miércoles, 8 de abril de 2009

Cuando te quedas solo.


Un antiguo amigo, M. A. Gallego de Prada, me envía unas fotografías que acaban de salir de su retina. Yo las admiro con emoción, porque he sido testigo de cómo sus pinceles han ido evolucionando y cómo, en estos momentos, se entrega al trabajo de la fotografía.
Es el río Guadalquivir, adquirido por su obturador como un cieno fantasmagórico, solitario, prendido por el sol moribundo de la tarde como un amor nostálgico y desvirtuado. Las puestas de sol en Sanlúcar no dejan espacio a las especulaciones: son únicas, verdaderas, inigualables, como debieran ser la poesía y la música. Dijo Juan Ramón Jiménez, Sevilla (1912-1918): “Guadalquivir…La G está escrita en la sierra, entre adelfares, y la R se abre y se cierra en Sanlúcar y se prende en la M del mar Atlántico”.
En la quietud de esas olas que desaparecen para nosotros, en esa prestidigitación oceánica que nos muestra el autor, el verbo contemplar se hace nada, porque ya se ha disuelto en el neptúnico silencio del agua. Rumor de agua, oculta limpidez de la nada, laguna estigia de los sentidos.

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Sólo, el mar está sólo. Se deja arrumar por el silbo de las plantas y de la serena arena que lo cubre y lo empapa. Un canto sólo es un decir de las piedras. Una luz lejana se posa en nuestras manos. El vuelo de una gaviota nos traza el firmamento. Las branquias del mar nos respiran. Y parece que estamos solos… aun estando en el infinito.

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El poeta Ángel Crespo traduciendo a Pessoa: la imagen es mortífera. ¿Cómo pudo aguantar tanta literatura entre sus brazos? Un testigo de excepción de los cambios que Pessoa efectuaba en ese camerino íntimo y desligado que fue su literatura. En ese receptáculo en que se reunían los heterónimos bajo el hechizo del desasosiego y en que brindaban todos ellos ebrios y extasiados por la metamorfosis, estaba Crespo ojeando desde un ángulo oscuro del salón con un arpa entre las manos. Y nos lo contó traduciendo. Pero en ocasiones, dejaba que su voz brotara, nítida.
Cuando te quedas solo, eres espejo
de lo que fuiste:
una mañana
contemplada desde el balcón
entornado; unos pasos
armoniosos que no has seguido
para no derramar tu gozo;
unas cuantas palabras
que te cambiaron más que el tiempo;
una mirada que se ahogó
como una luz en tus venas;
una viaje que nunca querías
terminar; tu alma ausente
de lo que te esperaba
al quedarte tan solo.

Ángel Crespo, (Donde no corre el aire, 1974-1979)

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Paul Valéry, Cuadernos: “El conocimiento tiene como límite el cuerpo humano”. Sin negar que el conocimiento pueda existir, en potencia, fuera del cuerpo humano, más allá de él; y sin caer en las tesis de Berkley, lo cual no sería nada liviano, ¿cuánto ser no nos perdemos por nuestra incapacidad humana, nuestra condición?
A veces pienso que sólo nos acercarnos a una sensación y que las sensaciones sólo registran la huella tardía de lo que aconteció. Por eso la risa y la lágrima operan en márgenes tan estrechos: son sirenas de un peligro que no sabemos si satisfactorio o acechante.

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>, pez de teclado.

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%, estrabismo informático.
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º, mirador oceánico.

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¿, un gancho de la sílabas, de ella cuelgan.

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=, estación del imaginario.
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Hoy he escrito a mano la entrada que ahora lees. Quería saber cuál es su aspecto sobre una página en blanco e ir viendo como desvirgaba, sílaba a sílaba, el vertical mundo de la escritura. Me he dado cuenta de que el mecanismo de escribir es la conjugación de la horizontalidad frente a la verticalidad, esto es, una dimensión matemática que, además, está sujeta al número limitado de palabras que ocupan un folio. Hemingway se proponía quinientas palabras al día. Haciendo cálculos, un folio por las dos caras.
Al igual que la música, que se escribe en un papel pautado y bajo el signo de una armadura, pretendo escribir cada día. ¿Tono mayor o tono menor, un sostenido o varios bemoles, ritmo binario o ternario; anacrusa o golpe de incio; acompañamiento o sólo?
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Definitivamente, la escritura siempre es un solo, una melodía perdida que aspira al encuentro de la armonía que le precede.

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