Habíamos quedado en la Cuesta de Belén, donde vive el compañero. Hacía tiempo que los compromisos nos tenían alejados y quisimos darnos una oportunidad como una pareja de enamorados que recuperan el tiempo perdido.
Regresé a Sanlúcar el viernes por la tarde, como viene siendo costumbre cada dos o tres semanas, y no falté a mis rituales. Di un paseo por las callejuelas del centro, subí por la Cava del Castillo, contemplé el aroma de Luis de Eguílaz y bajé hasta la Parroquia. Ese recorrido lo tengo ya trazado en las entendederas como una marca de agua en un folio, como una aguja de reloj que no puede salirse de su trayectoria.
Mientras daba ese paseo, el cielo fue adquiriendo el color del mar. Se entristeció, se tornó grisáceo y denso, como el humo de un cigarrillo, y con él vino el aire fresco. Todo lo contrario al espectáculo de luz que nos acompañó en la mañana siguiente, en la mañana del sábado.
M.A. Gallego y el que escribe estas líneas siempre hemos soñado con tener una de esas casas del Barrio Alto próximas a la calle Caballeros. En más de una ocasión, mi amigo pintor me ha levantado la sesera con sus sueños de mago incandescente proponiendo lo imposible: una casa sosegada, una luz única, una vida plena. Después de pensar en todo esto, me decidí cumplir con la segunda de mis manías, comprar libros.
La vida tiene esas vueltas de la lógica y del devenir que se hacen incomprensibles, pero que debemos terminar por aceptar sin más. Digo esto porque mi librero en Sanlúcar es también un antiguo conocido de la época del colegio. Miguel y su padre, Manolo, me conocen desde que era un mocoso extrovertido y socarrón que compartía las peras de la infancia. Ahora voy a comprarle libros, a encargarles otros tantos como si su librería fuese un sitio sacro y verdadero por donde no puedo dejar de pasar. En la Librería Elcano desemboco todas las semanas como lo hace el río en los senos del Océano.
Retomo para terminar la cita con el compañero M. Hablamos de los trasiegos académicos, de las incomprensiones de los maestros, de las injusticias que se ejecutan diariamente, de la vida y sus porqueras. Unas cervezas, unas patatas cocidas aliñadas sobre la mesa y las palabras de dos individuos que compartieron un tiempo de dichas y rotundas sensaciones. Habla uno con él como si la vida consistiera en comentar la vida, habla uno sin el remedo de las evidencias, como si todo al nombrarlo terminara por convertirse en sueños, recuerdos inventados, lirismos de la finitud. Siempre me marcho mirando al mar, la lucha de las olas a pesar de su derrota, el verde del Coto a pesar de las inclemencias humanas.
Regresé a Sanlúcar el viernes por la tarde, como viene siendo costumbre cada dos o tres semanas, y no falté a mis rituales. Di un paseo por las callejuelas del centro, subí por la Cava del Castillo, contemplé el aroma de Luis de Eguílaz y bajé hasta la Parroquia. Ese recorrido lo tengo ya trazado en las entendederas como una marca de agua en un folio, como una aguja de reloj que no puede salirse de su trayectoria.
Mientras daba ese paseo, el cielo fue adquiriendo el color del mar. Se entristeció, se tornó grisáceo y denso, como el humo de un cigarrillo, y con él vino el aire fresco. Todo lo contrario al espectáculo de luz que nos acompañó en la mañana siguiente, en la mañana del sábado.
M.A. Gallego y el que escribe estas líneas siempre hemos soñado con tener una de esas casas del Barrio Alto próximas a la calle Caballeros. En más de una ocasión, mi amigo pintor me ha levantado la sesera con sus sueños de mago incandescente proponiendo lo imposible: una casa sosegada, una luz única, una vida plena. Después de pensar en todo esto, me decidí cumplir con la segunda de mis manías, comprar libros.
La vida tiene esas vueltas de la lógica y del devenir que se hacen incomprensibles, pero que debemos terminar por aceptar sin más. Digo esto porque mi librero en Sanlúcar es también un antiguo conocido de la época del colegio. Miguel y su padre, Manolo, me conocen desde que era un mocoso extrovertido y socarrón que compartía las peras de la infancia. Ahora voy a comprarle libros, a encargarles otros tantos como si su librería fuese un sitio sacro y verdadero por donde no puedo dejar de pasar. En la Librería Elcano desemboco todas las semanas como lo hace el río en los senos del Océano.
Retomo para terminar la cita con el compañero M. Hablamos de los trasiegos académicos, de las incomprensiones de los maestros, de las injusticias que se ejecutan diariamente, de la vida y sus porqueras. Unas cervezas, unas patatas cocidas aliñadas sobre la mesa y las palabras de dos individuos que compartieron un tiempo de dichas y rotundas sensaciones. Habla uno con él como si la vida consistiera en comentar la vida, habla uno sin el remedo de las evidencias, como si todo al nombrarlo terminara por convertirse en sueños, recuerdos inventados, lirismos de la finitud. Siempre me marcho mirando al mar, la lucha de las olas a pesar de su derrota, el verde del Coto a pesar de las inclemencias humanas.