jueves, 7 de diciembre de 2017

Lleno de mí, jardín junto al mar.

LA NOCHE sin fin, nocturnalia, como el poema del mejicano Gorostiza: 

"Lleno de mí, sitiado en mi epidermis
por un dios inasible que me ahoga"

[...]



Puede que esta escritura de diario, esta desaforada manía de escribir pertenezca a la epifanía del lenguaje, nada más. En este sentido, leo el recordatorio de Manguel sobre escritores que se manifestaron lectores de diccionarios: desde Thomas Cooper hasta Nabokov pasando por Flaubert, García Márquez, Groussac, Jean Cocteau y, añado yo, Borges. Todos lectores y amantes de las palabras, porque, como afirmaba el propio Cocteau, todo obra literaria no es más que un diccionario ordenado o a la inversa. 

Pienso que las palabras están y quedan para invocarlas desde la creación estética. 
Se cumple una década desde que comencé a edificar este diario. Diez años de escritura casi ininterrumpida, que me ha servido para establecer un jardín junto al mar, esto es, un laberinto cuyo hilo de Ariadna conduce a la presencia de un individuo que ya no soy. Una figuración, un rostro fugitivo, un ser que ha ido transformándose gracias a los golpes esclarecidos del centro indudable. 
La soledad, el silencio y el ser en una tríada de figuraciones y dictados. Palabras, de un diccionario personal e ilegible que han sucumbido al ruido constante de lo cotidiano. 
No es momento de codas finales ni de inviernos prematuros para este Trópico, antes al contrario, conmovidos por la fuerza cenital de Literatura prosigo en la tarea que nadie me puso, en el ejercicio que nadie me enseñó, en la necesidad de vivir leyendo de leer viviendo, de ser rito de silencio, algo en nada, cuestión de desnudez, contemplación, huerto, umbral, canto de semilla, sueño de indolencia,  paso del tiempo, acaso fin y principio. 


Dice Bachelard en La poética del espacio que "de todas las estaciones, el invierno es la más vieja. Pone edad en los recuerdos". En ese contexto, la casa se impone como un ser; la morada, el lugar de actividad del ser humano se transpone en metáfora viva.  Somos en un lugar cuando decidimos tomar el pulso de la escritura. La casa es un paisaje interior, una prolongación de nosotros mismos; en ella habita nuestra vida proyectada, somos en la casa una suerte de constelación diáfana y recoleta. 


Hace un tiempo que advierto que los individuos más peligrosos son los serafines y los sombríos. La suerte de lo siniestro está en querer parecer lo que no es. Y en ese estado especular evidencian, sobre todo, las carencias que poseen.