LOS diarios producen fascinación en quien los escribe, pues conoce de la parca utilidad de los mismos al tiempo que los siente como una adenda necesaria y confabulada para su vida. Cuanto más vacía y recoleta, cuanto más solitaria y enfrentada al abismo la vida del escritor más pura y tonificada será la mirada sobre la otra vida en el diario. Se producen vidas paralelas entre las páginas en blanco del diario, las escritas y por escribir, y los recuerdos de la vida latente. Entre una y otra se sitúa la esencia de la literatura; rehuyo de toda aquella vida amparada en uno de estos dos extremos: nunca la soledad plena puede ser narrada, nunca la vida literaria desemboca en literatura.
Así las cosas, el escritor de diario, no el que tiene el diario como mero entretenimiento más, sino el que vuelca en el mismo el largo decir de sus días, termina por ser un personaje ficcional al completo. Los recuerdos del diario, acaso los pasajes que se narran en él, dejan de tener vigencia en la memoria viva del individuo que las escribe. La literatura termina por suplantar lo que hubo ocurrido cuando, en paridad, sucedió otra cosa cualquiera. Como Aristóteles afirmaba en su Retórica, la poesía se encarga de contar lo que hubiera sucedido, pero, más aún, la conjunción de las realidades, lo que sucedió y lo que hubiera sucedido.
No es la literatura ni el diario de un individuo la ramplona estación que contiene un diario. Un diario, recorrido en su totalidad, consiste en establecer un hilo de Ariadna que dirija al lector hacia la imagen verdadera, reflejada, del paso de un individuo en la tierra.