QUIZÁS comenzar a
escribir una novela es la manifestación más diáfana de la voluntad de un
individuo pues a diferencia de un poema o de cualquier otra manifestación
literaria, la novela consiente el esfuerzo, el repaso, la variación, la usurpación
a lo vivido y lo soñado e inventado en una misma cosa o quizás no, y puede que
en el comienzo el ímpetu prístino de una narración anide en una afán de
pervivencia en la ficción, es decir, en lo que no ocurrió nunca o pudo haber
sido, en lo que convive con lo que es verdadero o lo parece. Puede que narrar,
contar sucesos inventados, o no inventados del todo, demediados entre lo real y
verosímil, confiera al lector la naturaleza más verdadera de su vida, la
condición de ser en un estado que nunca antes había sido posible hasta el
encuentro con el relato; de ser la otredad, la vida imaginada del autor, la
ficción misma de lo leído y proceder como un ser sin tiempo finito o inmaculado
de toda finitud.
Así, sucesivamente,
vas leyendo estas mismas palabras y te vas encontrando significados y sentidos
ocultos hasta ahora en tus recuerdos; lees una y otra, tu vida prosigue y evoluciona
en ese tiempo, al ritmo y la relación del tiempo de la lectura. El tiempo de la
vida del lector, si es que posee consciencia de qué es aquello, se diluye en el
tiempo de la ficción hasta perderse, hasta perderte, como en este instante en
que ya no vives tu tiempo sino que has usurpado el tiempo de estas palabras hasta
difuminar su rastro y su azote, su represión y su sentencia. Es, en ese mismo
instante, cuando se produce quizás uno de los más maravillosos actos de un
hombre en la tierra gracias a la palabra: deja de ser él para poder ser.
Detrás de un hombre
o hay acciones o hay palabras; y puede que la literatura sea la acción de la
palabra que involucra al lector y al creador en una misma unidad: la esencia de
la palabra. Sin saber cómo, con qué procedimientos del azar o lo fortuito, lo
irrevocable o el destino de cada cual, el texto se va edificando hasta alcanzar
una unidad, -si es que la alcanza y habita- aunque sea en destellos y
fragmentos. Una unidad que lo envuelve
todo e hilvana e incluso lo presenta como una sucesión continua de hechos y
acciones, causas y consecuencias. No es así, sin embargo, como sucede todo y,
más todavía, cómo se resguarda en la memoria. Por eso mismo escribir esta
historia es una forma de escribirla y hacerlo como si yo hubiera sido el
protagonista de la misma no es más que un método para contarla, una perspectiva
de la palabra pero no la única; puedes tomarla como el suceso de cualquier
hombre, cualquier individuo, pues somos lo mismo al fin y al cabo. El yo que
narra no es el yo que recuerda, ni siquiera el mismo yo que trata de trenzar
oraciones. Como decía Pessoa, existe una confederación de yoes en la que,
eventualmente, hay uno que se sobrepone en torno a los demás y gobierna con
tiranía o con deseo y afán de prevalencia.
I
ME encontraba en el boulevar Jourdan, en la habitación del Colegio de España en que
residía desde hacía unos meses y en la que no en pocas ocasiones había tratado
de dar orden a estos pensamientos, de establecer una relación de todas las
ideas que me azuzaban. Porque un hombre es invadido por las ideas desde que su
palabra posee consciencia y debe convivir con ellas y tratar de entenderlas y
relacionarlas ya que, escondido, sucinto, sugerido puede que el sentido de la
existencia se reguarde ahí, en esa secreta estación que todos llevamos como un
acuífero subterráneo y secreto y que puede no aparecer nunca en nuestra
consciencia y que puede morir con nosotros con la melancolía de un parque solitario,
de un jardín marchito todo él.