Recorrer las baldas de una librería se ha convertido en un ritual chamánico, porque antes, durante y después de ello se realiza una danza de la que no se conoce su origen y fin. Ya dijo Eliade que los chamanes, -que ayudan a los espíritus transitorios-, necesitaban el éxtasis y el trance para dejar de ser en su consciencia y para poder, así, acompañar a las almas extraviadas a otros mundos.
No hay que remitirse a las palabras de Borges para decir que una biblioteca o una librería inmensa posee la estructura del universo. Igualmente, es una obviedad que nos expresamos como incapaces de asumir la lectura de todos los libros. Sin embargo, ante esta metáfora de la condición humana (un ser finito que se atreve a desafiar su finitud en una realidad que no le pertenece en principio), de un tiempo a esta parte creo en que el lector está muy cerca de la condición de los chamanes antiguos. La lectura se ha convertido en el éxtasis con el que uno deja de ser o, al menos, percibe que está dejando todo lo que edifica su ser, para transformarse en otro.
En este sentido, recorrer las baldas de una biblioteca (porque una librería es una biblioteca) debe de poseer algo mágico. En esos recorridos que hacemos, el proceso de selección se ajusta a no pocos prejuicios que determinan la adquisición última. Por ejemplo, un señor se dirige a la zona en que están colocados los libros de poemas. Allí, observa que los que están realzados o fuera de las baldas son todos libros de paso, del momento. No le interesa ninguno hasta que abre las páginas, por interés antropológico, de uno de ellos; lo hojea, primero, lee algún poema, segundo, y decide, por último, llevárselo a casa, como el oso que prefiere degustar su caza en la tranquilidad de su cueva. En ese momento, casi sin caer en la cuenta, el lector ha dejado en el mismo sitio, los libros de Hölderlin que tenía pensado comprar y que lo habían desplazado hasta allí, hasta un universo paralelo. Puede que nunca más vuelva a tener la necesidad de comprarlos y de leerlos como en esos momentos, quizás nunca más. ¿Habrá pensado el lector en esa circunstancia que lo ha abandonado, en la trascendencia de la renuncia?
Por otro lado, están los lectores de oficio. Eso son los que necesitan de lecturas que le faciliten su actuación en público. En toda reunión existe la figura del que conoce las últimas publicaciones y los autores noveles más recónditos. Ellos juegan a conocerlos, a ofrecer datos e incluso a lanzar su opinión prematura a sabiendas de que están iniciando todo un horizonte de expectativas para los demás. Normalmente, estos lectores van a la librería sólo para encontrar las rarezas en lo nuevo y, en ocasiones, en autores peregrinos, rescatados por centenarios o provechos comerciales. Sin duda, son los ególatras, los que leen los libros que otros dejan para que su palabra pueda ser escuchada en el bullicio. Nutren su egotismo y dejan de lado la lectura chamánica, metamórfica, transformadora. Les parece que, leer en estos tiempos a Rilke o a JRJ o a Dante no les va a reportar ningún beneficio, porque ya se han dicho demasiadas cosas sobre sus obras. Lo que no entienden estos insólitos cazadores de crías es que la lectura debe emborronar lo que eres y lo que pretendías ser. La lectura no comienza donde otros la dejaron, como la ciencia, es un renovarse siempre y singular. Nunca puede ejercerse la supremacía del lector sobre el escritor; si eso ocurre, deberás cambiar de libro.
Asimismo, otros lectores van a las librerías sin expectativas, atravesando la frondosa arboleda o mostrándose deseantes de que algún volumen nunca soñado o imaginado se aparezca para reponer su ser en la multitud. Estos lectores han conocido la experiencia plena de la lectura, de la que se imbrica entre las arterias hasta desgarrarnos. Intuyen, con claridad, que la danza libresca está expuesta a lo imprevisto y que sus pasos no están configurados de antemano.
Escribo estas notas porque eso mismo me sucedió con un libro de Hannah Arendt y con otros tantos) que leo en esta mañana, La condición humana. Su lectura es un desvelo de tu propia condición, de tu condición en solitario, porque como recuerda la autora, Platón quiso que el hombre pudiera salir de la caverna solo, es decir, nunca acompañado por una multitud, por un grupo. Si la experiencia del filósofo para Platón era indecible, la vuelta después del ritual, sentado, con los ojos clavados, también lo es. Por este motivo, Arendt principia el libro distinguiendo entre las respuestas que podemos ofrecer a dos cuestiones capitales: “¿quién soy?” y “¿Qué soy?” y por eso mismo estoy escribiendo sin rumbo, con la intención de establecer algún indicio que me anule para comenzar a ser.
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Cosa parecida sucede con un pasaje de un libro del que creíamos haberlo leído todo. Hoy, por ejemplo, abrí El Quijote y no pude más que subrayar con la rabia del olvido: “[...] todas estas cosas no podrá hacer el que huyere de la verosimilitud y de la imitación, en quien consiste la perfección de lo que se escribe”.