Frente al mar, a su inmensidad en lucha, a su perpetuo ciclo de oleajes, a su encrespado sortilegio de algas, a su naturaleza de noches y figuras de luz, coral destilado del origen. El aire parece mineral y los ojos, hartos de tanto prodigio, ensueñan las auroras y se bañan en su vaivenes edificando la memoria de los tiempos remotos. Corre parejo con el viento, hipogrifo violento que descabalga la inteligencia y la escama de verbos y paladares. Qué luz, qué esperanza, qué vida más allá puede ofrecerse en sus islotes de trigo, en sus senos de caoba.
Busca uno esa apoyatura natural de la pupila para contemplar las virtudes que la bruma y el vuelo de las gaviotas desfiguran, y encuentra la otredad, una disposición diferente de la naturaleza, pero con una portentosa cadencia milenaria que, a cada paso que me lleva a sus fueros, me diluye entre sus arrumacos, como un sarmiento de salitre esperando a ser vencido por la inmensidad toda de la belleza para ser en ella, dejando de ser, ser en ella sin mí.
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