama un conocimiento que le pertenece aun siendo éste anterior a su nacimiento. El escritor Shandy narra desde el útero la vida que ha vivido y que está a punto de culminar. En cualquier caso, esa perspectiva prístina de una vida, debe ser la más indiciada para renacer entre los holgazanes gusanos que horadan ya nuestra tierra, esa parcela arenosa en la que descansaremos al resguardo del sol. Nunca la muerte fue tan distinta a un girasol.


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La ceja de la tarde con Vivaldi es un violín melancólico.


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La vida por de dentro. Lázaro narra su vida porque está pendiente de un caso y eso lo obliga a relatar con detalle las minucias de sus fortunas y adversidades. Pero, ¿no tenemos todos un caso que solventar? ¿No somos habitantes superficiales de este mundo, un deseo o un sueño extraviado? Siempre que leo las páginas del lazarillo pienso que, en puridad, Lázaro habla por la necesidad de la palabra, por las argucias que el verbo detonó en su conciencia. No narrarla es llevarla al olvido. Y en el olvido no saben igual las burlas y las veras.
Y Quevedo… llevó a Buscón, por la palabra, al centro de la parodia. Su padre, un barbero, o en el decir de Quevedo: “tundidor de mejillas y sastre de barbas”, “de buena cepa”; junto a su madre, una cristina nueva. ¿Qué hay de vida en esta obra? ¿No creó Quevedo un cuadro satírico de la rueda del mundo, del cotidiano vibrar de los hombres?
Creo que Lázaro y Buscón o Guzmán de Alfarache o Robinson Crusoe o Diego de Torres Villaroel o cualesquiera de los ficticios narradores o protagonistas de sus vidas, hubieran querido comenzar diciendo “Nunca debí haber nacido, pero ya que me obligaron, estoy obligado a nárralo”.
No es de extrañar que Montaigne colocara, al inicio de sus Ensayos la nota aclaratoria en la que venía a decirnos que la materia de su libro era él mismo.
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En versos de Sánchez Rosillo: "El amor, la belleza, el existir:/ este sueño que somos".
*Ilustración, "El árbol de la vida", de Klimt.

sábado, 17 de octubre de 2009

Urdir una presencia.

Nadie debe tener la menor duda de que todos los días me invento a mí mismo. Es la única manera que alguien tiene para convertirse en escritor o para comenzar a pensar en ser escritor. Toda vez que uno se desvincula del desasosiego de su yo, del que ríe, dice y ama por él, el escritor deberá suicidarse con el cedazo de la ficción. En cualquier caso, este acto posee un aliento religioso o espiritual, ya que se produce una resurección: surge alguien que habitaba en nosotros. Ese ser de papel, que escupe en negro y que sólo se convoca con la escritura, es el que realmente ordena nuestra memoria y articula nuestros recuerdos. Incluso hay quien dice que ordena escribir las cosas más bellas.

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Hay un párrafo en El mundo de ayer, de Stefan Zweig, que sintetiza las posturas de dos escritores que han narrado la ciudad de París: Hemingway y Vila-Matas. Hemingway sentenció en París era una fiesta que quien había vivido en París quedaba incapacitado para poder vivir en otra ciudad. Vila-Matas construyó un excelente libro en que enunció los motivos por los que París no se acaba nunca. Zweig había comprimido estas dos ideas en "parís, la ciudad e la eterna juventud".
El episodio que dedica Stefan Zweig a París en El mundo de ayer tiene su vertiente más lírica y personal en el relato de sus días junto a Rilke. Después de leer cargado de emoción sus páginas, decidí acercarme de nuevo a los poemas que Rilke escribió a principios del siglo pasado en la ciudad parisina. Puedo afirmar que una nueva luz los ha convocado en esta tarde de indecidida memoria.
Urdir una presencia, esa es la tesis que Zweig uiliza para completar su prosa acerca de Rilke. Una presencia evanescente, sinuosa, que acariciaba el silencio. Su pulcritud, la exacta meditación de sus actos, no eran más que acordes cadencias con el mundo. Su palabra, evidencia Zweig, era una exaltada constatción de la poesía. Nunca la poesía encontró un acomodo más exacto.
Leo el poema de Rilke en el que lanza la disyuntiva manía de creer que somos en las palabras: “Pues decimos que somos…”. Y su poesía se instala en mi memoria y la trastoca como si un comisario espiritual hubiera revuelto en ella. De repente, un silencio invade este salón con perfil de celulosa. La poesía es un vástago del silencio.

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El arte es una vacilación que se prolonga desde su forma hasta su significado; que oscila entre las dos vertientes que lo sustenta y que lo convierte en una manifestación personal, en cualquier caso, inagotable. Esa mesura debe concebirse con la conciencia de que el ser humano está incapacitado para comprender el mundo en el que vive. De esa incapacidad, surgen las creencias, los territorios marcados por los fanáticos. Pero también es cierto que, de esa incapacidad han surgido los más nobles conocimientos y las más bellas manifestaciones artísticas.

jueves, 15 de octubre de 2009

SILTOLÁ





Esta tarde, mientras avejentaba mi vano meditar, estuve a merced de los pájaros. El mar lanzaba esas caricias perplejas que, de cualquier modo, son inequívocas señales de vida.

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No debería uno malhumorarse por las minucias de los que atentan contra su tranquilidad y sosiego. Tampoco por los que demuestran continuamente la larga cabellera de su mediocridad. Cada vez estoy más convencido de que la mediocridad lo va minando todo y que, en la mayoría de ocasiones, tiene uno que aguantarse y no responder con un improperio con la voz en grito. Aunque, es cierto, que hay ocasiones en que sostener la educación se hace difícil.
Esta mañana, una compañera del trabajo me preguntó si no había leído la Catedral del mar. Cuando se enteró de que no tenía ni idea de esa obra, rápidamente comenzó a demostrar en público sus virtudes como lectora, los beneficios de la lectura de este libro y sus cualidades como lectora (de ocasión). Cuando terminó su exhibición claustral -(yo, mientras tanto, mantenía la mirada gacha y el pecho encendido)-, me preguntó si había alguna obra que retratara mejor que esa la Edad Media. No me apetecía responderle después de su alarde de soberbia encrespada, pero le dije, con la boca muy pequeña, El nombre de la rosa. Dejé sin mencionar el autor para que, como una cuajada, las piezas de aquel exabrupto del día, tomaran, al menos, otro matiz. Ah, sí, contestó, El nombre de la rosa, de Miguel Delibes.
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Con el paso de los años, se va agudizando en mi comportamiento una misantropía aguda, que se enarbola sobre todo cuando suceden las euforias colectivas. Escribo esto al tiempo que leo a Cesare Pavese: “Tendré que dejar de jactarme de ser incapaz de sentimientos comunes (placer de fiestas, alegría de la gente, etcétera)”. Esa discapacidad es, sin duda, el mal que me recorre por cada una de las actuaciones que realizo al cabo del día.
En el oficio de vivir he comprendido que la plenitud se proyecta en la soledad. El solipsismo es el método infalible para alcanzar la sensación de alegría, de sosiego o de templanza ante la realidad. Todo lo que sucede fuera de esa vertiente ética, lo destierro de mis actos. Soy cuando menos ocurro entre los demás.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Como la luz caída del otoño,
el tiempo otorga esa cadencia
que llamamos vejez y que torna los miembros
antiguos.
He aquí disecadas mis palabras,
las tiernas ramas verdeantes,
las que nutren de infante amanecida
el canto especular de la mañana.
¿Mis ojos, qué verán,
son testigos, acaso, de la vida;
qué pertenecerá a esta consciencia
fugitiva
que tremula impaciente,
un verbo, una mirada,
el sabor de un cuerpo en la noche?

Sólo aquel que no está ligado a nada,
a nada debe reverencia.
La muerte es un olvido de la vida.

lunes, 12 de octubre de 2009

En el mundo de entonces.

La tarde sucede a través de los versos de Sánchez Rosillo. Sus poemas dicen una elegía, una plegaria que cubre las fisuras de la realidad. La poesía demuestra que no es posible decirlo todo de los objetos, decirlo todo de la naturaleza. La poesía es un ejercicio del silencio, una rama de la contemplación que aprende a acunarse y a desgajarse de los sonoro. Uno aprende a oír la luz en esta poesía, a desvincularse de los sentidos, para captar la efímera sentencia de unos versos que, en la mayoría de las veces, son una celebración del canto recuperado de una vida sin certezas.

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Pienso que los astros están esperando que alguien los convierta en matemáticas. Amén de la tarde, de la luz del amanecer, de la mar, del Tiempo, de la vida al completo: está esperando a ser nombrada. El poeta, como un pensador, contempla en la mudez. En ese territorio espera, hacina los verbos. Se contenta con apreciar los objetos con la luz de la memoria. Atiende a la imposibilidad del ser para siempre. Escribe. Y desemboca en la literatura.

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En las palabras que prologan el inicio de El mundo de ayer, establece S.Zweig dos tesis fundamentales. La primera es la que demuestra la desaparición de las relaciones entre el mundo de anteayer, el de ayer y el de hoy. Esta afirmación me entristece y me enarbola hasta la desesperación de vivir en un tiempo anulado, instalado en un vacuo suceder desligado de la cultura. La segunda es una apología de la memoria como la acumulación de mecanismos que seleccionan y olvidan con la plena consciencia de la voluntad. Luego, Zweig otorga a estos conceptos, entre otros tantos, un estilo que es un mundo, no sé si de ayer o de hoy, pero un mundo en que la literatura vertebra el disfrute que desprende la lectura de sus páginas.

domingo, 11 de octubre de 2009

La gracia y el ser.

Aquel hombre mayor con bigote estaba leyendo Manual de la oscuridad, de Enrique de Hériz , mientras se comía una tapa de ortiguillas. El título parecía recoger los ecos de aquel ejercicio que, entre el bullicio de los comensales, levantaba la palabra. Sus caninos devoraban las propiedades marinas de aquella mucosa verde, frita, que desprende el sabor del pubis marino como ningún fruto del mar. Puede decirse que, una ortiguila es el verde procedente del virgo de la mar.
No es la primera vez que veo a este señor leyendo, por la noche, en el lugar en que concurre más gente en Sanlúcar, en la Plaza del Cabildo. Ya lo cacé leyendo, el verano pasado, El arte de la fuga, de Sergio Pitol, mientras liaba tabaco con sus manos mortecinas.
Después de estos dos encuentros, he llega a pensar si este señor no es producto de mi imaginación. Si sólo yo lo veo, de vez en cuando, leyendo entre la masificación de turistas. Quiero pensar que, de ser así, es decir, de ser fruto de mis pensamientos, quizás está esperando que lo convierta en un personaje de ficción. Y así recuperarlo para la vida, dotarlo del latido vicario de la literatura. En realidad, el anciano sólo ejecuta aquel arte de la oscuridad o de la transparencia.

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Al tiempo que leo los poemas de Eloy Sánchez Rosillo, Oír la luz, recupero de la memoria el libro de Antonio Colinas, Desiertos de la luz. Entre la luz, el desierto y la música, la poesía mesiánica de Colinas, trufada de arquetipos y ensoñaciones y, por tra parte, las huellas en el desierto de los versos de Sánchez Rosillo; proclamas transparentes de la llegada de la noche, de la consciencia del suceder de la vida.
Los poemas de Sánchez Rosillo destacan aquella plenitud inencontrada de los hombres en lo cotidiano, en las tardes que pasan y pasan sin más mención ni recato. Justo en esa fisura volátil, encuentra Rosillo la condescendencia de la vida con los hombres. Grata lectura esta, plácida sensación de serenidad en lo contemplado.

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Rescato de los estantes Diario íntimo de Unamuno y leo lo siguiente: “Si la nada me aterra, he de aprender a conocer mi propia nada para aterrarme de mí mismo y ponerme a labrar en mí al hombre nuevo, el de la gracia y el ser”.
Creo que un poeta es aquel que descubre, en un amanecer temprano, la propia nada que lo invade. Desde ese momento, todo él es labranza que construye al hombre nuevo, al que dice en los versos, al que descubre la gracia y el ser.

viernes, 9 de octubre de 2009

Fiction is a pure joy.

Un alumno me dio esta mañana un justificante que acreditaba que había sido atendido por un médico. Leí el empalagoso texto (repleto de tecnicismos inadecuados para la plena comprensión por parte de los pacientes) y fue entonces cuando surgió la filosofía.
No pude más que reírme por unos momentos. Mientras tanto, los alumnos, acostumbrados a estos desvaríos, sostuvieron su atención con la mirada perpleja. Alguno pensó que me estaba mofando del malestar de tripa del alumno, antes al contrario, mi juego era semántico: estaba alegre por la trementina de las palabras.
Cuando terminé de leer el texto, les pedí que buscaran en el diccionario la palabra anamnesis, ya que aparecía como uno de los apartados del parte médico.
Rápidamente, uno de ellos levantó la mano y leyó el significado. Después de esta incursión léxica, comencé a hablarles de un tal Platón y de cómo la palabra había ido tomando distintos significados a lo largo del tiempo.
A través de la dialéctica, intenté que la anamnesis lo inundara todo, que dilatara el tiempo a través de sus bucles pretéritos. Algunos alumnos me miraban con la mirada torva, como si yo hubiera desaparecido de aquel escenario, como si estuviera ejecuntando un truco de magia, como si las cosas estuvieran sucediendo otra vez, de nuevo, como siempre.


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Hay un libro de Muñoz Molina que guarda algunas de las mejores páginas que se han escrito sobre el fenómeno literario desde todas sus aristas. Recuerdo con nitidez una frase que Muñoz Molina trae a colación en el libro. Son unas palabras del saxofonista que creó Julio Cortázar, Johnny Carter, y que dicen: “Esta música la estoy tocando mañana”. A esta magnífica cifra de qué es la literatura para un escritor, se suman las del propio Muñoz Molina: “El escritor no quiere leer lo que ya ha escrito: quiere leer lo que aún le falta por escribir”.
Efectivamente, si tuviera que definir la literatura como escritor tendría que afirmar que la literatura es aquella novela, aquel poema o aquella obra de teatro que aún no he escrito. En ese proceso de búsqueda y transformación, el escritor es capaz, acaso, de ir tañendo las palabras que lo acercan a la armonía completa de su obra. Como el saxofonista de ficción, uno escribe con la sensación de estar acabando algo que ya pretérito, de estar mencionando acciones o pensamientos de un pasado remoto. Como una anamnesis, digo ahora, el escritor, a la hora de dotar con palabras a sus pensamientos, cae en la evidencia de que la palabra es una vida que se reconoce sólo en la ausencia. Eso sí, la ficción es pura pura alegría.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Del 98 al barroco.

Hoy han llegado unos libros que compré en Internet. Entre los títulos de Emilio Carilla, Casalduero o Shepard, destaco uno con tan solo indagar en su índice. Del 98 al Barroco, de Guillermo de Torre. En este volumen dedica el autor unas páginas al análisis de las memorias, los diarios y los epistolarios desde la perspectiva de los géneros literarios. El Diario, como tal, sale mal parado, ya que los juicios que su actitud propende por el artículo en cuestión no son muy benefactores. Ahonda Guillermo de Torre en ese error continuo que se empecina en no leer un Diario como una ficción.
Si hay un género en que la ficción opere con más vehemencia es el Diario. Las páginas de un diario son la soga que ajusta la vida a la muerte. Incluso podemos tomar el diario como el territorio en que fluyen incesantemente la literatura y la vida en concierto. Cuando eso sucede, la ficción es de tal finura y excelencia, que parece oculta. En esa transparencia sucede la literatura.

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André Gide llegó a decir que Francia era un país parco en grandes novelista, pero excelentes en memorialistas y moralistas. No creo que el carácter, entendido como un reflejo de la identidad colectiva, acentúe o no la tendencia a escribir determinados tipos de libros. Lo que sí tengo en alta consideración son las lecturas que realizan los escritores. Un escritor debe encontrar su tradición, aunque sólo domine su lengua materna, en una literatura con un acervo profundo y diverso en lenguas. En muchas ocasiones, escucho o leo en entrevistas que los autores jóvenes siguen a tal o a cual autor español. Incluso algunos citan, como un rosario, a poetas borrachos, novelistas geniales de Norteamérica o a algún que otro escritor de culto por el mero de acontecimiento de nombrar a los autores que todo escritor debe nombrar para que lo tomen en serio.
Es inconfundible el influjo que ejerció Proust en Muñoz Molina, en Beatus Ille, por ejemplo.. O el que aún pervive en Javier Marías, de Lawrence Sterne, o las proclives invitaciones fictivas de Vila-Matas que exhalan el aroma de las páginas de Pérec, Borges o Rilke.
La renovación de una literatura tiene que nutrirse de otras literaturas escritas en otras lenguas. ¿Qué fue el Boom hispanoamericano? La unión de la prodigiosa generación de escritores que leyeron a los autores norteamericanos y clásicos con la frescura y la inteligencia con que nadie antes lo había hecho. ¿Qué fue Cervantes? Un lector prodigioso.
Un escritor debe ser ante todo lector, un lector que vea en las páginas antiguas los mecanismos del futuro, que visione, con la fuerza proléptica de su retina, el hilo insinuado en la literatura, el murmullo que debe tomar forma en las palabras.
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Cuando el caos te vuelva a convocar
y las formas esparzas recobrando la forma
de la vigilia del mortal;
cuando mudes de las certezas,
-un egoísmo, fuego que enmudece-,
con la piedad de un sueño amanecido;
cuando de ti sólo percuta,
impenitente,
una palabra verdadera;
cuando sólo soportes esta vida,
evanescente visitante,
y denuncies los vicios de la tarde
en que te fue negado ver el rostro
de tu memoria,
-de los versos que emanan de tu ausencia-,
contemplarás tu sombra iluminada
por los ocasos agrios de la piedra
en que está inscrita
el manantial sereno de la muerte.

martes, 6 de octubre de 2009

Manos prestadas.

La cosa empezó así. En pocas ocasiones una prolepsis derrochó tanto alarde de estilo literario enroscado en los mimbres de la ficción. Céline, al que menciono como antecedente de Bolaño, descarnó el verbo a favor de las trincheras. En la plaza de Clichy, recuerdo, justo en el lugar en que comienza la narración al fin de la noche, estaba leyendo hace unos años a Vila-Matas. Entonces no recordé el inicio de la novela y la lectura fluía por esa cadencia inacabada de París, la ciudad en la que las almas son puentes.
Ahora que la novela de Céline reaparece en mi memoria porque un compañero anda leyéndola, he recordado la lectura de Vila-Matas,cosa curiosa, argucia del destino, precisamente de El mal de Montano. Suelo convertirme en Walser cuando leo al autor de Extraña forma de vida. En esa metamorfosis, aplico los microgramas en las páginas que hacen de guardas del libro. En ellas apunto los autores, las obras, las constantes que se precipitan en cada página. Sólo espero, al final de la lectura, encontrar una cifra intertextual que clarifique, como un paseo por la nieve, la quimera constante de la ficción.


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La cosa empezó así. Abrí el libro de Pavese, El oficio de vivir, y leí en una de sus entradas: “El acto de escribir es siempre ciego”. De repente, perdí las páginas que había escrito durante varias horas. Se habían convertido en una blanca profecía. Poco después, cuando estaba terminando de narrar esta experiencia, esta ceguera momentánea, descubrí que alguien escribía en el teclado con mis manos. Ese horror de ver mis manos manejadas por la cabeza de otro es la pura ficción. Hoy Pavese escribió por mí este texto. Oficio impenitente, irracional vómito del olvido.

lunes, 5 de octubre de 2009

Mis encuentros con Cioran se razonan como una quimera. He culminado la lectura de El libro de las quimeras. Desde ese momento la realidad es del color de la utopía.
Tengo conciencia de mi participación en una naturaleza mortal, enquistada en la indolencia de la muerte. También aprendí a imaginar (eso lo conseguí al leer en los ojos de Cioran) una idea desbocada, ¿si no fuéramos mortales, qué sustancia tendría la muerte en nosotros?
Desprovisto entonces de todas las quimeras que nos argumentan como seres infelices, entrego mi lectura a la escritura. Rasgar la sentencia del olvido del hombre, es decir, debo escribir sin ser yo, sólo imaginando al que persistirá más allá de mi vida. Ese es el compromiso de la literatura: entrega y desistimiento. Como decía Claudio Rodríguez: “Como si nunca hubiera sido mía, /dad al aire mi voz y que en el aire / sea de todos y la sepan todos…”. En el aire las palabras rayan en su seno primogénito, de él participan. Su vocación oral las transforma en sonidos ineludibles. Cuando una palabra verdadera brota, de ella brota la forma que la define. Y se hace eterna pieza de un pensamiento, mueca de la vida, esfinge de la memoria recobrada.

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Uno de mis libros de cabecera es el de Curtius. En él encuentro la mayoría de soluciones a la literatura actual. Me aferro a él con tanta gratitud que, con el tiempo, debería escribir las memorias de su lectura.
Dice Curtius que Dante proclamaba que dos viajes habían sido auténticos antes que el suyo, a saber: el de Eneas, en el libro VI de la epopeya de Virgilio y el de San Pablo, en Corintios 2, 12:2. Afirma Curtius que de Eneas surgió Roma y de San Pablo, el cristianismo. Lástima que Dante murió a los cincuenta y seis, ya que si hubiera vivido hasta los ochenta y uno, su profecía hubiese sido cumplida; la profecía de un viaje circular, en tres etapas, del que nunca volvió.
No hay páginas más enjundiosas que otras en este libro, todas son de buen provecho. Aunque sí se sostiene una tesis que, con el tiempo, se está instalando con más fuerza en ese argumentario que uno utiliza a menudo. Consiste en el concepto de Europa como cultura que había en la Edad Media y que, en buena medida, se recuperó en siglos posteriores. Incluso en las obras de Zweig o de Wiesenthal asoma estas proclamas que reivindican la grandeza y la unidad de la cultura europea. La escritura moderna, la novela que aspire a situarse en esa órbita, deberá nutrirse del acervo que encontramos en la cultura del viejo continente. Una aspiración demasiado hercúlea para un mundo de hoy que se proclama sordo para el de ayer.

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Leo el Fedón, o de la inmortalidad del alma, de Platón, con la mente compungida. No ya por la belleza de los conceptos sino por las palabras de admiración del propio Fedón sobre el sosiego y la serenidad que invadieron a Sócrates momentos antes de su muerte. Mantiene Sócrates su lenguaje de siempre, apegado a la serenidad y la inteligencia. A pesar de saberse muerto, de que la muerte diluyera su aliento por los muros de la prisión, Sócrates todavía entiendía que debía mantener el rostro de un humano sobre la tierra. Esa lección es un deseo proclamado, el deseo de la muerte bienaventurada. Y eso me acongoja, por mi príncipe entendimiento de la vida.

sábado, 3 de octubre de 2009

Son de destierro.

Por las callejuelas del Barrio Alto, por las calles arropadas por las paredes vetustas y húmedas de las bodegas, comencé un paseo por Sanlúcar como quien comienza una hipnosis para acabar no se sabe dónde. En más de una ocasión he mencionado esa cualidad de extranjero que tanto me gusta y que tan necesaria se me hace cada vez llego a la ciudad. Me hubiera gustado ser un ultramarino que, al contemplar la caída de la luz sobre las Piletas, sintiese la oblicua necesidad de oler la llegada de la vid. Como un ultramarino pasee por sus calles sin conocer a nadie, sin que nadie sintiera mi presencia.
Sanlúcar es una cualidad literaria para mi vida y como tal la analizo y como tal la contemplo. Un territorio que, a pesar de las fechorías de sus políticos, aún deja perpleja mi memoria. Esa memoria todavía revive con entusiasmo las caminatas por las vías del tren cuando iba a la escuela, la potencia de la uva en septiembre, el canto límpido de la luz sobre su arena, la primitiva disposición de sus días, el calor cosmopolita de sus ciudadanos, la tremenda sensación de antigüedad en las entrañas de su suelo.
No puedo más que escribir de esta forma sobre Sanlúcar, no soy capaz de mantener un discurso de encrucijadas políticas: pan ácimo. Por ese motivo, comprendo que lo único que puedo ofrecer es una visión literaria de esta ciudad, una visión personal que se relaciona con los artificios de la ficción. Esa ciudad, la que aguanta el peso de la Historia, es la que me interesa, la que recupero en la memoria. Cuando algunos atentan contra los vestigios de esa ciudad invisible, entro en cólera y me niego a aceptarlo. Pero algo me dice que, con el tiempo, los recuerdos de Sanlúcar serán sólo eso, todo habrá sido derruido, todo derribado, un despojo de lo que fue. Es el poder moderno de la ignorancia, la demostración de la pérdida de la cultura europea, aquella que se ha desvinculado de sus logros en el arte, la que busca la vacua manía de la hipermodernidad descabezada.
Un paseo por la mañana, al arrecio del sol, imaginando la ciudad invisible que se proclama en mi memoria. Así la entiendo, así será escrita.

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En "El regreso de del desterrado", segunda parte de Cartas de España, con fecha de mayo de 1833, proclamaba Blanco White su condición híbrida y mestiza en referencia a la patria y a la religión. ¿Cómo me presentaré en mi país? Con esta pregunta principia los recuerdos de su regreso en barco a tierras españolas. Blanco White iba cargado con un violin que, en ocasiones, tocaba para el dsifrute de otros pasajeros. Quiero creer que, en la sabiduría de White, la música era, en realidad, el espacio más propicio para dar respuestas a sus inquietudes. En cualquier caso, la música es la tierra de los desterrados, la mística proclamada de su patria.

jueves, 1 de octubre de 2009

Sueño de martín.

Envidio sus caminatas por el campo, su exploración de la tierra como quien busca una imagen desprendida de los sueños. Con la luz bañando los accidentes de la serranía de Cádiz, Manuel Ángel Gallego de Prada acude a la naturaleza en busca de una secuencia que lo traspase. Esa lámina es la fotografía de un pajarillo, acaso de un acontecer de la naturaleza en acción. En muchas ocasiones he querido dotar mis palabras con el halo de humedad y servidumbre que otorga la naturaleza. Vicente Huidobro se levantó en su contra, Nom serviam, escribió el chileno. No te serviré más, me limitaré a crearte. Con la naturaleza no cabe otra cosa más que la creación, ella es dadora de verdad.
Con las fotos que me envía este querido compañero me sucede lo mismo que con el sendero de Rilke. Allí estoy, aún, esperando una palabra muda, un silencio sonoro. Todavía recorro sus derroteros intrincados, repletos de ramajes y piedras. Igual que una imagen, el recuerdo es un instante. Y en este martín se condensan las horas, la tácita cuadratura de la luz hilvanada en sus manos.

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La escritura semeja una lucha constante en que los combatientes terminan vencidos y mermados. En esa progresión del espíritu, la palabra establece los ritmos de la contienda. Hay quien no puede más que levantar las banderas y proclamarse a pesar de la insuficiencia. Otros abandonan al poco del trabajo. Ahora bien, los que jamás comenzaron la lucha en la tierra batida por el sufrimiento de escribir, no saben de la fuerza de la palabra. Cioran dotó su vida de algunas cualidades que me resultan indispensables. Sobre todas ellas, la de negar la existencia. El enemigo está en casa, somos nosotros mismos. En otras palabras, las de Cioran: “Así he empezado la lucha: o la existencia o yo. Y ambos hemos salido vencidos y mermados".