La mañana tañida por un pájaro, estos campos meditan el trasiego, un blanco que golpea iracundo, un ácimo latido del futuro, el verde recorrido de tu pubis, una tribu que busca sin presencia.
Para esta tarde guardo una condena que suscita, por fin, algún prodigio; una sentencia triste y mayestática, quizás, un tiento innecesario, torpe, procaz manera del deseo.
Una raíz, el pájaro trae una raíz entre sus alas, sus alas se debilitan con el tiento de los aires que lo impulsan y entonces cae, cae y pierde su vuelo su raíz su firmamento. Un pájaro sin firmamento es la defunción de un sueño cruzado por el infinito. Su vuelo jalona entre la siembra el estupor de un cuerpo desnudamente entintado.
Prematuro acontecer de la memoria es la caída, la caída a mis pies de este milano, este milano, este milano. Ya soy raíz, ya siento la proteica mecida de los minerales, ya soy raíz y me precipito hasta la siembra que venga a restaurarme y a escribirme. Y entonces la escritura es un decir con los pájaros, con la tierra, con el viento, quizás, viento, tierra o pájaro.
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Desde que comencé a leer algunos libros de Andrés Trapiello, siempre lo alzo como uno de los mejores prosistas de la actualidad. Algunos me señalan sus preferencias políticas por encima de sus notables (y sobresalientes en demasía) maneras de escribir sin bajar un punto la calidad literaria. Es tarea difícil, pero hacerlo durante ochocientas páginas, como en los tomos de Salón de pasos perdidos, es un prodigio en estos tiempos de labilidad prosística. A todo esto debemos añadir las magníficas ediciones a que nos tiene acostumbrado Trapiello y este libro es, en cualquier caso, de una ejecución y maneras impecables. Las ilustraciones las elaboró Javier Pagola y, en su conjunto, el libro es merecedor del sustantivo que lo titula.
El último libro por el que libo de un sitio a otro es El arca de las palabras, Fundación José Manuel Lara, 2006. Este libro está compuesto por los ejercicios que se propuso hacer el autor desde el 2001. El compromiso fue el de leer cinco páginas diarias de su diccionario personal, en este caso, una edición de Calleja de principios de siglo. En esas cinco páginas, marcó las palabras que más le llamaban la atención: las anotaba, las glosaba, las usaba con su pluma. con ello se convirtió, a la postre, en un compilador de palabras revisadas: “a partir de ahora voy a ser un palabrista de viejo, como los buhoneros y los aljabibes, como los zarracatines que comercian con ropas viejas.”
Abro al azar este arca, sin más pretensiones que descubrir un reflejo, una especulación, porque las palabras ya son de segunda mano, de lance. “La voz de una viola es la de un violín recién levantado de la cama”.
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Raíces y palabras, conjunción del abismo. Arcano símbolo solitario.
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Con cara de dieciochesco personaje, leo en Materia y Forma en poesía, de Amado Alonso (Madrid, Gredos, 1955): "Los poetas clásicos, pues, son los únicos que llevan por igual la perfección a todos los apectos del poema. Ellos ostentan la sazón de la forma en el sentimiento, en la intuición, en la realidad representada, en el pensamiento racional, en la construcció sintáctica, en la significación y poder sugeidos de las palabras y en el gobierno del material sonoro".
Me quedo embobado, haciendo una revolución a ese gobierno del material sonoro. Una tontuna que me retrae, pero de la que logro sobresalir -algo tocado, confuso- y medito cómo se puede dar por entendidos en la poesía la intuición, la forma del sentimiento, la realidad representada junto al pensamiento racional, todo ello engranado en una construcción sintáctica que marcha al ritmo de un gobierno omnipotente. Y yo mismo me levanto de la silla y en casi un atisbo militar, embriagado por la memez y la imposibilidad que estoy redactando, me pongo a andar a ritmo de endecasílabo mientras proyecto la realidad, sus aristas, su razón y su construcción. Al final, el sueño levantará las ascuas. No sé si los sueños yámbicos son más satisfactorios que los trocaicos, un espondeo, un dactílico encuentro con la ficción.