Nadie debe tener la menor duda de que todos los días me invento a mí mismo. Es la única manera que alguien tiene para convertirse en escritor o para comenzar a pensar en ser escritor. Toda vez que uno se desvincula del desasosiego de su yo, del que ríe, dice y ama por él, el escritor deberá suicidarse con el cedazo de la ficción. En cualquier caso, este acto posee un aliento religioso o espiritual, ya que se produce una resurección: surge alguien que habitaba en nosotros. Ese ser de papel, que escupe en negro y que sólo se convoca con la escritura, es el que realmente ordena nuestra memoria y articula nuestros recuerdos. Incluso hay quien dice que ordena escribir las cosas más bellas.
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Hay un párrafo en El mundo de ayer, de Stefan Zweig, que sintetiza las posturas de dos escritores que han narrado la ciudad de París: Hemingway y Vila-Matas. Hemingway sentenció en París era una fiesta que quien había vivido en París quedaba incapacitado para poder vivir en otra ciudad. Vila-Matas construyó un excelente libro en que enunció los motivos por los que París no se acaba nunca. Zweig había comprimido estas dos ideas en "parís, la ciudad e la eterna juventud".
El episodio que dedica Stefan Zweig a París en El mundo de ayer tiene su vertiente más lírica y personal en el relato de sus días junto a Rilke. Después de leer cargado de emoción sus páginas, decidí acercarme de nuevo a los poemas que Rilke escribió a principios del siglo pasado en la ciudad parisina. Puedo afirmar que una nueva luz los ha convocado en esta tarde de indecidida memoria.
Urdir una presencia, esa es la tesis que Zweig uiliza para completar su prosa acerca de Rilke. Una presencia evanescente, sinuosa, que acariciaba el silencio. Su pulcritud, la exacta meditación de sus actos, no eran más que acordes cadencias con el mundo. Su palabra, evidencia Zweig, era una exaltada constatción de la poesía. Nunca la poesía encontró un acomodo más exacto.
Leo el poema de Rilke en el que lanza la disyuntiva manía de creer que somos en las palabras: “Pues decimos que somos…”. Y su poesía se instala en mi memoria y la trastoca como si un comisario espiritual hubiera revuelto en ella. De repente, un silencio invade este salón con perfil de celulosa. La poesía es un vástago del silencio.
El episodio que dedica Stefan Zweig a París en El mundo de ayer tiene su vertiente más lírica y personal en el relato de sus días junto a Rilke. Después de leer cargado de emoción sus páginas, decidí acercarme de nuevo a los poemas que Rilke escribió a principios del siglo pasado en la ciudad parisina. Puedo afirmar que una nueva luz los ha convocado en esta tarde de indecidida memoria.
Urdir una presencia, esa es la tesis que Zweig uiliza para completar su prosa acerca de Rilke. Una presencia evanescente, sinuosa, que acariciaba el silencio. Su pulcritud, la exacta meditación de sus actos, no eran más que acordes cadencias con el mundo. Su palabra, evidencia Zweig, era una exaltada constatción de la poesía. Nunca la poesía encontró un acomodo más exacto.
Leo el poema de Rilke en el que lanza la disyuntiva manía de creer que somos en las palabras: “Pues decimos que somos…”. Y su poesía se instala en mi memoria y la trastoca como si un comisario espiritual hubiera revuelto en ella. De repente, un silencio invade este salón con perfil de celulosa. La poesía es un vástago del silencio.
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El arte es una vacilación que se prolonga desde su forma hasta su significado; que oscila entre las dos vertientes que lo sustenta y que lo convierte en una manifestación personal, en cualquier caso, inagotable. Esa mesura debe concebirse con la conciencia de que el ser humano está incapacitado para comprender el mundo en el que vive. De esa incapacidad, surgen las creencias, los territorios marcados por los fanáticos. Pero también es cierto que, de esa incapacidad han surgido los más nobles conocimientos y las más bellas manifestaciones artísticas.
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