Estaba en la playa leyendo un ensayo escrito por Jordi Gracia sobre fascismo y cultura en España que se titula La resistencia silenciosa cuando, a un metro de nuestra silla, un niño le dijo al padre que se estaba haciendo caca. El padre, que se había tomado varias cervezas, le dijo en tono mayor: “Dale ahí fuerte y suelta el piñonate”. Efectivamente, el zagal soltó un piñonate más rotundo que una sombrilla. Rezagado detrás de la madre, se llevó un buen rato apretando. Tanto apretó que se le salieron los mocos varias veces. Para entonces, y así fue, dejé de leer y me limité a observar la maravillosa escena veraniega que tenía ante mis ojos. Aunque para decir toda la verdad, por varios minutos, buena parte de los que rodeaban al niño cagón mantuvieron un silencio verde, como el Coto. Una verdadera resistencia silenciosa la que se produjo mientras el niño expulsaba el mojón y lo enterraba en la arena.
Acto seguido, la madre cogió un pañuelo y lo envolvió como si fuese una delicadeza de gourmet. Lo metió en una bolsa de plástico y lo tiró al cubo de la basura. Antes lo paseó por todos los ojos de los que observamos el delito menor de jiñar en la playa. El tufo que expelía la pieza era considerable, así que el aroma se mantuvo constante varios minutos hasta que los olores marinos engulleron el hedor vespertino.
Una vez que la escena parecía llegar a su fin, intenté reanudar la lectura. Las páginas que leía estaban centradas en la figura de Juan Ramón Jiménez. Después de interpretaciones muy lúcidas sobre su obra y sobre su postura en la guerra civil y la posguerra, Jordi Gracia dejó caer una anécdota que me hizo de nuevo levantar la cabeza del libro. Hablaba de unas afirmaciones sobre “la influencia letal del mito moscovita” sobre la República y sobre el miedo que atesoraba el poeta simplemente al pasear por la calle. Sin ir más lejos, un día que paseaba por el centro de Madrid, un grupo de milicianos obligó a Juan Ramón Jiménez a sonreír porque estaban buscando a uno que tenía un diente de oro. El hiperestésico y sensible poeta quedó aterrorizado hasta el resto de su vida. Me imagino a J.R.J sonriendo en medio de la calle, quién sabe si a punta de pistola, para enseñar su dentadura. Una escena surreal. Ni los milicianos sabían quién era J.R.J, ni tenían reparo en parar a cualquiera por la calle para requerirles cualquier cosa, como por ejemplo que les enseñase la dentadura. Si por casualidad el creador de “Espacio” hubiera tenido un diente de oro, no sé qué desgracia hubiera ocurrido.
Al término de esas páginas esbocé una sonrisa. Me levanté, recogí y dejé al niño corriendo por la playa. Otro día les contaré qué me ocurrió.
Acto seguido, la madre cogió un pañuelo y lo envolvió como si fuese una delicadeza de gourmet. Lo metió en una bolsa de plástico y lo tiró al cubo de la basura. Antes lo paseó por todos los ojos de los que observamos el delito menor de jiñar en la playa. El tufo que expelía la pieza era considerable, así que el aroma se mantuvo constante varios minutos hasta que los olores marinos engulleron el hedor vespertino.
Una vez que la escena parecía llegar a su fin, intenté reanudar la lectura. Las páginas que leía estaban centradas en la figura de Juan Ramón Jiménez. Después de interpretaciones muy lúcidas sobre su obra y sobre su postura en la guerra civil y la posguerra, Jordi Gracia dejó caer una anécdota que me hizo de nuevo levantar la cabeza del libro. Hablaba de unas afirmaciones sobre “la influencia letal del mito moscovita” sobre la República y sobre el miedo que atesoraba el poeta simplemente al pasear por la calle. Sin ir más lejos, un día que paseaba por el centro de Madrid, un grupo de milicianos obligó a Juan Ramón Jiménez a sonreír porque estaban buscando a uno que tenía un diente de oro. El hiperestésico y sensible poeta quedó aterrorizado hasta el resto de su vida. Me imagino a J.R.J sonriendo en medio de la calle, quién sabe si a punta de pistola, para enseñar su dentadura. Una escena surreal. Ni los milicianos sabían quién era J.R.J, ni tenían reparo en parar a cualquiera por la calle para requerirles cualquier cosa, como por ejemplo que les enseñase la dentadura. Si por casualidad el creador de “Espacio” hubiera tenido un diente de oro, no sé qué desgracia hubiera ocurrido.
Al término de esas páginas esbocé una sonrisa. Me levanté, recogí y dejé al niño corriendo por la playa. Otro día les contaré qué me ocurrió.