jueves, 30 de abril de 2009

Un cacharro vetusto, un dato obsoleto.

De la prosa de Trapiello ya he hablado en demasía. Magnética, profunda, rayana en una serenidad clásica advertida de actualidad, sincera, meticulosa, rescatadora de giros sintácticos perdidos y puestos a la luz. Lo que no conocía era su poesía. Para ese propósito compré El volador de cometas (Renacimiento, 2006), una selección a cargo de Eloy Sánchez Rosillo. Rosillo conoce a la perfección la poesía de Trapiello y es por eso –y por otros tantos motivos- por lo que me está agradando sumamente la poesía de este volador de cometas. Un verso sereno, templado, enroscado en estampas de la tarde, en fiestas populares, en homenajes a poetas: la naturaleza contemplada. Si su prosa nos ofrece la introspección sintáctica de la realidad a lo largo de un salón de pasos perdidos, su poesía es escueta, compuesta de pocos versos, nada prolija. Esa síntesis de la palabra es una virtud poco encontrada en la actualidad, en esta época de cibernéticas aspiraciones y megáfonos en mano, de teatros absurdos y patéticos como un carrusel de monigotes que cantan las verdades del barquero. Me ocurre lo mismo con La noche no tiene paredes, de Caballero Bonald, Ánima mía, de Carlos Marzal u Oír la luz, de Sánchez Rosillo. Poetas dispares, distantes, de diferente concepción poética, pero que comparten el talento de escribir poesía. No me cabe duda de que leo poesía y eso, en ocasiones y con ciertos poetas, lo dudo demasiado.
Una poesía cercana al silencio, al susurro, a la aspiración juanramoniana de la belleza y la plenitud.

“[…] Un día llegará en que te preguntes:
¿de ti, de mí, qué fue de todo aquello?
Y de los ojos
ya no vendrán palabras.


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En una antología de la poesía de Pessoa, preparada por Ángel Crespo, leo lo siguiente: “Ser es para mí admirarme de estar siendo”. Y conduzco estas palabras de Pessoa a la consistencia de un Diario. Un Diario es un estar siendo, un encontrarse cotidiano con el misterio de la vida y de la muerte, de la palabra y el silencio. Es un reloj y su impotencia es tal como unas manillas que pretenden acoger el rotundo paso del infinito.
Todo lo que no se recoge en un Diario queda aparcado en los extremos del olvido, acaso existe, su muerte es prematura. Por esos motivos confiero que una escritura forjada día a día, sobre la impaciencia de un Diario es un reto al concurrir del tiempo en su huida. No hay mayor aprendizaje de la nadería que somos que leer unas notas sin más rumbo ni aviso que el de escribir para seguir viviendo.

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Un cacharro vetusto y un dato obsoleto, con estas palabras califica Márai, el 9 de octubre, las galeradas de sus anteriores Diarios. Los lee, el escritor, los reflexiona. Todo le suena a vigencia en el pasado. Nada le sirve, más bien le exaspera. Sabe, además, que poco a poco, a su ceguera se están uniendo otras dolencias: dolores de cabeza, sordera y, lo peor de todo, su mujer comienza a morirse. El testimonio posee la potencia de una teoría del estoicismo. ¿De ahí Marco Aurelio?
Desde hace un tiempo el concepto de mortalidad me distrae de mis reflexiones, necesito aclarar hasta dónde es uno mortal, qué significa ser mortal. En esa necesidad, la escritura me está dando pocas respuestas, es cierto, pero también me posibilita ordenar las reflexiones. Leo de nuevo a Márai antes de seguir con esta disertación algo ahuecada y me encuentro con lo que sigue el 22 de octubre: “Anoche sentí por primera vez, con absoluta certeza y sin más, que soy mortal; no la posibilidad, sino el hecho. No fue tan aterrador”. Recojo el bastón y me largo de la sala.

miércoles, 29 de abril de 2009

Agua de la fuente.

Al releer los últimos textos que componen esta bitácora he comprobado dos cosas. La primera, estoy escribiendo un Diario. La segunda, me estoy alejando de la opinión, la crítica literaria, de escribir sobre asuntos aledaños a mí mismo. Estas dos vetas me llevan a pensar que la escritura dibuja una espiral, unas líneas que van tejiendo un rostro. Además, como tema principal está la reflexión sobre la escritura y la lectura. Tanta insistencia me parece reiterativa, aunque es cierto que el escritor de la bitácora se esfuerza por traer a colación temas dispersos y convocarlos para un mismo destino.
Aparecen términos muy generales y abstractos que conducen a poco: belleza, condición, humano, nada, vida, escribir...que son trasnochados y de otro tiempo. Demasiados axiomas y aporías, predicaciones falsas del tipo: “la vida es…”, “Escribir se ha convertido…”. Los mismos nombres se suceden una y otra vez; a veces, las mismas palabras. ¿Para qué todo esto?
Al convertirme en lector ajeno, fuera de la fábula, me pregunto qué persigue el autor de este Diario, de esta escritura de tamaño embelesamiento que sólo pretende atestiguar qué hace un hombre por estos derroteros.

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No puedo remediarlo y me da lástima azuzar así al que ejecuta estas entradas. Y pienso que al menos, la Nada, para él, es ese rictus níveo del folio en blanco.

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6 de junio. “Ahora, medio ciego, tambaleándome, pero sin mayor protesta, sólo espero el final”. El final de Márai es un pespunte a la vida caduca, para Jorge Guillén un poemario inmenso como un océano. En junio, este Diario, de Márai, es un testamento de la vida en declive, de la explicación última de uno mismo. Tanto es así, que la inferencia valleinclanesca se adelanta como un fuego en el mar: “No cabe duda de que no sólo somos lo que somos, sino cómo nos ven los demás, y sobre todo lo que parece en el espejo deformante”.
Sospecho de estas palabras en boca de Márai, quizás la presencia de Vallé-Inclán sólo sea un trampantojo que ha proyectado mi memoria, esa que se activa con términos disecados.

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Al hablar de reiteraciones Márai me ha demostrado que la vida es una riteración de varias estaciones iguales. Sigue leyendo poesía por las noches y, además, añade alguna cata filosófica. Paz a los hombres, violencia en la noche, sosegado adormecer de los sentidos. Lee a Marco Aurelio, Libro IV: “Nada viene de la nada, como tampoco nada desemboca en lo que no es”, por lo que todo termina siendo un círculo, una esfera mimética que gira al ritmo de la noche. Vida, muerte, libros, amor. Ahora comprendo algo mejor al escritor de esta bitácora y sé que, en buena medida, escribir es un contrapunto sobre la vida y la vida es una. Agua de la fuente.

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Escribir es tornear la vida en el sucedáneo pigmento de la escritura.

martes, 28 de abril de 2009

Un ir y venir.

Hoy solo me quedo con dos reflexiones de Márai entreveradas. Schopenhauer y Rilke. El Filósofo dijo que solo leía libros publicados hacía más de cincuenta años. El segundo, el Poeta, afirmó: "He entendido que nunca te he amado, solo he querido mi propia pasión". Hay algo que las une, alguna presencia delicuescente que ha llevado a Márai a citarlos tan próximos en sus Diarios. Inlcuso imagino que los dos fragmentos son partes de un diálogo posible, un debate intenso sobre las premuras de la pasión individual y la extenuación social.
S. "Yo solo leo libros una vez que han pasado cincuenta años desde su publicación. Mi voluntad no es otra que enriquecer mi espíritu y cargarlo de deseo. Nada nuevo es entendible a mi espíritu. No hay mayor gozo que la solemne antigüedad".
R. "Yo sólo he entendido que nunca he amado lo ajeno y que sólo he mimado mi propia pasión".

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Para entonces, desde el 6 de marzo, comienza a tener presencia un glaucoma. Esta gran molestia en el ojo lo turba y le hace sentirse un Polifemo cansado, atávico, consumido. Y con él deviene la introspección en la música: Bartók, Berg, Schoenberg,... y luego la muerte, como coda final:
"Tengo miedo de no aceptar la muerte cuando llegue la hora". Es la primera vez que observo el derrumbe de Márai y ello ha acontecido tras un problema físico. Entonces pienso que con la edad, ya en la vejez, el cuerpo es un estratagema de la muerte para ir preparándonos a ella, a su concepción. La enfermedad es un tatuaje, un aviso de naviero. Borges, lectura de cabecera.


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Siempre he pensado que el yo que fui no sobrevivió más que las palabras que escribí. Ni siquiera las imágenes rescatan el hálito templado de nuestra vida. En ese rescate, que produce náuseas y placebo conjuntamente, las secuelas pueden ser demoledoras, algo así como un bombardeo sobre un edificio ya derruido que se mantiene a pesar de la decrepitud de sus materiales, un ensañamiento ponzoñoso: "Hoy hace cuarenta años que se destruyó el yo que fui y cobró forma ese otro que soy en la actualidad. El mismo que ahora se desmorona".

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8 de mayo. Márai, luego de su glaucoma y de su derrumbe, de su asilo en la poesía y en la literatura, vuelve al nacimiento y a la muerte como sístole y diástole de un proceso al que le ve su fin. Y ahí veo de nuevo al Filósofo y al Poeta, ¿qué son, si no trasuntos de la muerte y de la vida? Sus palabras son tan rotundas, de una sinceridad tan ecuánime, que me provocan la irresistible visita al silencio: "Nacer no es una experiencia, porque es accidental: nos pasa, sin más, involuntariamente. La muerte sí constituye una experiencia, puesto que nos sobreviene contra nuestra voluntad".

lunes, 27 de abril de 2009

Trémulo verbaje.

10 de febrero. Márai cita a Wilson, sigue con su lectura. Wilson aporta, en Hommage à Pushkin, una lista de poetas que murieron alrededor de la misma edad: los treinta. Eso me asusta y aturde y me hace escribir el nombre de los poetas como una oración salvífica: Pushkin, Byron, Shelley, Keats o Poe. También se nombran a otros escritores que murieron ahogados en una depresión: Coleridge y Wordsworth.
Wilson lanza una tesis que defiende que estos poetas fueron incapaces de asimilar los cambios sociales de la burguesía. Yo me resisto a pensar en esa menudez o, al menos, me parece difícil esa actuación tan rotunda de la sociedad sobre los poetas. Aunque, pensando en claro, uno vive en una cronología y el tiempo establece sus sentencias. Según sentencia del tiempo, moriremos en la plenitud o en el menoscabo de nuestras células. Sin duda, a estos les bastó unas pocas décadas.

17 de febrero. "El hombre no es la camada del infierno, sino quien lo genera". Esta afirmación se cruza en mis lecturas, en los Diarios, cuando completo el capítulo X de Doktor Faustus, de Thomas Mann (sublime). Con estos mimbres, mi creencia en los hombres queda difuminada en trazos grises e indecentes.

20 de febrero. Márai comparte manía o, en mejor decir, comparto la manía de Márai de leer por la noche algún poema, preferentemente del XVI, justo antes de apagar la luz. Es una manera de birlarle a la noche su prodigio, su hegemonía. Antes de apagar la luz y de que la noche establezca sus paredes, el verso se diluye en la oscuridad con la luz de su palabra, hunde sus raíces en la profundidad acuática de una garganta húmeda. La noche en poesía es un tránsito perpetuo.

29 de febrero. Wilde: "La vida imita al arte...". Sólo en ocasiones relumbra esta paradoja sobre un folio con soberana claridad. Así pues, la ficción es quien inventa a la realidad y nosotros, actantes, personajes... en busca de un autor, un tiempo, un mundo perdido. Un mundo en que las leyes están regidas por la ficción y en que lo posible es un baño de verosimilitud.

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La proximidad de la muerte me recuerda a Cervantes, san Juan de la Cruz y a otros tantos que tenían conciencia plena de la proximidad de la muerte. Esa conciencia, en última instancia, de la mortalidad la considero un estado de privilegio para la escritura. Escribir, en esos casos, es rayar en el tiempo nuestra presencia y ese surco resultante se confunde en la materia que nos condiciona como humanos. El resto, ribeteo, tremolar del verbo.

domingo, 26 de abril de 2009

Continuadores y secuaces.

2 de febrero. El escritor predica las traiciones de los húngaros rendidos a los cantos comunistas. Todo esto lo trae a su diario porque se habían publicado las memorias de István Vas y éste contaba quiénes eran sus camaradas antes de que el comunismo llegara al poder. Es cierto que, al final, como afirma Márai, nadie recuerda a estos parásitos del poder y que, de todas formas, hacen que los escritores notables terminen en el mismo olvido ponzoñoso que los mediocres. Me acuerdo aquí de Foxá, Panero, Bergamín o Emilio Prados entremezclados con la genialidad de Cernuda o de Lorca, de Machado o J.R.Jiménez. Así escogidos, al azar, no hay comparación posible. Unos, autores de antologías imposibles. Otros, voces de la poesía en la posteridad. Unos, antores de islas tremebundas; otros, hacedores de belleza en la maleza del hombre. ¿Qué se hicieron, no es la ideología beligerante de los fanatismos, un axioma impermeable para la poesía?
Como una ducha purificadora lee Márai libros de poesía durante media hora por las noches. Todos los poetas que nombra me son desconocidos: Czuczor, Bajza, Batsányi… Y me invade una sensación de ignorancia supina que me lleva a dejar de escribir.

5 de febrero. Describe el escritor su obsesión con el manuscrito de una novela policíaca que tiene aparcada en un cajón. Eso le lleva a reflexionar sobre la utilidad de la literatura. Y es ahí cuando comienza una ristra de metáforas y comparaciones que culminan equiparando al escritor con un médico que ausculta la barriga de una mujer embarazada. Los latidos del feto son los de la
novela. Después de esto, me imagino que tengo escrita una novela que descansa en un cajón la imagino pulcra, casi corregida, con toda el talento volcada en ella, ¿y qué?, termino por preguntarme, ¿qué canto a la posteridad estoy precipitando a costa de este presente que huye? ¿Y qué si no se publica, no habré dado respuesta a mi presnecia en el mundo con sólo haberla escrito?

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Rosa Navarro Durán, filóloga de fuste y largo recorrido, autora de un libro singular y atrevido, Alfonso de Valdés, autor del lazarillo (Gredos), acaba de editar una de las continuaciones de La Celestina. Se trata ni más ni menos que de la Tragicomedia de Lisandro y Roselia (1542), de Sancho de Muñón. El autor quiso continuar la historia de Celestina pero en boca de su sobrina, Elicia, que demuestra haber aprendido las artes y truhanerías de la vieja puta. Una obra que se suma a la lucha entre los continuadores de la magna obra de Rojas y que merece, por tanto, nuestra atención.

sábado, 25 de abril de 2009

Condiciones patrióticas.

La patria es una cuestión de verticalidad o de horizontalidad. En última instancia, una estancia en un verso, periodo de literatura que engulle las dos posibilidades. La horizontalidad es un devenir del espacio, un sucederse uno mismo aquí o allí cuando la conciencia y la sociedad lo permiten. Tener una patria horizontal es defender el anonimato al que nos sometemos enmascarados y perpetuos por ideas primitivas de un colectivo, “somos esto y no lo otro”.
La verticalidad es sólida, perenne, individual y colmada de la otredad con que nos dota el no pertenecer a ningún colectivo definido. Su estado es, en términos antropológicos, la liminaridad. Un deseo incumplido, pues, una sandalia de Ulises olvidada en un rincón irreconocible. Márai, 27 de enero: “La patria horizontal se desmorona, se altera. La patria vertical es sólida, más perenne que el bronce”.
Al final de estos senderos existe una posibilidad remota e indefinible. La poesía puede desvirtuar la concepción de la patria. Un verso puede ser una patria como un islote desprendido de una península. Su terreno es la espiritualidad proyectada desde la existencia concreta. Un decir universal desde la posición finita de los hombres. En esa patria sobran las banderas, los himnos; su alimento es la condición humana. La condició humana se concreta en cada hombre, no exitiría sin ellos, pero lo que nos mantiene como humanidad es un colectivo, no importa que mueran muchos, sigue subsistiendo. Por eso un poeta es Prometeo, es un rebelde, es Orfeo enlos infiernos, con Baudelaire, un ángel caído que reprende a los hombres aun siéndolo.

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Lee Márai por la noche a un poeta llamado Benedek Virág. Dice de él que sus versos desprenden un patriotismo malhumorado y refunfuñón. La curiosidad me corroe y busco un poema del poeta de marras. Lo leo y me siento la noche misma, una oscura búsqueda.

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Leer un diario es dormir en la cama de otro escritor. Tener su entendimiento, su mirada hacia los objetos simples. Aprender a establecer las extrañas relaciones entre la realidad y la lengua, si es que la realidad no es la lengua. Oler sus entrañas, husmear en su mollera. ¿Hay alguna literatura más cercana y pura de la plenitud que un diario con pretensiones estilísticas?

viernes, 24 de abril de 2009

El diario con Sándor Márai.



A lo que me condujo Jules Renard fue a una sensación mimética que jamás me había invadido. Mimética porque dedicaba todos los días del año pasado, una entrada a Renard tras haber leído una entrada de su Diario. El resultado fue tan gustoso por mi parte -pienso lo contrario en su resultado- que lo abandoné por peligroso. Siempre que me veo imantado por un autor o un estilo, una obra o una concepción literaria, la exprimo hasta el máximo y luego la abandono, como un león muerto de Hemingway. Sin embargo, la manía ha vuelto a despertarse tras haber leído las primeras líneas de Diario 1984-1989, de Sándor Márai. Un prodigio.


Por estos motivos -que no hacen falta justificar, pero que convengo en explicitarlos para mi conciencia- hoy comienzo otra aventura diarística, camaleónica y metamorfoseadora: la escritura al calor de la lectura de Márai.




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Su Diario comienza cuando ya era un anciano, un viajero del exilio que se acercaba a su fin. Los sueños, en su cabeza, precedían a la conciencia. Ulises bien pudo atestiguar en sus carnes la desavenencias de los tiempos modernos. En ese año, 1984, yo tenía tres años y la vida era un horizonte tan extenso como incomprensible. Ahora la extensión se ha reducido, me acerco a la treintena, pero la inexpugnable incomprensión ha ido en aumento. Dice Márai: "¿Fue mejor el siglo pasado?", y compruebo, no con tristeza, que en un tiempo me podré hacer esa pregunta.




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El 9 de enero, Edmun Wilson. Extraños vínculos entre la obra de Wilson y otras, en especial de su análisis de La cabaña del tío Tom. El ascenso social de la población negra también es destacado por Márai y, de repente, aparece esa rémora nazi que le aprieta con la soga invisible de la memoria: "Algo similar a lo que ocurría en las perreras nazis", al tiempo que añade: " sigue sucediendo en los gulags tal como lo describieron Solzhenitsyn y otros".
Sólo dos días y Márai saca a relucir el atosigado desgarro de la masacre nazi y comunista. ¿Los está igualando? Un archipiélago. Abandono el libro y comienzo a leer Archipiélago Gulag.
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El 15 de enero su preocupación es el conocimiento. El conocimiento es una búsqueda del conocimiento, un sacrificio perturbado por la imprenta y, ahora, añado, por Internet. En estos tiempos, saber no es una tarea ardua. Lo difícil es crear. Para el verbo crear "algo nuevo" es un pleonasmo. Dice Márai: " Antes de Gutenberg, había que buscar incansablemente la materia que se deseaba aprender".

El género literario es la fisonomía de un interior que sólo se tienta, se vislumbra, se intuye. Diario: "Todos los géneros literarios tienen una forma interior propia". El 18 de enero todo queda al respaldo de una tesis: Hungría es la base de la estrategia soviética.

Para el 20 de enero, sigo pensando en este diálogo que he comenzado hoy. Puer, senex. Un hombre mayor, Márai, que escribe en el exilio, en San Diego, azotado por la vejez y transitando el calvario de su mujer enferma, moribunda, para ser excatos. Consecuencias de la edad o la verdad de la edad. Me tumban las palabras que leo, me parecen sencillas, plenas, cimas de la identidad: "Cansancio, languidez, fragilidad".

Sabe Márai que las certezas van tomando la figura del desasosiego, por eso piensa en las plas bíblicas y en la ira del dios judío. Toma unas palabras de Lincoln, "cumplido los cuarenta cada hombre es responsable de su cara". Por lo que, extrapolado a la existencia, el nacimiento deja de ser del hombre, el nacimiento nos deja, el hombre se hace hasta la vejez y en la vejez comienza. La vejez es la plenitud de un sentido que se mantiene vivo, que nos mantiene vivos, y uno ya no es responsable ni mediador de su cara. Las fuerzas se desunen, desacompasan. La fuerza del músculo atiende a otras necesidades. "La personalidad y la conciencia discurren ajenas..." y nacen, entonces, apunto de morir.


jueves, 23 de abril de 2009

Libertad bajo palabra.

Tienen razón los que dicen que los que escriben en una bitácora siempre están lanzándose halagos y elogios. ¿Qué tiene esto que ver con escribir? Si escribir es el ejercicio de la soledad y del silencio, ¿a qué tanta pleitesía virtual? Esta virtud del homo bitacorensis es, en definitiva, una manía que nos delata, porque algo de vanidad y de individualismo nos tiene atosigados. Un instinto que se ha desarrollado en el escribidor que deposita su miseria diaria entre unos renglones torcidos, torcidos por las sombras.
Los que no tienen una bitácora, pero las leen, siempre se están mofando de esa especie de cofradía o grupo que se ha montado en la Internet y que tiene, además, la correcta costumbre de dejar un comentario siempre que lee una entrada. Entonces, pienso al releer esto, soy un comentarista nato de la celulosa, porque siempre he escrito en los libros que he leído. Sinceramente, lo prefiero, a pesar de que nadie nunca pueda leerlos.

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Ya hablé aquí de la grandeza de La voluntad, de Azorín. En ella tengo subrayado el siguiente párrafo: “El periodismo ha sido el causante de esta contaminación de la literatura. Ya casi no hay literatura. […]. Es el tipo que detestaba Nietzsche: el tipo que no es nada, pero que lo representa todo. […]. Dentro de treinta años todos seremos periodistas, es decir, nadie sabrá nada de nada. Nos limitaremos a sospechar las cosas”. Todas estas reflexiones, puestas en el pensamiento de Antonio Azorín, me dejan perplejo. Treinta años no, más de un siglo, y seguimos invadidos por el afán peridístico del conocimiento sin causa, para salir del paso, de la escritura repentina y deslavazada, colmada por una sensación de ingravidez que se aparta del escritor. El escritor turba y se perturba.

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Gonzalo Sobejano estudió al dedillo la influencia de Nietzsche en los escritores de la nueva centuria. Nietzsche en España, reeditado por Gredos no hace tanto, establece, con mucho acierto, las conexiones entre las obras de los noventayochistas y el pensamiento del alemán bigotudo. A la de Nietzsche habría que sumar, como no, la de Shopenhauer y, en menos medida, la de Swedenborg. No deja de ser curiosa la lectura que hace Juan Ramón Jiménez de Swedenborg, así como la del propio Unamuno. Pero, ¿no eran novelistas? Acaso pensadores novelados o novelas del pensamiento o yo qué sé. Puestos a tabular somos capaces de establecer imposibles y, por tanto, a inventar.

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Alguien decía hace un tiempo que era un formalista y que la trama o el argumento de una novela no le importaba. Y yo, que entendí su afirmación, recurrí a Cervantes. No sé si El Quijote está pasado de moda o si san Juan de la Cruz es un antiguo, pero encuentro más belleza en los versos del carmelita que en los nuevos versadores. Libres, dicen que hacen los versos, y yo digo que para ser libre hay que desear la libertad. Y la libertad en poesía se llama belleza.

miércoles, 22 de abril de 2009

Melodía en el pentagrama.

Este mediodía canturreaba yo algún pentagrama de Corelli. Debe de ser por aquello de esa predisposición al orden clásico que va fermentando en mis criterios. Me he alejado de aquello que se impregna de las modas sin fundamentos, de aquello que predica una destrucción sin la concepción clarividente de la obra de arte.
No sé, realmente, lo que quieren los posmodernos, si teorizar sin obra u obrar sin teoría. Mal que bien, cada vez creo más en la emoción y en la provocación de sentimientos primitivos al leer o contemplar una obra de arte. En buena medida, la explicación del deleite y del regocijo siempre queda al margen de lo métodos o, por el contrario, son motivos centrales y denostados por subjetivos. Aunque una cosa sí es segura, fray Luis, Cervantes, Garcilaso, san Juan y tantos otros no son en ningún momento final de una etapa, más bien inicio de la modernidad. Y en ellos está reconcentrado lo moderno, es decir, en la lectura de sus textos y en la interpretación que hagamos de sus obras en su tiempo. Diálogo atemporal, medida de lo inasible y perpetuo.
No voy a destapar la antigua discusión entre clásicos y modernos, porque viene de antiguo y no es asunto moderno ni necesario. Por eso digo que interpretar la modernidad siempre es cosa del pasado.

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En ese canturreo de Corelli, recordé unas palabras de Marco Aurelio. Rescaté el libro de las colmadas baldas y localicé el pasaje, Libro VII, 56, de Meditaciones: "Como hombre que ha muerto ya y que no ha vivido hasta hoy, debes pasar el resto de tu vida de acuerdo con la naturaleza". Y lo clásico, así tomado, puede verse como el pacto tácito entre la naturaleza y el hombre, entre la condición humana y su adecuación al mundo. Un estarse muerto, una fugaz clarividencia, una mismidad impregnada de arena, de cielo, de lamento. ¿Una intuición, con Amado Alonso?



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En Materia y Forma en poesía, de Amado Alonso, aparece un erudito pero emotivo ensayo sobre clásicos, románticos y superrealistas, titulado tal cual: "Forma clásica es, pues, un equilibrio estable de perfecciones". Sin menoscabo de los logros modernos, entiendo clásico como aquella obra que participa de lo clásico, sea cual sea su temporalidad. Porque clásico indica atemporalidad. Con ello, cualquier obra, escrita en cualquier periodo participa, entona, armoniza rasgos de la clasicidad. ¿Cómo reconocerlo? ¿Es posible reconocer un organismo que vive de continuo y que nos sobrepasará? Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir, apostilló Italo Calvino. Y, por lo tanto, nunca se convierte en la pieza que puede entenderse como un enigma irresoluble. ¿Qué es la literatura? Nunca. Una disposición de las formas, en un momento cronológico que amortigua la cronología, la sobrepasa, un equilibrio de las perfecciones que nunca deja de decir en ningún tiempo ni espacio. ¿La vanguardia, arte? Sí, por supuesto, además de melodrama con el espacio y la perspectiva.

martes, 21 de abril de 2009

Ciclos y escrituras.


En la poesía se concentra apocalipsis: ella termina y acaba otro mundo. “Y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado”. Pasar, destino de la poesía, aun manteniéndose. La creación poética es lealtad y traición, sueño y realidad, belleza y desvelo de lo afeado. Antes de su ocultamiento, se anuncia con los trámites del ritmo, luego es sombra, eco, surco. La poesía es el estado de una visión imperecedera que muere al cerrar de los ojos y al término de su música. Órfica perfidia, símbolo de lo inhabitado, edificante murmullo de una melancolía de otro tiempo.

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Nos basta saber que gozamos de la existencia en nuestro cuerpo. De no ser así, la existencia es una falacia que nos conduce al nihilismo. El último tramo es la misantropía. Y tras ella, la muerte a solas. Como otra cualquiera.

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Estoy deseando atrapar el libro de Javier Cercas sobre el 23F, Anatomía de un instante (Mondadori, 2009). He leído varias reseñas y todas colocan la obra como una magistral obra que mezcla la historia con la ficción. Lo que se llama una historia novelada, vamos. Claro, ahora Cercas habrá renovado el género y entonces un batallón de críticos saldrán al encuentro de la vanagloria. Habrá que leer para juzgar. desde lego las críticas han dejado de orientar la trayectoria de la literatura, ahora sólo meditan cuánto van a glorificar o a reprender dependiendo de la editorial y de otras cuestiones, aledañs de la literatura.
Lo que sí puedo ir juzgando es la excelencia en la obra de Caballero Bonald. Su último libro de poemas, La noche no tiene paredes, (Barcelona, Seix Barral, 2009), mantiene la altura de sus anteriores libros. La cuestión es que el octogenario jerezano ha cultivado la prosa y la poesía con igual suerte. Sus novelas de la memoria, Tiempos de guerras perdidas y La costumbre de vivir son sublimes. esta trayectiria más su prosa dispersa y junto a su poesía configuran un corpus digno de un escritor ejemplar. Su manejo del idioma es difícil de encontrar en otros escritores. Y eso es un reseña escrita sola.


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Juan Filloy, en La Purga (Argentina, El cuenco de Plata, 2009): “Delacroix sostenía que la naturaleza es un diccionario en el cual hay que ir a buscar las palabras”. Y durante este fin de semana pasado, mientras paseaba por las pétreas calles de Úbeda y de Baeza, me he estad acordando de esta afirmación del pintor francés. Hay ciudades que dotan al paseo de una secuela, no poder desprenderse de la retina que nos persigue. La mirada se extravía hacia las virtudes del Cielo, de ese estado de antañó en que convivían los muertos, los vivios y los que estaban expectantes ante la muerte. Úbeda, Baeza, piedra y cielo.

lunes, 20 de abril de 2009

Silencios, plenitudes y otros anacolutos del alma.

El profesor de música, Wendell Kretzschmar, al piano. Es el profesor de música de Adrian Leverkühn, el protagonista de El Doctor Faustus, de Thomas Mann. Una de las secuencias más singulares y prodigiosas de esta novela consiste en una conferencia del mencionado profesor titulada: “¿Por qué Beethoven no escribió un tercer movimiento a la sonata op.111?".
Los asistentes participantes en la conferencia quedan atónitos porque el profesor explica su tesis mientras toca cada una de las piezas de la sonata: habla, explica, retoma, reincide, pregunta al público y muchas cosas más, mientras interpreta la obra. Realiza todo este trabajo para no llegar a ninguna conclusión y sí al mosqueo de los personajes.
Sin embargo, la lección es magistral. El profesor de música ha dejado en los oídos de los estudiantes la armonía beethoveniana. Son ellos los que deben inventar el tercer movimiento, pero sólo para ser escuchado en sus adentros.

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El catedrático de música de la Universidad de Salamanca, ciego pero genial, interpreta a solas, en la plenitud extática de la Universidad salmantina, unas piezas que intentan profundizar en las ideas del De musica libri septem. Al otro lado de la sala, su admirado y compañero, fray Luis de León, se extasía con la maravilla rotunda que despliega el ciego sobre la piedra del edificio al ritmo de sus dedos báquicos y casi pitagóricos. El fraile se sienta y acomoda buscando el ángulo justo para no distorsionar la acústica y para que, por lo tanto, el ciego no note su presencia.
La música estremada, el origen primero y esclarecido, la luz no usada.

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El aire todo llega a la esfera más alta y allí se renueva, resucita a imagen y semejanza de la esfera perfecta. Goethe utilizó el símbolo del círculo como la imagen de la aspiración máxima de la sabiduría y el conocimiento.
En nuestras letras, Bécquer dijo que era el invisible anillo que une el mundo de la forma al mundo de la idea, tal que una nota en el laúd. Juan Ramón Jiménez, en Estética y ética estética, escribe: “El silencio es la unidad”. Un anillo insonoro, un círculo de música, un ángulo en silencio y retraído, el tiento a la medida y el espanto de saberse resumido en una nota, una llama, un apolíneo sacro coro.

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Hay que interpretar en alto el silencio para desgarrarlo de su unidad.

domingo, 19 de abril de 2009

Una tirada de dados.

La luz es la morada de la noche.

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Ahuyan en lo blanco estas palabras, estos remedos de los días, tantos, estas ascuas perdidas de la luz, estos racimos...que vuelcan el juego de tu boca entre mis labios.
Porque al decir del viento en los ramales que buscan el enredo entre tu cuerpo
y que aspiran, -amortajadas-, a pronunciar tu nombre entre las llamas, entre los arenales del olvido, aún le falta una grafía, una leve primavera en los arrabales de ese tiempo desnudo y taciturno, plebeyo y arcano, que se llama amor y de otra vida, de otra melancolía, otra altura en la bajeza.

viernes, 17 de abril de 2009

BREVERÍAS

El lápiz es gris por la melancolía de su tinta.

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La escritura termina donde todo comienza.

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Un sueño es un bostezo de la imaginación: se abre, lentamente, y se cierra hasta nunca.


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La muerte es un don de la vida, esa es su naturaleza. Ser mortal es asumir la muerte; escritor, narrar la vida que llevarás cuando mueras.

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Hay algo de necrológico en la escritura, será tu identidad para siempre.

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El crítico disecciona; el lingüista establece sus características como ser; el escritor conmueve.

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Decir al límite sin que exista el límite.

jueves, 16 de abril de 2009

Morder la raíz.

La mañana tañida por un pájaro, estos campos meditan el trasiego, un blanco que golpea iracundo, un ácimo latido del futuro, el verde recorrido de tu pubis, una tribu que busca sin presencia.
Para esta tarde guardo una condena que suscita, por fin, algún prodigio; una sentencia triste y mayestática, quizás, un tiento innecesario, torpe, procaz manera del deseo.
Una raíz, el pájaro trae una raíz entre sus alas, sus alas se debilitan con el tiento de los aires que lo impulsan y entonces cae, cae y pierde su vuelo su raíz su firmamento. Un pájaro sin firmamento es la defunción de un sueño cruzado por el infinito. Su vuelo jalona entre la siembra el estupor de un cuerpo desnudamente entintado.
Prematuro acontecer de la memoria es la caída, la caída a mis pies de este milano, este milano, este milano. Ya soy raíz, ya siento la proteica mecida de los minerales, ya soy raíz y me precipito hasta la siembra que venga a restaurarme y a escribirme. Y entonces la escritura es un decir con los pájaros, con la tierra, con el viento, quizás, viento, tierra o pájaro.

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Desde que comencé a leer algunos libros de Andrés Trapiello, siempre lo alzo como uno de los mejores prosistas de la actualidad. Algunos me señalan sus preferencias políticas por encima de sus notables (y sobresalientes en demasía) maneras de escribir sin bajar un punto la calidad literaria. Es tarea difícil, pero hacerlo durante ochocientas páginas, como en los tomos de Salón de pasos perdidos, es un prodigio en estos tiempos de labilidad prosística. A todo esto debemos añadir las magníficas ediciones a que nos tiene acostumbrado Trapiello y este libro es, en cualquier caso, de una ejecución y maneras impecables. Las ilustraciones las elaboró Javier Pagola y, en su conjunto, el libro es merecedor del sustantivo que lo titula.
El último libro por el que libo de un sitio a otro es El arca de las palabras, Fundación José Manuel Lara, 2006. Este libro está compuesto por los ejercicios que se propuso hacer el autor desde el 2001. El compromiso fue el de leer cinco páginas diarias de su diccionario personal, en este caso, una edición de Calleja de principios de siglo. En esas cinco páginas, marcó las palabras que más le llamaban la atención: las anotaba, las glosaba, las usaba con su pluma. con ello se convirtió, a la postre, en un compilador de palabras revisadas: “a partir de ahora voy a ser un palabrista de viejo, como los buhoneros y los aljabibes, como los zarracatines que comercian con ropas viejas.”
Abro al azar este arca, sin más pretensiones que descubrir un reflejo, una especulación, porque las palabras ya son de segunda mano, de lance. “La voz de una viola es la de un violín recién levantado de la cama”.


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Raíces y palabras, conjunción del abismo. Arcano símbolo solitario.

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Con cara de dieciochesco personaje, leo en Materia y Forma en poesía, de Amado Alonso (Madrid, Gredos, 1955): "Los poetas clásicos, pues, son los únicos que llevan por igual la perfección a todos los apectos del poema. Ellos ostentan la sazón de la forma en el sentimiento, en la intuición, en la realidad representada, en el pensamiento racional, en la construcció sintáctica, en la significación y poder sugeidos de las palabras y en el gobierno del material sonoro".
Me quedo embobado, haciendo una revolución a ese gobierno del material sonoro. Una tontuna que me retrae, pero de la que logro sobresalir -algo tocado, confuso- y medito cómo se puede dar por entendidos en la poesía la intuición, la forma del sentimiento, la realidad representada junto al pensamiento racional, todo ello engranado en una construcción sintáctica que marcha al ritmo de un gobierno omnipotente. Y yo mismo me levanto de la silla y en casi un atisbo militar, embriagado por la memez y la imposibilidad que estoy redactando, me pongo a andar a ritmo de endecasílabo mientras proyecto la realidad, sus aristas, su razón y su construcción. Al final, el sueño levantará las ascuas. No sé si los sueños yámbicos son más satisfactorios que los trocaicos, un espondeo, un dactílico encuentro con la ficción.

miércoles, 15 de abril de 2009

Descenso al ascenso.

Hay días en los que escribir es una imagen desfigurada en el mar, un tanteo en no sé qué medida de la inconsistencia. Aun cuando no tenemos nada que decir, aun cuando pensamos que no tenemos nada que escribir, la escritura se sobrepone a esa mutilación de las ideas y el canto se hace otro y atraviesa la transparencia de los objetos en sí.
Como un eco de aquellos versos de José Hierro (…el todo…la nada…), la escritura comienza a pendular sin discreción y a urdir una trama que no tiene previsto nada más que el ritmo cadencioso de las palabras. Un arca de palabras que devienen del más remoto de los instintos, como un lenguaje primitivo que descifra la existencia de espacios inenarrables. Y este comienzo de la historia, este arrancarse de la prosa en medio de las sílabas y de las palabras, este ritmo que entronca con la eufonía emotiva de lo posible, hace que escribir se convierta en un pasaje a no sabemos qué laguna, qué desierto o qué volcán, sólo conocemos del lenguaje de los hombres esta ínfima manera de escribir y este puñado de grafías y letras y sílabas y palabras que se unen y desunen al antojo de un demiurgo que nos convoca. Entonces pienso en la imagen de Aquiles, en el Gineceo, situado en la encrucijada de la mortalidad y de la inmortalidad. Y todo acaba, con una coda repentina, en el filo de esa espada escondida, esa espada que jamás mataría a un hombre, sólo su destino.

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Siempre me he preguntado, ¿de qué es causa la poesía?


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Hay días en los que escribir es una imagen en el mar, sin figura, un no sé qué de la inconsistencia. Así vista, la nada es un trayecto y todo suena a piedra en sus retinas. Ya no quiero la voz de los que gritan,
exaltan y traicionan al silencio. La callada lentitud, el sueño de los sauces, un oculto rumor que precipita las sílabas de un canto agasajado entre la suave noche de los pájaros. Entre el confín silente de lo eterno, de la imagen que deletrea tu memoria. Un tiempo de otro tiempo me sucede. La vida de otra vida me convoca.


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Escribió E. Sapir que no hay una virtud más arrebatadora del lenguaje que su universalidad. La literatura es una forma, una transparencia, una revelación, un decir a la nada, un lenguaje, un desvirgo de los sentidos, un usurpador uso de la lengua cotidiana, un atajo a la belleza, una cualidad a la que aspiran las lenguas, en definitiva, una universal manera de comunicarnos. ¿Cuáles son los universales que la componen?
A lo mejor hay que buscar la aparición de la literatura en la ficción y ése es su rasgo más distintivo. Ayer, dijo José María Merino que su discurso de ingreso a la Real Academia de la Lengua iba a titularse La ficción de verdad, ya que él tiene la seguridad de que antes de que se inventase la escritura, la ficción era la encargada de estar presente en la comunicación.
No pude acordarme más que del profesor Fouto y quiero enlazar su teoría con algunos pasajes de su obra, un minicuento o nanocuento que tiene al profesor Fouto como protagonista y que resume la intervención de Merino el próximo domingo:

3. Paradoja fundacional.

No fue el ser humano quien inventó la ficción, fue la ficción quien inventó al ser humano, pensó el profesor Souto, y se sintió más cuerdo que nunca.

(La glorieta de los fugitivos, Madrid, Páginas de Espuma, 2007, p. 197 )

martes, 14 de abril de 2009

En Sevilla, La sima, de José María Merino.


Esta tarde, a las 20.00 horas, en el Hotel Alfonso XIII, en Sevilla, podremos disfrutar de la presencia de José María Merino gracias al Aula de Cultura de ABC que dirige, y tan bien, Fernando Iwasaki. La actividad está convocada al calor de la última novela de Merino, La sima (Seix Barral). Allí os espero.

lunes, 13 de abril de 2009

Escribir una palabra, negar la realidad.

A vueltas con la traducción del libro de Conrad, Heart of Darkness, Corazón de Tinieblas. He leído, en menos de un mes, cuatro referencias a la traducción que se ha colado de esta elogiosa novela de Conrad, a saber, El Corazón de las tinieblas: Pozuelo Yvancos, Rodríguez Rivero,... con demasiada certeza, saben los lectores del libro que “Corazón de tinieblas” se ajusta como un guante a sus páginas; ata, como en un haz, los sentimientos encontrados y esa viril y multiforme epopeya selvática.
Recuerdo que la leí casi paralelamente a las aventuras de Maqroll el Gaviero en La nieve del Almirante, del colombiano Álvaro Mutis. Por aquel entonces me pirraba hacerme con cualquier volumen desconocido, ignoto para mi acervo lecturario. A pesar de todo, mantengo esa necesidad como un marinero que jamás deja de surcar los mares y que jamás olvida que los libros -las olas- son muchos y que ante todo, debemos ser conscientes de nuestra mortalidad, de que la oscuridad en el mar es como un corazón de tinieblas.

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Pero, ¿no es la Biblioteca la proyección y el delito de nuestra mortalidad?

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En la estación de trenes observo que alguien comienza a escribir un poema. Lo veo mirando al cielo. Sé que es un poema por la disposición en el papel, porque va cargado de libros -uno de ellos es El cancionero, de Petrarca- y porque he descifrado en su mirada el enigma del lenguaje. Y digo lenguaje. Porque el poeta mira el lenguaje, a lo lejos, hasta asirlo en la distancia corta del papel; lo proyecta hasta perfilarlo en la caligrafía, lo atrae con la disposición humana de la razón gramatical y así intenta explicar el mundo. ¿No será entonces que Lenguaje y Pensamiento vienen de la mano, unidos, del mismo magma indescifrable que los une?

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Borges pensó, en La Biblioteca de Babel, en la existencia de un libro que los contiene a todos, que cifrara el resto del Universo, de la Biblioteca. Pero también deja a un lado toda esperanza Borges cuando indica que los títulos que recorren cada lomo de los libros de esa hexagonal biblioteca, no tienen vínculo alguno con el material que contienen.
Una imposibilidad que apresa su existencia gracias a las palabras del argentino. Esa es la condición que más lúcidamente nos legó la literatura de Borges: hacer de la imposibilidad una existencia tácita. Y por eso algunos lo tildan de erudito o “demasiado literario”. Juega Borges a decirnos una verdad que en el fondo es imposible. Pero sabía Borges que con el mero hecho de escribir esa verdad su posibilidad, la potencialidad de su existencia se disparaba. Por este motivo, Michel Foucault escribió Las palabras y las cosas: “Este libro nació de un texto de Borges”.

domingo, 12 de abril de 2009

Cuyas sombras revuelan.


M. lee con entusiasmo El esnobismo de las golondrinas (2007), de Mauricio Wiesenthal y, de vez en cuando, con la modulación que la caracteriza, sobrepone su voz al silencio que nos abriga. Asalta la convivencia leyendo en voz alta un pasaje, glosando una afirmación, apuntando el lugar al que debemos ir de viaje en nuestras próximas salidas. Hace todo esto embargada por la emoción y yo no puedo más que dejarme arrastrar satisfecho. Ella me enseñó a dotar a los viajes de una dimensión desconocida para mí: el terreno en que la huida es la naturaleza del visitante. Aquello que Baudelire reclamaba como identidad del viajero moderno, el derecho a la huida.

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¿Qué piel de estos recuerdos, qué sustancia…? La vida que discurre en estos libros, el látigo manido del pasado, el viejo monumento del recuerdo, el campo amanecido, la luz atravesando nuestras manos, ¿qué hiel de esta mañana moribunda, qué acento? ¿Que intrincado pasadizo guardamos con palabras, hacia dónde?

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Antonio Colinas dice en su último poemario, Desiertos de la Luz (2008), que la música del mundo y la nuestra es sólo una… ¿de qué armonía? ¿Podemos variarla con nuestra voluntad?
Sólo una música somos -escribo- y con el verbo plural no sé que quiero recoger. ¿Somos pluralidad, pertenecemos al todo? ¿El todo es uno?
De cualquier forma, mis pensamientos son marros que balbucean, acaso, la certeza de que para ser hombre hay que aprender a ser mortal. Y creo que la literatura grecolatina (sobre todas) y, en buena medida, -de otros tiempos en Europa: Shakespeare, Cervantes...-, entendieron bien el ejercicio literario: un método de encuentro con la vigilia del mortal.
Escribir cada vez se me asemeja más a la descripción de una enseñanza que se vuelve aprendizaje: aprender a ser mortal. La mortalidad como un estado de gracia asumible y certero, que oscila entre la objetividad y la finitud.Una emoción objetiva es la aspiración de esta escritura.
*Ilustración, Venus y las gracias sorpendidas por un mortal. Jacques Blanchard (1660-1638).

sábado, 11 de abril de 2009

Con Garcilaso, de las Anotaciones a Autoridades.

Tarde detectivesca, filológica. Arranqué con el ritmo de la Epístola a Boscán (1534), de Garcilaso de la Vega, con ánimos de discurrir por el sonsonete melódico de esos endecasílabos sueltos que, en principio, enaltecen la figura de su entrañable compañero Boscán. Después de la captatio benevolentiae implícita en los versos del comienzo y de la excusatio que profiere, Garcilaso se permite dar rienda suelta al pensamiento como en pocos poemas lo hizo: “el amistad perfeta nos concede/ es aqueste descuido suelto i puro,”.
Manejo, estos meses de explicaciones renacentistas, Anotaciones a la poesía de Garcilaso(1580) , de Fernando de Herrera, publicadas en Cátedra, en 2001 y editadas, notablemente, por Inoria Pepe y José María Reyes. El espectáculo de erudición, el conocimiento filológico y los resortes de Herrera en Poética y Retórica, así como en Filosofía e Historia, son interminables y dignos de mención. Tal vez materia de otro comentario.
En esas andaba cuando me tropecé con unos versos, casi al final de la Epístola, que avivan el poema con otros ritmos y otra musicalidad que lo desvía a un contexto muy alejado del locus amoenus de sus Églogas:
“vinos azedos, camareras feas,/ varletes codiciosos, malas postas,/ gran paga, poco argén, largo camino.[…]”.

"Argén", "feas", "vinos",… Me encontré con un Garcilaso despreocupado y ciertamente ligero en el cuidado del léxico y de otras cuestiones que lo caracterizan. Esa circunstancia me agradaba y quise saber cuanto antes qué pensaba Herrera y que anotó; y ahí me encontré con la primera sorpresa: “argén.[v.76] Lícito es a los escritores de una lengua valerse de las vozes de otra; concédeseles usar las forasteras i admitir las que no se an escrito antes, i las nuevas, i las nuevamente fingidas, i las figuras del decir, passándolas de una lengua en otra. I quiere Aristóteles que se admitan en la poesía vozes estrangeras, i que se mescle de lenguas para dar gracia a lo compuesto i hazello más agradable i más apartado del hablar común”.

Una vez que Herrera anota con esta perspectiva tan moderna y con, por supuesto, el argumento de autoridad pertinente, termina poniendo ejemplos de Virgilio (quien usó términos de origen púnico y persa). Dejé reposar el entusiasmo de esta rareza que me produjo la Epístola. Para entonces ya tenía el libro de Claudio Guillén entre las manos.
En El primer siglo de oro, de Claudio Guillén (Barcelona, Crítica, 1988), aparece un artículo titulado “Sátira y poética en Garcilaso” que se introduce así: “No sé si el asunto de estas páginas sorprenderá a algún lector”.
¡Y tanto!, pensé de inmediato. La lectura me fue muy agradable, era como descifrar un enigma, obtener la solución de una intrincada aventura filológica.
En resumidas cuentas, Guillén establece un vínculo estrecho con la poesía satírica, desde la que se cultivó en los epigramas clásicos, hasta las características de la sátira posterior, entre las que se encuentran el uso de vocablos raros, las malas comidas, los viajes incómodos o los hospedajes detestables. ¡Y cita “argén” y “varlete” como galicismo y occitanismo respectivamente!
Busqué en el Diccionario de Autoridades (1726) el término "argén" y, efectivamente, significa: “s. m. Moneda, dinero. Es voz jocosa tomada del Latín argentum”.
Una de las autoridades que cita el Diccionario es la de Garcilaso, justamente el pasaje mencionado. Voz jocosa, vituperio del caminante que se dirige a Francia, ecos postrimeros de las serranas medievales, de esos andurriales que, de vez en cuando, sirven para soltar el lastre de la armonía renacentista.

viernes, 10 de abril de 2009

Javier Marías y la escritura como cuestión moral.

Javier Marías recomienda la traducción como el único ejercicio capaz de enseñar algo a un escritor en ciernes. Su tesis se centra en que, con tamaño ejercicio, el escritor piensa y reflexiona sobre la lengua: su mecanismo, su funcionamiento, sus límites sintácticos, su acervo lingüístico, el manejo de la puntuación, etc. No cree en los talleres literarios ni en ninguna de esas escuelas o reuniones en que alguien enseña a escribir aun sin ser escritor de fuste.
Comparto la mayor con Marías, un escritor debe dedicarse a escribir; un escritor debe conocer la lengua en la que escribe. Obviamente, los matices a que se presta esta creencia son múltiples, pero sólo voy a referirme a uno de ellos.

Creo que Javier Marías ha querido cifrar –al menos, así lo leo, con estas cuitas- un análisis profundo de la literatura actual española sin dar nombres ni títulos, pero ahondando en un mal endémico, a saber: los escritores nuevos, los que comienzan a escribir, presentan, sobre todo, una gran falta de reflexión sobre la lengua que utilizan y, por tanto, de conocimiento. Utilizando esta perspectiva, comienza uno a plantearse y a recapitular lecturas. No hay novela en la que uno no pueda subrayar, anotar o señalar alguna caída en el estilo, alguna incorrección estilística, alguna impropiedad léxica, alguna memez sin sentido o alguna página (cientos en ocasiones) que sobre en el libro. No dejo fuera ni el ensayo ni la poesía, pero es cierto que leo obras ensayísticas con más solidez lingüística y mejor uso del idioma que novelas. ¿Es el uso del idioma el único criterio en que se basa la literatura? No, eso sería reivindicar un neoformalismo insulso e innecesario. Me estoy refiriendo no a una crítica literaria desprendida desde esta óptica formalista, sino de un análisis del proceso de la creación en el que se sitúa un escritor nuevo y, en todo caso, al vacuo panorama de tramas, historias y otros temas que cruzan la narrativa actual.
Ir más allá de las palabras usadas, estirar los sentidos, usurparle teorías al pensamiento, establecer un vínculo entre el estilo literario y la carga moral o ética o reflexiva, son terrenos poco y mal explorados por los nonatos novelistas. Dice Cabrera Infante al comienzo de La ninfa inconstante: “No me interesa la impostura literaria sino la verdad que se dice con palabras que necesariamente van una detrás de la otra aunque expresen ideas simultáneas. Sé que una frase es siempre una cuestión moral”.
Nadie mejor que Cabrera para definir todo esto que trato de levantar, la escritura es una cuestión moral y no una cuestión mercantil que se arrodilla a los vientos editoriales.

Por último, no puedo dejar de mencionar a dos autores que han trabajado con esmero e inteligencia la reflexión moral en la escritura ahondando en la palabra. El primero es Juan Goytisolo. En un artículo publicado en Contracorrientes (1985) y que leo en sus Los Ensayos, Península, 2005, titulado “El novelista: ¿Crítico practicante o teorizador de fortuna?”, afirma Juan Goytisolo: “Una de las paradojas más notables del mundo de hoy es el escasísimo interés que suele evocar entre los escritores -por no hablar de los plumíferos stajanovistas de la literatura- el estudio de aquellas disciplinas que, como la poética y la lingüística, se consagran al análisis de los materiales objeto de su trabajo creador”. Es cierto que Goytisolo extiende la pandemia a otros países y menciona explícitamente Francia, Alemania, Estados Unidos e Inglaterra, pero no es el caso que nos ocupa.

El segundo autor que quiero traer a colación es Octavio Paz. Cualquiera que haya leído o lo esté haciendo (como yo) El arco y la lira o cualquiera de sus estudios poéticos, conoce la profundidad con la que se manejaba el polígrafo mejicano en la Historia, en la Filosofía, en las artes plásticas o en la Lingüística, entre otras disciplinas: “En suma, el artista no se sirve de sus instrumentos –piedras, sonido, color o palabra- como el artesano, sino que los sirve para que recobren su naturaleza original. Servidos del lenguaje, cualquiera que éste sea, lo trasciende”.

Esa trascendencia es quizás el omnímodo fenómeno de la literatura, el ser que expele la obra de arte y que el lector avisado recibe y sensibiliza. Descender con el escritor hasta las aguas órficas del lenguaje, sentirse imantado hacia la profundidad de otro decir, significa leer una obra literaria. Todo lo demás es un pan ácimo que no quiero y que vomito.

miércoles, 8 de abril de 2009

Cuando te quedas solo.


Un antiguo amigo, M. A. Gallego de Prada, me envía unas fotografías que acaban de salir de su retina. Yo las admiro con emoción, porque he sido testigo de cómo sus pinceles han ido evolucionando y cómo, en estos momentos, se entrega al trabajo de la fotografía.
Es el río Guadalquivir, adquirido por su obturador como un cieno fantasmagórico, solitario, prendido por el sol moribundo de la tarde como un amor nostálgico y desvirtuado. Las puestas de sol en Sanlúcar no dejan espacio a las especulaciones: son únicas, verdaderas, inigualables, como debieran ser la poesía y la música. Dijo Juan Ramón Jiménez, Sevilla (1912-1918): “Guadalquivir…La G está escrita en la sierra, entre adelfares, y la R se abre y se cierra en Sanlúcar y se prende en la M del mar Atlántico”.
En la quietud de esas olas que desaparecen para nosotros, en esa prestidigitación oceánica que nos muestra el autor, el verbo contemplar se hace nada, porque ya se ha disuelto en el neptúnico silencio del agua. Rumor de agua, oculta limpidez de la nada, laguna estigia de los sentidos.

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Sólo, el mar está sólo. Se deja arrumar por el silbo de las plantas y de la serena arena que lo cubre y lo empapa. Un canto sólo es un decir de las piedras. Una luz lejana se posa en nuestras manos. El vuelo de una gaviota nos traza el firmamento. Las branquias del mar nos respiran. Y parece que estamos solos… aun estando en el infinito.

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El poeta Ángel Crespo traduciendo a Pessoa: la imagen es mortífera. ¿Cómo pudo aguantar tanta literatura entre sus brazos? Un testigo de excepción de los cambios que Pessoa efectuaba en ese camerino íntimo y desligado que fue su literatura. En ese receptáculo en que se reunían los heterónimos bajo el hechizo del desasosiego y en que brindaban todos ellos ebrios y extasiados por la metamorfosis, estaba Crespo ojeando desde un ángulo oscuro del salón con un arpa entre las manos. Y nos lo contó traduciendo. Pero en ocasiones, dejaba que su voz brotara, nítida.
Cuando te quedas solo, eres espejo
de lo que fuiste:
una mañana
contemplada desde el balcón
entornado; unos pasos
armoniosos que no has seguido
para no derramar tu gozo;
unas cuantas palabras
que te cambiaron más que el tiempo;
una mirada que se ahogó
como una luz en tus venas;
una viaje que nunca querías
terminar; tu alma ausente
de lo que te esperaba
al quedarte tan solo.

Ángel Crespo, (Donde no corre el aire, 1974-1979)

***
Paul Valéry, Cuadernos: “El conocimiento tiene como límite el cuerpo humano”. Sin negar que el conocimiento pueda existir, en potencia, fuera del cuerpo humano, más allá de él; y sin caer en las tesis de Berkley, lo cual no sería nada liviano, ¿cuánto ser no nos perdemos por nuestra incapacidad humana, nuestra condición?
A veces pienso que sólo nos acercarnos a una sensación y que las sensaciones sólo registran la huella tardía de lo que aconteció. Por eso la risa y la lágrima operan en márgenes tan estrechos: son sirenas de un peligro que no sabemos si satisfactorio o acechante.

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>, pez de teclado.

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%, estrabismo informático.
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º, mirador oceánico.

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¿, un gancho de la sílabas, de ella cuelgan.

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=, estación del imaginario.
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Hoy he escrito a mano la entrada que ahora lees. Quería saber cuál es su aspecto sobre una página en blanco e ir viendo como desvirgaba, sílaba a sílaba, el vertical mundo de la escritura. Me he dado cuenta de que el mecanismo de escribir es la conjugación de la horizontalidad frente a la verticalidad, esto es, una dimensión matemática que, además, está sujeta al número limitado de palabras que ocupan un folio. Hemingway se proponía quinientas palabras al día. Haciendo cálculos, un folio por las dos caras.
Al igual que la música, que se escribe en un papel pautado y bajo el signo de una armadura, pretendo escribir cada día. ¿Tono mayor o tono menor, un sostenido o varios bemoles, ritmo binario o ternario; anacrusa o golpe de incio; acompañamiento o sólo?
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Definitivamente, la escritura siempre es un solo, una melodía perdida que aspira al encuentro de la armonía que le precede.

martes, 7 de abril de 2009

I. A vueltas con la Literatura. II. Una breve historia de la cultura en España.

La literatura se cobija allí donde estén las palabras, con ellas se vislumbra su hocico, en ellas comienza y en ellas termina, con ellas se anuncia al mundo. Sin ellas, no tiene lugar de aparición. Escribo estas líneas porque en algunos libros de ensayos o de pensamiento me he encontrado con más literatura –a pesar de nuestros intentos vanos de definición- que en las novelas o en las poesías que se vienen publicando.
Es cierto que la definición de literatura está sujeta a la naturaleza de la literatura y si algo caracteriza a la literatura es su transformabilidad y su desfigurabilidad. Estos polisílabos, que tan bien definen ese estado continuo y pendular de la palabra, son los que utiliza Manuel Asensi en Literatura y Filosofía (Síntesis) para diseñar una definición de Literatura que se separe y delimite a la de Filosofía. El autor, de principio, es consciente de la dificultad y, por este motivo, llega a tal conclusión. ¿No hay acaso filosofía en una obra literaria o pictórica o musical?
El segundo punto, que se suma a la tesis anterior, es la reflexión sobre qué entendieron los autores, de distintas épocas, por literatura. ¿Sófocles, Manrique, Cervantes, Joyce, Borges… cuando hablaban de literatura, entendían lo mismo?
Sin embargo, todas estas obras, de distintos periodos, nos llegan como un totum revolutum en que sólo distinguimos al creador que está detrás de ellas; son tomadas como obras literarias, sin dudas, y pertenecientes, por tanto, a la misma naturaleza a pesar de que sus autores creyeran en concepciones distintas del hecho literario. Es decir, la metamorfosis de la literatura es connatural a su desarrollo.
La definición de literatura lleva implícita una enumeración, una yuxtaposición de propiedades en que ninguna sobrepasa a otra en valor e importancia. Sólo se me ocurre escribr que definir la literatura es lo que está por definir.

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Son páginas jugosas, por la erudición, la síntesis y la prosa con que están escritas. Un breve recorrido por la Historia de la cultura en España a ritmo de catedrales, esculturas, escritores y elementos culturales que han tejido la compleja, pero apasionante, historia de España. Fernando García de Cortázar lleva unos años escribiendo libros que se alejan del quehacer académico y que aspiran a un público más amplio, que no por ello menos entendido. Saliendo de esas fórmulas académicas, consigue García de Cortázar una prosa adecuada al relato que tiene entre manos, en ella alterna el dato curioso de la ciudad o el personaje con el conocimiento de los legajos y manuscritos, las sentencias inolvidables de los personajes capitales, con los versos de los poetas que adularon el rincón peninsular. En ocasiones, como es el caso de Salamanca o de Toledo, de Santiago o Ávila, el autor persigue el aliento lírico y es entonces cuando el libro se vuelve más inolvidable y menos erudito, pero con ello transmite con más fuerza y ahínco la idea que persigue, la variedad de culturas que han atravesado la tierra y que han dejado su huella en ella: “Salamanca es una multiforme yuxtaposición de pupilas”.
Esta definición, cercana a la greguería, es sólo un ejemplo de los muchos que nos podemos encontrar en este magnífico libro que refresca los conocimientos que anidan oxidados en nuestra mollera. Una lectura grata, repleta de anécdotas y útil para entender mejor dónde vivimos.
Como decía Juan Benet, la memoria también es la venganza de lo que no fue. Y por esos caminos parece transitar el autor: propone interpretaciones, las analiza con brevedad, otras veces se esconde de capítulos revisados, en otras se deja llevar por la tradición. Incluso se atreve con la autoría del Lazarillo valiéndose de las tesis de Rosa Navarro Durán: “Porque hoy sabemos que Valdés escribió la novela precursora del género picaresco, que fue él quien narró en primer apersona las andanzas del pregonero de Toledo […] (pág.141)”. Ninguna osadía, por otra parte.
En definitiva, un ramillete de episodios que se articulan en torno a ciudades y autores, un repaso ameno –en el sentido primitivo del término- por nuestra historia, nestra cultura y una lectura que, a pesar de ser una breve historia, valdría por muchos años de estudio.

lunes, 6 de abril de 2009

Examen de ingenio en la escuela.

En el primer capítulo del sobresaliente Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos, se plantea nuestro Unamuno: ¿Para qué se filosofa? Y con esta interrogante he querido entrar en las páginas de Examen de ingenios, de Huarte de San Juan. Por último, he llevado sus planteamientos a la enseñanza en la actualidad.
Les podrá parecer extraño que lance un vínculo entre estos dos escritores, distantes en el tiempo y en el pensamiento. Antes al contrario, cuando he leído el prólogo que dedica Huarte a sus Examen, he querido ver cierta conexión: "Cuando Platón quería enseñar alguna doctrina grave, sutil y aparatda de la vulgar opinión, escogía de sus discípulos los que a él le parecían de más delicado ingenio y a sólo estos decía su parecer, sabiendo por experiencia que enseñar cosas delicadas a hombres de bajo entendimiento era gastar el tiewmpo en vano y echar a perder la doctrina".
Uno, que se dedica habitualmente a enseñar, no ha tenido más remedio que sentirse ahogado y desquiciado, en cualquier caso, trágico. Según Huarte, Platón seleccionaba la materia de su diálogo dependiendo de sus escuchantes: no es lo mismo Fedón o Alcibíades que el primer fulano que estuviese montado en un carro. Esta selección de la que se vale Huarte, me lleva a plantearme una solución a todo el mal endémico que se está criando en las aulas de los institutos: ¿debemos separar de principio a los que están preparados y están animados a recibir los conocimientos adecuados a su naturaleza? No sé si esto que escribo debe someterse a mayor juicio por mi parte, pero desde luego ha surgido al calor de las palabras de Unamuno y, posteriormente, de Huarte. ¿Para qué se enseña? Y, sobre todo, ¿A quiénes se enseña y qué? ¿Es adecuada la educación para los alumnos que tenemos o debemos seleccionar el contenido de nuestro diálogo en referencia a estos? ¿Reescribir los currículos o seleccionar a los alumnos predispuestos? ¿Todos están cualificados para entender a Platón o debemos negarle Platón a sus vidas, pues si no lo entienden? ¿No será todo esto una tentativa inútil y rayana en el trágico examen del ingenio, un vacuo sentimiento de esfuerzo inncesario?
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T, torre en que se sostienen cables.
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", pestañas de la cita.
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*, nieve de las palabras.
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ç, ce con hemorroides.
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¡, hombre sin extremidades.
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^, cejas de la palabra; sombrero a la francesa.

domingo, 5 de abril de 2009

¿Leer es un problema?

Esta reflexión es un eterno retorno, un transitar por los mismos fangos:
¿Para qué comprar tantos libros, si no tenemos tiempo de leerlos?
Cuando esta pregunta proviene de alguien que no es lector, le recorre a uno la sensación de olímpico senador de su biblioteca y, con esta sensación, la respuesta queda en nada, casi en la pregunta. Sin embargo, cuando la pregunta la plantea un lector avisado, considerado compañero parnasiano de viaje, queda uno trastocado y ebrio de inseguridades.
La respuesta no la sé, pero la falta de respuesta me está llevando a plantear unas hipótesis que arrancan de la propia negación. A lo mejor no es necesario tanta relfexión y habría que dejar el tema como un lastre que nos sobra, que no merece nuestra más minima preocupación. A pesar de todo, si hubiera que entrar en faena, creo que habría que aclarar varios conceptos para hacer frente a la disyuntiva, a saber:
¿Qué es leer?
¿Qué implica leer?
¿Qué es el tiempo?
¿Qué implica el tiempo?
Con estas -y otras tantas- preguntas podemos acercarnos al problema. ¿Leer un libro es pasar por todas sus páginas? ¿El tiempo para leerlos es el tiempo de los mortales? ¿Basta leer un libro para leerlos todos? ¿En ese tiempo de la lectura, qué hay de nuestra vida? ¿Es tiempo inmortal porque escapa de la cronología?
Casi sin darme cuenta, estoy imbricando el problema del tiempo para leer en una cuestión ontológica y eso, en definitiva, nos lleva al ser. Por tanto, leer es ser, leer implica tiempo.
Con estas aporías he desvirtuado quizás el problema, pero al menos intento luchar contra el sofoco que me invade, a veces, no siempre, el estar delante de tantos libros, inalcanzables aquí, ahora, ¿son, quizás, para otra vida?

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La mañana se va entregando con su bajamar y con una panoplia de desconciertos. No termino de configurar mi respuesta a la lectura cuando otras palabras me distraen y extravían. No es para menos.
“El arte tiene más valor que la verdad”, sentencia Nietzsche en Voluntad de poder.
“La obra de arte es un modo de acontecer de la verdad”, dice Heidegger en Arte y Poesía.
Uno, Nietzsche, sobrepone el arte a la verdad en términos de valor, aunque en definitiva establece cierta filiación entre ambas, porque para superarla debe pertenecer a ella, se origina con y en ella.
Heidegger, por su parte, admite que hay más formas de revelación de la verdad aun sin nombrarlas. Está proponiendo la aletheía griega, el acontecer como manera de encontrar la verdad, a través del arte.
Ambos admiten el principio de verdad y ambos consideran el arte como una disciplina capaz de revelarla e incluso de superarla.
¿No será la verdad la que revela el arte, no mueve la verdad al artista a su configuración?

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Tiempo de lectura, un modo de acontecer de la verdad, en su transcurso no hay cronología, sólo desvelo de los límites.
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Leer, verdad absoluta, posee más valor que ella y a la vez es un modo de acontecerla.

sábado, 4 de abril de 2009

Corruptelas y desengaños.

Los políticos poseen el don del olvido. Son capaces de estrangular su conciencia con tal de desacordarse de lo que un día prometieron o afirmaron o perjuraron o asumieron hasta la extenuidad. O simplemente la cosa termina en una ocurrencia a la ligera, sin más compromisos que el voto rápido y la sonrisa a golpe de micrófono. ¿Qué es un político sin un medio de comunicación? Un indio sin caballo, un tren sin raíles.
Y pienso ahora, sereno, que los ciudadanos estamos tomando esa manía catastrófica como un don habitual, es decir, pensamos, a estas alturas, que ser político es ser un mafioso de la cosa pública que accede al poder gracias a las prebendas de otros mandatarios, que su único fin es el lucro personal y que los ciudadanos le importan muy poco.
Hace unas semanas, paseaba por la ciudad con la impresión de estar deambulando por una ciudad en manos del descuido absoluto. Me asomé al paseo marítimo para contemplar cómo cae el sol a media tarde en ese espectáculo natural que sucede a diario. Cuando me di cuenta, un hedor, una pestilencia insoportable, me agarró de la camisa y me tumbó. Era el olor que provenía de un caño de mierda que se vuelca al río justo al final de la Calzada de la Infanta, donde la concentración de turistas y sanluqueños es mayor. Ese vertedero -denunciado ya muchas veces por los ecologistas y otros grupos- sigue siendo el símbolo de la política en Sanlúcar. ¿Cómo se puede mantener tamaña cantidad de mierda al público?
El paseo continuó por las callejuelas del centro. Todo ello acompañado por la ruidosa sensación de libertinaje que poseen las motocicletas en esta ciudad: escapes libres, adelantamientos peligrosos para el viandante, etc.
La casa del Marqués de Arizón está a punto de consagrar, con sus ruinas en el suelo, el deficiente intelectual de los dirigentes políticos. Hace un tiempo pensaba que era difícil realizar ese tipo de proyectos; hoy pienso que la ignorancia no les deja ver la evidencia.
El enfoscado Castillo de Santiago alberga una gran atracción histórica y cultural: un restaurante. La vergüenza es mayúscula cuando, ciudades como Carmona, cuentan con un parador a la altura de las mejores instalaciones. En fin, la lista es interminable. La plaza de abastos será la piedra de toque de toda esta trama patrimonial: o demuestra la coherencia y la sensibilidad o la ignorancia supina elevada al rango de político.

viernes, 3 de abril de 2009

Ritos, liturgias y ceremonias. Pasarán unos años y olvidaremos todo.

En las baldas en que descansan los libros de antropología, llevan un tiempo dialogando dos cuya vecindad no había tenido en cuenta hasta ahora que escribo. Las lecturas de Joseph Campbell, Mircea Eliade, Julio Caro Baroja, Durkheim fueron decisivas para asimilar las formas complejas del hecho religioso desde el comparatismo. Realmente, El héroe de las mil caras, de Campbell, o La rama dorada, de J.G. Frazer, las recuerdo como lecturas tan altas y provechosas como cualquier novela o poema u obra de teatro capital para la literatura. Es decir, de un tiempo a esta parte, leo libros, en ese sentido ancho y ajeno que pretendo darle a la letra impresa; no quisiera, debido a los estudios, delimitar las lecturas a los acontecimientos estrictamente literarios. Puedo asegurar que, desde el punto de vista literario, Herreros y alquimistas, de Eliade, es un novelón inigualable.
Los libros a los que me refiero son Los ritos de paso, de Arnold van Gennep y Ritos y rituales contemporáneos, de Martine Segalen. El primero de ellos se escribió en pleno fervor comparatista, en 1909, y fue una verdadera revolución para la concepción social del comportamiento humano. El autor establece varios conceptos que luego han quedado establecidos como norma propia de la antropología. Liminaridad es una de esas palabras que van Gennep inventó para las ciencias humanas. Alianza lo reeditó en 2008 y añadió una adenda que recoge las anotaciones del propio autor en su volumen. Sin embargo, quiero referirme al libro de Segalen.
Este libro lo publicó igualmente Alianza en 2005. Segalen se aprovecha de los trabajos anteriores como el de Gennep para aplicar el método a la sociedad contemporánea. Después de elaborar una revisión de estas versiones de principio de siglo e incluyendo los trabajos de Victor Turner, establece algunas clasificaciones de los ritos como la caza, la religión, las fiestas populares, el fútbol, la política y culmina con un espisodio que no tiene desperdicio, el matrimonio en el año 2000. Para ello hace una comparativa de la evolución de los rituales y celebraciones que han venido acompañando al acontecimiento.
Una delicia, una manera de ausentarse uno de sus propias costumbres y de desautomatizarse, como si sufriera, en las propias carnes, un vínclo con la aspiración formalista del lenguaje. Un verse envuelto en el engranaje masivo de la sociedad. Una manera, objetiva y pulcra, de observación de uno mismo. Todo eso transmiten estos libros de ciencias humanas, de humanas letras. Y ellas justifican la lectura: no son novelas, pero me hacen sentirme un personaje literario.

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No sé cuándo ni quién me aconsejó que leyera Largo noviembre de Madrid, de Juan Eduardo Zúñiga. El caso es que tengo metido en la mollera que fue Ignacio Martínez de Pisón en su libro Enterrar a los muertos, pero no estoy seguro tampoco de ello y se me viene a la cabeza la cara del autor, escribiendo sobre una mesa portátil, caídos los brazos, en su casa madrileña. Un sueño ha inundado siempre el título de ese relato de Zúñiga que se ha ido acercando a mi biblioteca misteriosamente. ¿Fue quizás Trapiello o José-Carlos Mainer? ¿Ninguno de los mencionados?
Tal es así, que en la reciente publicación de Martínez de Pisón, esa novela coral sobre la guerra civil, Partes de guerra (2009), está incluido el cuento. Pero también se publicó en Cátedra, en 2007, una edición que incluía Largo noviembre de Madrid, La tierra será un paraíso y Capital de gloria. La edición corre a cargo de Israel Prados. El editor comenta con acierto la trilogía que conforman estos cuentos y los pone en relación con la obra de Manuel Chaves Nogales, A sangre y fuego y con la Arturo Barea, Valor y miedo. La obra de Chaves Nogales la conozco y la he leído, también en una edición recuperada en Espasa. La obra mencionada de Barea no la he leído, así que no puedo establecer relación ninguna.
Largo novimbre de Madrid es un ejemplo de literatura sin ambages, sin añadidos morales o políticos. Un acercamiento sutil a un episodio poliédrico y complejo, de formas alargadas y difíciles de consolidar. la escritura es sólida, de una consistencia lingüística admirable y extraña en su coposición, porque aborda el tema desdelas víscera, pero con la templanza del paso del tiempo.
Cuando termine con el resto del libro escribiré por extenso, ahora sólo me quedo con el inicio de "Noviembre, la madre, 1936": “- Pasarán unos años y olvidaremos todo, se borrarán los embudos de las explosiones, se pavimentarán las calles levantadas, se alzarán casas que fueron detruidas. Cuanto vimos, parecerá un sueño y nos extrañará los pocos recuerdos que guardamos; acaso la fatiga del hambre, el sordo tambor de los bombardeos, los parapetos de adoquines cerrando las calles solitarias…”.

jueves, 2 de abril de 2009

Hacia el pasado volveré los ojos.

Al terminar de leerlo, un miedo -hasta ahora insospechado y extraño a mi tarea de escribir- apareció perpetuo. Era el miedo a dejar de escribir, comprendí. Y desde esos momentos no puedo soportar la idea de dejar la escritura, desasirme de la letra que me invoca cada día. También entendí, de facto, que dejar de vivir era dejar de escribir ¿o es a la inversa? Se puede vivir sin escribir, pero no escribir sin vivir. Escritor, triste vejez.
El párrafo es rotundo, está escrito un 19 de julio de 1961, en París: “Escritor: triste vejez. Pienso en Léautaud, en Céline, en Hemingway. Por diferente que sea su destino o su popularidad, el escritor termina por reducirse, por esconderse. Algunos se suicidan (Hemingway, Pavese, Nerval, sin llegar a ser viejos); otros mueren de cólera y de asco, como Flaubert; otros enloquecen, se vuelven idiotas o paralíticos, como Baudelaire; muy pocos, como Goethe, soportan con grandeza la vejez con serenidad y optimismo. Lo ideal para un artista es, tal vez, morir antes de los 50, como Camus o Vallejo. No acabar su vida, hacer de ella solamente un esbozo”.
De pronto me acuerdo de los gorriones, de esos gorriones que Leopardi escribió sobre blanco, “El gorrión solitario”, esos versos que aspiran a deletrear la cualidad del poeta, del susurro órfico: “Desde la cima de la antigua torre,
solitario gorrión, a la campiña
cantando vas hasta que el día muere;
y vaga la armonía por el valle”.
Hacia el pasado volveré los ojos, hacia la lenta campiña que se impone con el destierro de las horas y de las mañanas límpidas, y de las tardes muertas, y de las muertas hojas.
Julio Ramón Ribeyro conoció bien los entresijos de la soledad que describió aquel 19 de julio de 1961 y por ese motivo escribe en su Diario el párrafo que tanto me ha desvinculado de la progresiva armonía de mi canto. La tentación del fracaso (Seix barral, 2003), la tentativa de ciega admiración demasiado solipsista, demasiado humana y vertical para los que el fracaso se mide en la venta de libros y no en la vertiente oceánica de su vida escrita.

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Un canto me hace todavía, es el latido de la escritura por la vida.

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Cuando terminé el libro de Wiesenthal, rebusqué en los estantes el libro de García Martín dedicado a Venecia, Arco del paraíso (Pre-textos, 2006). Recuerdo que las páginas de Wiesenthal dedicadas a Venecia fueron de las más alentadoras y turbadoras; así como el libro de García Martín, escrito con menos efusividad, pero con la reconcentrada cosecha de quien ama la serenísima configuración de Venecia.



Tenía un marcador de página justo cuando comienzan unas páginas dedicas al Café Florian, esa atalaya subacuática que controla el discurrir de la plaza y en que tantos ilustres personajes forjaron buena parte de sus obras; "Las noches del Florian", titula García Martín: “Porque estuve tan solo jamás podré volver a estar solo. Todo lo que ahora vivo lo soñé en la infancia”. Y extiendo el habitáculo de aquel café a la cornisa entimental del escritor solitario. ¿No se cuajan las obras en silencio, no bulle la escritura en la soledad?¿Qué le espera al escritor?

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Por la vida, la escritura en el latido. Me hace todavía un canto.

miércoles, 1 de abril de 2009

Revistas.


Es cierto que las revistas de literatura, crítica o creación literarias están desapareciendo de los estantes de las librerías, por no mencionar los quioscos. Entre esas revistas se encuentra una que acaba de salir con el retraso propio a la que está acostumbrada. Sobre este tema versa el editorial que escribe el director de la misma para la ocasión. Obviamente, la polémica está servida y sería conveniente ir atando cabos y dejando a las claras algunas cuestiones relativas al formato en que se escribe y no proferir disparates como los que argumentan que las bitácoras son un nuevo género.
Renacimiento, 61-62, Año 2008 está recién salida de la estampa. Esta revista, de largo aliento y dirigida actualmente por Fernando Iwasaki, incluye textos de Jon Juaristi, Rodrigo Fresán, Eloy Sánchez Rosillo, Carlos Marzal, Luis Leante, entre otros escritores. La edición está tan cuidada como siempre, con esa disposición tan límpida y confortable para la lectura.
Degustemos estas plataformas escriturarias en papel porque presiento que dentro de poco las revistas serán -si no lo son ya- las primeras en rendirse a la potencia digital de las bitácoras y en convertirse en presas moribundas en los rastros o en las librerías de lance. ¿O no? Y entonces habrá un resurgir del papel, un giro copernicano a las lides antiguas...
La revista alterna la creación literaria (inéditos de los autores de marras) y una zona de reseñas, Ex Purgatorio. En ella aparecen tres reseñas de un servidor (sólo alguna errata afea los textos y exaspera mi ánimo) sobre La Manía, de Trapiello, El canto de las sirenas, de Eugenio Trías y La corona hecha trizas, de José-Carlos Mainer. Agur.