jueves, 31 de marzo de 2011

El lugar en que uno escribe debe ir acomodándose irremediablemente en la prosa de cada cual. Recuerdo que en la casa de Lezama Lima, en La Habana, me quedé estupefacto cuando nos dijeron que los objetos (cientos, miles) que estaban situados en la casa del creador de Paradiso coincidían con páginas enteras del artefacto lírico. Muchos de los objetos allí presentes habían ido configurando una espacialidad que, en manos de la literatura, había ayudado a que la creación brotara con una forma previa y anclada en lo más cotidiano. Los ídolos, las plumas, los libros, los vasos, la máquina de escribir aparecen como satélites que giran alrededor de la creación.

Escribo todo esto porque, hoy, lo hago desde un lugar poco habitual y que además tengo por inapropiado. La escritura es tan potente, sin embargo, tanto lo es la concentración y el vínculo, que he agarrado un teclado y he comenzado a engavillar una frase por aquí y una idea por allá.

Con el libro de Joyce en la maleta, esperando a que prosiga la lenta lectura de sus páginas, he decidido encender un aparato de música y escuchar, sí, aquí, en soledad, en este salón, So what, de Miles. Sus notas siempre me parecieron tercetos encadenados, notas que habían conseguido aunar la brillantez del sonido con la espontaneidad y el brío del jazz. Suena Miles y acabo de leer un correo electrónico que me ha contentado el día. En él he tenido noticas de que un escritor al que admiro tanto, acaso el mejor prosista de las últimas décadas, ha leído algunas líneas de este diario y lo ha hecho con placidez. Al enterarme de la noticia solo he podido sentir cierto estupor, una sensación contenida de vergüenza y desesperanza. La misma desesperanza que me sobrevino cuando, hace dos días, quise lanzar al viento algunos poemas que se habían enquistado en las retinas, en los reflejos huidos de una pira. Necesitaba la córnea de otros para poder proseguir en el lance, pero me he sentido por ello infame, un desertor de la privacidad y un usurpador de la voluntad ajena.

martes, 29 de marzo de 2011

Podría decirse que es la primera lectura a conciencia que realizo en una lengua que no es la española. No tengo en cuenta la lectura de poemas sueltos de Yeats, Eliot o Whitman, o ciertos textos aislados que hubieran llegado en lenguas antiguas, románicas o de otro pelaje. Con este libro de Joyce la cuestión es diferente, hay simbiosis. Será porque llevo unos meses con el estudio del idioma o porque necesitaba, precisamente, esa traslación a otro universo lingüístico por lo que comencé a leer hace una semana A Portrait of the Artist as a Young man, de Joyce. Es la primera vez que he conocido la satisfacción de la espera, pues este libro no podría haberse leído en otra lengua. La espera es el proceder del artista, pues su postura ante la realidad es de contemplación y sosiego.La experiencia está siendo fabulosa, excitante, porque me encuentro como un lector primerizo que tantea las palabras sopesándolas detenidamente, analizando sus sonidos, su sintaxis excéntrica, sus repeticiones semánticas. A portrait. Eso es lo que necesitaba, un retrato renovado de lo literario.

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Toda pira contiene los restos de un cuerpo difunto inorgánico, yacente. Es por eso, por lo que considero que todas estas páginas inorgánicas y hueras que va uno escribiendo, deberían terminar en una frondosa y espumosa pira. Colocaría dos monedas para el barquero, una en cada inválido sintagma. Para la poesía ni siquiera necesita uno las monedas pues el barquero es virtuoso y sabe, por la experiencia, tratar con los desafíos.

Un libro es una pira antes de ser escrito, una poderosa llama que se advierte en los adentros,- como las pinturas de Turner-, que se trasluce en la declinación de unas palabras fugitivas. Un libro de poemas es una renuncia, pero si además, uno tiene la conciencia de que los poemas son zafios y algunos indeseables, la conciencia percute insostenible. No hay cesárea para este trago.

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Uno de los capítulos que más me ha agradado del libro de Schama es el concerniente a Turner. Tengo ahora el recuerdo de la visita a la National Gallery, en Londres, este verano. El otro día le dije a R., a quien debo no pocas satisfacciones personales y el subterfugio para los días, que Turner fue un estallido en la sala cuando contemplamos su pintura entre el gentío. En la Tate ,cuando vimos La muerte sobre el caballo pálido, comprendí que se había producido un cambio en la concepción de su pintura y que, sin embargo, mantenía la ejecución, así como en Estudio para el saqueo de una gran mansión (Petworth).

Turner, sacudido por los males de la artritis y el asma, llegó a pintar un boceto que adquiere la categoría de obra artística, a saber, Desastre en el mar (El naufragio del “Anphitrite”), de 1835, una obra que ha quedado, como las esculturas de Miguel Ángel, apiadada por la fuerza que sigue brotando de los trazos primerizos. Esa pintura es una fascinación de la ceguera, es apología de lo visual, ensueño del mar que está en sí mismo, todo, es la geometría del color, el estallido de lo quejumbroso. Un cuadro que conecta con otro posterior, de 1840, titulado Barco de esclavos y que declara las intenciones primitivas de Turner: la denuncia política por la esclavitud. Como dice Schama, esa pintura nos ataca el nervio óptico. Y como escribo ahora, lo ataca y los subvierte.

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“Quien no tiene en alta estima a su maestro,/ quien no ama lo que para él es un espejo,/ pese a su inteligencia se hallará en gran extravío”, con estas palabras advierte el Tao de la importancia que reside en el aprecio de las virtudes de quienes pueden ser nuestros maestros. Así, he llegado a la conclusión de que hay que rechazar lo grandilocuente, lo extravagante. Con lo que dice este libro milenario tendríamos para estar pensando varias vidas: “Con la pura quietud se lleva la paz el mundo”. Esa paz es la que anida en las grandes obras del arte por muchos delirios que quieran presentar. La pintura es silencio, la poesía deviene de él, la escultura es quietud, la música convoca los inicios de la quietud y los vuelve a recoger en un haz de armoniosa trascendencia..

lunes, 28 de marzo de 2011

Con la templanza armada y con el sosiego necesario, cada mañana comienza uno disponiendo su vida. A decir verdad, cada vez siento menos míos este suceso y esta trama. Así, los pronombres, que tanta alegría dieron a Salinas, acaso me resultan islas desaparecidas. No existo en el pronombre como tampoco lo hago en la conjugación. Más bien, sucedo. En cualquier caso, asisto impávido a este trasiego cada vez menos solemne y más deshilachado que llamo vida y que dicen que hubo un tiempo en que fue mía y la viví.

Soy satélite y ahora respondo a lo accesorio. En los extremos es donde ejercito el pálpito y en donde ejecuto la palabra. Por eso nunca llamamos ciertamente y con exactitud a quien vivimos y lo que vivimos, porque, al final, vamos poseyendo lo que nunca fuimos.

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Así como la realidad deja de poseernos, los pintores se lanzan a desgranarla. Lo hacen por diversos métodos, pero quiero atender a la pintura de Van Gogh. Dice Schama que el pintor del trigo realizaba una obra desde el pensamiento y que, a diferencia de los que se mencionan en el volumen, ejecutaba una pintura conceptual desde el comienzo que iba tomando cuerpo en el lienzo lentamente. Es decir, había en la mente del genial artista un engendro previo, un bastión mental desde el que se proyectaba luego su más soberbia disciplina y la técnica más personal, a pesar de que esta fuera atrofiada y tuviera que encaminarse por caminos poco explorados. No observar con los ojos, no oler el trigo en el verdor del día, sino concentrarlos en la cabeza, en la memoria, hacer zumo de la mañana luminosa…es el Tao, de nuevo, el que vibra.

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En no pocas ocasiones, debo mantenerme más firme en mis trece. Lo que sucede es lo siguiente: si converso con alguien a quien considero que no puede ir más allá de los argumentos que me está desplegando, termino por auxiliarme en el silencio y por alejarme del reproche, pues bien sé que todo intento de diálogo será insuficiente. Por el contrario, cuando atisbo que un interlocutor interpela desde la sugerencia y la inteligencia, comienzo forzar el debate, ya que estoy seguro de que terminaré por aprender si en mis palabras ven los otros a una mansa fiera a una redimida persona.

domingo, 27 de marzo de 2011

El caso es conocido, pero lo ignoraba, como casi todo. Por eso este libro de Simon Schama me está aportando tanto, porque se aleja del romanticismo biográfico sin olvidar que en la vida de cualquier hombre puede darse la vida de la humanidad. Es precisamente esa suerte de metonimia la que se defiende en todas las biografías artísticas que se van trenzando, desde Caravaggio hasta Rothko, pasando por Bernini, Rembrandt o Turner. Es cierto que echo en falta más presencia española a parte de Picasso, porque la vida de Velázquez, pongo por caso, bien vale la escritura de un drama. En este sentido, Tiziano o Vermeer son otras figuras que me hubiera gustado leer en este fascinante relato (porque es un relato sobre pintores y sobre el arte) que tan notablemente ha sido ejecutado.

Toda vida, como dice Galdós, lleva su novela, por lo que visto así, cualquier vida, máxime cuando se trata de un artista (que la maltrata, la deshecha, la desvive, la tritura, la revivie, la metamorfesa, la aleja, la aprieta,…) lleva una tragedia griega.

El caso al que me refería al comienzo de estas líneas era el de Caravaggio, el pintor que asesinó a un individuo. Recuerda Schama que cuando Caravaggio volvió de su estancia en Sicilia, comenzó de nuevo a verter en sus cuadros la extravagancia y la desmesura, la visceralidad religiosa que lo caracterizaba. Por su asesinato, se dictó una pena capitale que prometía una recompensa por la cabeza del asesino fugitivo. El pintor había tomado una falúa, que zarpó de Nápoles, en dirección a Roma, donde esperaba encontrar el perdón y en la que fue cargado con no pocas pinturas. En el pueblo de Palo, el jefe local, que no tenía noticia de su causa o que lo confundió, determinó su encarcelamiento. Caravaggio permaneció allí hasta que entregó todo el dinero que llevaba encima, pero era demasiado tarde, la falúa, con las pinturas que portaba (sobre todo para Scipione Borghese) había zarpado. Inimaginablemente, una de las pinturas más prodigiosas de sus últimos años iba en ella, David con la cabeza de Goliat.

Imagino al personaje purpurado, inserto inconscientemente en una serendipia, observando estático, la cabeza de Goliat chorreando sangre y la mirada desconsolada, redimida, de David, con la espada en mano y toda la inclemencia del claroscuro.


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Tanto se habla de ella, de sus designios y futuros derroteros. Tanto se especula sobre su evolución y de cómo debe escribirse en estos años, que me pregunto si en la poesía, en la que no hay duda de su presencia, ocurrirá alguna vez esto mismo.

Una novela es un ejercicio del raciocinio. Ella jerarquiza, ordena, dispone la realidad, haya sucedido o no. Desde este punto de vista, la novela ha dejado de reflejar lo que el espejo en el camino, porque la sociedad así se ha desarrollado. No hay espejos, sino virtualidades. Y siempre he pensado que los espejos más potentes son aquellos que se encuentran en las oscuridades, porque nunca nadie supo qué estuvieran respondiendo. Toda claridad que se deja apreciar sin la confabulación de los ético y estético termina siendo mera circunstancia, reflejo fugitivo, estancia breve. No importa esto en la literatura, porque el espejo lo que debe hacer es mantenerse en el ángulo preciso y exacto y pronunciar los silencios que advierte.

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Leo este libro y aquel, releo los poemas de otros maestros antiguos, retomo pasajes de novelas predilectas,... una línea de Platón los supera, una perspicacia de Heidegger los arrasa.

¿Para qué tanta medianía?, ¿Porqué no se empeñan los escritores en dejar la esencia y aislar lo aleatorio y anejo a un lado?,... quizás en el cajón o en el pequeño fuego en que arden, por ejemplo, estos poemas que escribí hace un año. Si algo queda de ellos, deberá aparecer en la memoria. Si ello no sucede, mejor será haber mundanizado la obra.

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Al final, el libro de poemas de E.S.R., me ha parecido más endeble de lo que había pensado. Hay poemas de una solemnidad estremecedora en los que se desarrolla una poesía natural, abierta, plena, cadenciosa. Sin embargo, hay poemas que tientan en lo que nunca arrojará poesía y en esos poemas, que el autor debería haber arrojado a una fogata, el libro se pierde en moralinas de poca monta. Los poetas no pueden confundir los géneros y los cauces por los que se dicta la palabra, el que quiera decir o exponer una tesis que escriba un ensayo, porque si no es así, los poemas terminan por recordar a las humoradas de Campoamor o a los poemas de los poetas del dieciocho, esto es, lo patético y triste.

Sin embargo, el libro de A.C. que acaba de publicarse en Siltolá, es un dechado de poesía, un alegato de lo que un aspirante debe mantener junto a su mesa de noche. Poesía. Sí. No de las que habría que arrojar al fuego, sino de las que arrojan fuego y luz en su lectura.

viernes, 25 de marzo de 2011

Querido Iam:

En cualquier caso, me sostengo con pocos hitos durante el día, a saber: la mañana que vislumbro entre las cepas y las lomas al amanecer; los versos y algunos párrafos sueltos en los libros; el amor; la memoria; a veces, la conciencia de entender mi ser. La amistad es una vuelta al origen. La admiración es el reconocimiento.

Caigo en la cuenta de que cada vez tengo la manía de registrar o enumerar acontecimientos, como si fueran momentos estelares de una vida privada, por lo que tiene de luminosa y de salvable. Acaso esa luminiscencia no exista y todo esto no sea más que un giro especular intransigente que azota la vanidad y la derrite.

Así las cosas, prende uno unas sílabas, las precipita sobre un cuaderno. Les otorga descanso, cadencia. Les ofrece el silencio para que se maceren. El olvido refulge de entre la vida como dador de ritmos…al final, leve música y leve amanecida en el territorio en que jamás debí aparecer.

Te mantendré informado debidamente,

Tú.

jueves, 24 de marzo de 2011

Hay una obviedad: la poesía pertenece a la lentitud, o mejor, la lentitud es una propiedad de la creación poética y del propio discurso lírico. Quiero decir, que su discurso abriga la cadencia meditada entre el vértigo y la desmemoria. Lo transitorio nunca le perteneció, por más que se empeñen los nuevos poetas, ni siquiera lo efímero, insustancial. Ella es todo, palabra y estación y devuelve a la palabra una plenitud y una osadía que la renueva por siempre y en cada lectura. No cabe en ella la improvisación, ni el manejo pertinente de sus rudimentos por la huera demostración de virtudes. Sólo es posible contemplarla, en silente pose, intentando escuchar su susurro para devolverlo a la palabra acaso como un reflejo, una imagen sobre el agua, un rastro y adiós. Es, por tanto, deseo de lo huido, rastro sonoro, huella amorfa, caracol sin mar, fósil del ser, remembranza sin éxtasis, conocimiento sin profundidad, amarga levedad en lo eterno.

miércoles, 23 de marzo de 2011

Meditabundia.

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Probablemente me hice músico por la séptima sinfonía de Beethoven, no porque la considere la obra cumbre de la música, sino porque creo que, en el momento en que estaba escuchándola tuve una revelación, una armonía que me mostró el mundo. Nada ha vuelto aa tener de brillo de entonces. La imagen es la siguiente: la melancólica presencia del segundo movimiento atravesando a una persona de catorce años extasiada.

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Leo un libro que se titula El poder del arte, de Simon Schama. El volumen está vertebrado por ensayos acerca de ocho vidas que cambiaron la historia del arte. Todos ellos pintores, desde Caravaggio hasta Rothko. Lo compré porque, en uno de los paisajes iniciales, junto con un detalle de la cabeza de Goliat que sostiene David, retrato de puede leerse: “Sólo hay dos cosas que debemos saber de Michelangelo Merisi: es el pintor que ha llevado al cristianismo a su dimensión más física y material y que asesinó a una persona”. Al término de la parrafada inicial, repleta de claves interpretativas, dice Schama que el rostro de Goliat trasluce una inculpación.

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Por mucho que uno vaya trenzando, día a día, palabra con palabra, uno vago rumor del pensamiento con la convicción de que se irá formando una arquitectura ajena de uno mismo, la sensación es siempre la misma: la música del más allá en la ciudad del resplandor.Hasta dónde se extenderán no se sabe, ni siquiera qué verdad cifrada están resguardando. Es ir arañando sombras, arañando sombras y dialogando con un abismo.En muchas ocasiones, me encuentro con la convicción de dejar de escribir, mas no puedo efectuar dicho desiderio.

martes, 22 de marzo de 2011

Fisonomía de un día:

Las palabras y las cosas.

Lectura del Tesoro de la lengua castellana o española (1611), de Covarrubias.

Acopio de notas en un cuaderno en que pocas veces escribo.

Algún verso por añadidura. (Escribo poesía cuando la leo).

Poesía.

Algún mensaje feliz.

La luz de la tarde enrabietada entre los grises de cobalto.

Tentativa a lo eterno.

Enmudeció el estornino al intuirme junto a su lado.

Laxa meditación sobre la mediocridad.

Apuntes, reminiscencias.

Poesía.

Objetos para la noche: libros, música, cuerpos, el velo de lo luminoso.

Contemplación del cielo ahora que la calle se ha quedado sin farolas.

Después, la usurpación de los sueños (…).

Ahora, el silencio es lo demás en la casa encendida.

lunes, 21 de marzo de 2011

Extenuado por asuntos volátiles, me dispongo a escribir acompañado de una copa de vino italiano, exactamente un lambrusco de Mantua que hemos descubierto hace poco. Como en una conversión distendida, he dejado la voz en barbecho. Las ideas, las reflexiones, los poemas que han invadido los días de antaño se han arremolinado como en una suerte de crisol armónico. Todo parecía poseer la cadencia de una música oculta encerrada en una tumba negra.

Ahora suena la música de Fletcher Henderson y su banda de jazz. En la perfección de sus interpretaciones pergeño una huida, una huida hacia no se sabe dónde. Los metales acompasan la acción con lengua de cobre y la madera otorga la calidez a la melodía de gran avenida. el clarinete de Benny Carter se confabula con los agudos para ofrecer una delicia. Al unísono, la música parece un pasaje especular, trufado de ritmos que la penetran y le dan forma. La música es formarse en movimiento siendo. Es así como me pienso, atravesado de continuo por lo que me trascenderá aun dejando de ser.


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Desde luego, cuando uno lee poesía durante cierto tiempo sin cesura, abandona cualquier otro género. Me está ocurriendo desde hace unas semanas. Un libro prodigioso por aquí, una relectura necesaria por allá y el descubrimiento de nuevos libros acullá. Hay en la poesía una verdad depositada que no existe en otros géneros literarios. No sé si por su cercanía a la música o por su origen compartido como lírica, pero todavía anida en lo poético una extraviada presencia que proviene de los hombres y los devuelve como humanos.

viernes, 18 de marzo de 2011

Durante mucho tiempo, me acosté temprano. Tarde de cobalto y racimadas nubes. El sol postrado entre la calidez del naranja. Sus destellos son frugales sobre la piel y en las retinas, sin embargo, inunda su presencia los almíbares. El pájaro en la rama y el verde de plácida nitidez. Estampa perturbada, sintaxis del retorcimiento. Decir de lo perseguido. Balbuceo huero, búsqueda de continuo. Transitiva levedad.

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Todavía recuerdo el pasaje. Comencé a leerlo una noche cercana a julio. En Sevilla, el día había sido soporífero y tenaz. El calor lo había inundado todo y se me ocurrió comenzar a leer esa obra. Aquella situación extrema para el cuerpo beneficiaba al desajuste psíquico que la convoca. Imponente, el rollizo Buck Mulligan apareció en lo alto de la escalera, con una bacía desbordante de espuma, sobre la cual traía, cruzados, un espejo y una navaja.

Recuerdo que me levanté después de leer el párrafo y me dirigí al cuarto de baño del piso que compartía. Agarré una navaja que teníamos para comer el pan y el queso. Me coloqué delante del espejo y el párrafo comenzó a transmutarse, a penetrar en la conciencia hasta que una mano me apartó del espejo con tal brusquedad que me tiró al suelo. Siempre le he recriminado ese acto al compañero, pues me encontraba en el seno de la obra, justo en posición mental desde donde hay que precipitarse hacia ella.

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Azules como acero y ligeras, movidas por un viento contrario suave y apenas perceptible, las ondas del mar Adrático habían corrido al encuentro de la escuadra imperial. En su frente estaba escrito el signo de la muerte. Estaba el signo en la frente del poeta, del gran poeta de la antigüedad que ungió la poesía con la más noble y certera sustancia humana. En la nave su memoria, pero también sus complacencia. Su vida se había convertido en algo inoportuno para él. Para él, quien habitaba ya dentro de sí.

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El ser del mundo se hace girar en torno a lo ausente. Al igual que la literatura, el poeta coronado por Rafael en la estancia vaticana, supo decir al final de su obra lo que todavía ningún poeta ha escrito. Lo hizo sobre lo que no vieron sus ojos, sobre lo que nunca sintió, más no por ello dejó de intuir. Convirtió y agasajó las especulaciones y las certezas en ritmo poético. Embadurnó la palabra poética con las profundidades del ser, con lo absolutamente ausente.

jueves, 17 de marzo de 2011

Harón era el término que utilizaba mi abuelo para referirse a los holgazanes o a los perezosos del barrio. La usaba con mucha frecuencia y yo mismo la incorporé pronto en mi idiolecto. Es un término común en la familia y en el pueblo e incluso en otras localidades cercanas. Pertenecen a ese tipo de palabras que resguardan una época de tu vida o que sabes que pertenecen a un territorio concreto de la memoria. Cuando con el tiempo, y debido a diversos motivos, tuve que marchar a Sevilla, donde viví durante diez años, dejé de escucharla en la ciudad. Sólo permanecía viva en el piso que compartimos algunos sanluqueños.

Hasta esta tarde, llevaba mucho tiempo sin volver a escucharla y a deleitarme con la supervivencia de un arabismo en estas geografías tan pródigas de maharones. Maharón es, sin duda, un vocablo frecuentísimo que, sin embargo, sorprende en otras localidades de la provincia sevillana no muy retiradas de Cádiz. Acaba de ocurrirme lo que a M.C. que, cada tarde, deleitándose con el idioma italiano, me cuenta cómo hay palabras que le suscitan una emoción desconocida, un ensimismamiento precoz y repentino, como sucedió ayer con sventolare, toda la tarde precipitados por un el sonido y la significación de un grupo de letras.

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Leo un libro de poesías de un autor notable, de verso sereno y cadencia de dórico. Me embeleso al recitar la claridad de sus poemas tan simples en apariencia… es un buen libro, me digo, un excelente libro, pero, acabo de leer un libro de poemas de otro poeta, de un enorme poeta. Ante la potencia lírica de este último, el primero me suena a cascada desangelada, ya su claridad me es insuficiente.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Es uno de esos libros que pasan desapercibidos en la bibliografía de un autor del tamaño de Stefan Zweig, pero, sin duda, lo considero enjundioso y de una profundidad envidiable. En cuanto uno abre el libro, se encuentra con un golpetazo de lucidez, con un chorro de vivacidad e inteligencia inusuales: “Sólo cuando uno mismo haya dudado haya desesperado y dudado de la razón y de la dignidad humanas, puede alabar como una proeza el hecho de que un individuo se mantenga ejemplarmente íntegro en medio de un caos mundial”.

Un libro de la vida: “Una de sus más misteriosas leyes es que descubrimos siempre tarde sus auténticos y más esenciales valores”, que se despliega a la sombra de la obra del ilustre francés. En este puñado de reflexiones puede que estén encerradas algunas de las páginas más preclaras de Stefan Zweig. Pongo por caso el momento en que Zweig se refiere a la muerte del padre de Michel. Para el pensador francés supone la llegada de una herencia económica muy destacada. Es notable cómo el filósofo comienza a reflexionar sobre la gestión espiritual a partir de este momento. En la casa heredada hay una torre. Allí traslada su biblioteca. Lo demás, el fruto del pensamiento de un hombre que renunció a la humanidad, le pertenece a la humanidad. Soledad y trino.

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Mientras atravesaba las lomas, ojeaba una casa abandonada que puede observarse desde la carretera. Es de un tamaño considerable y su estructura posee grandes dimensiones. De pronto me acordé del poema de Machado sobre el hospicio y fui silabeando lentamente algunos de sus versos. Cuando no pude traer a la memoria más versos, estacioné el coche en el arcén de la carretera, justo en la entrada de un cortijo que se llama Majuelo. Anduve por el sendero de la entrada hasta que me arrimé a un árbol, pelado por el frío, en el que se cobijaba un pájaro. Al advertir mi presencia, el pájaro comenzó a moverse nerviosamente, de un lado para otro de la rama. Comenzó a cantar, a decir en el silencio de la mañana un mensaje de bienvenida y de plenitud por la belleza del momento. Entendí, en el canto del pájaro, que la vida ofrece ,en ocasiones, algunas migajas de felicidad y que, casi siempre, están vinculadas con algún orden estético de la percepción. era la mañana un rumor de raíces. Eran los versos de Machado los que se asomaron a la rama reseca y al plumaje de mi soledad.

martes, 15 de marzo de 2011

Hay una claridad que se nos junta en las palabras. Ocurre a la amanecida, cuando el campo está levantando sus faldones con la aritmética de la aurora. En ese instante, debe uno retirarse a escuchar el curso del río que nos atraviesa, el río profundo, la tumba negra que somos. Sin menoscabo de la memoria, conducimos entonces la vida hacia otra claridad. Es cuando puede uno decir "soy natural de voz, límpido de música". En mí se acrisolan las edades de la certeza. Y comienza uno a cantar a la vida, aunque sea con elegías y odas fútiles, a reconocer la belleza que quizás subyace bajo el vuelo de la luz. Sucede el milagro por el que el verbo renueva lo vivido y lo junta con el deseo, une las palabras en el ramillete de lo deseante.

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Leo el libro de poemas de E.S.R. como envuelto en el sueño del origen. Lo hago lentamente, como propone el libro su lectura. Me satisface encontrar tanta mesura en la poesía y la simpleza de lo profundo. En esta poesía, la naturalidad es una cualidad necesaria, porque no de otra forma puede decirse el ángulo desde donde avistamos el origen del sueño que somos.

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Siento la piedra de la tumba negra, tan benévola y tan rotunda. Siento su frialdad de magma, su estancado armónico de estatua. La respiración, siento, del muerto que lo lee en la eternidad de la tierra.

domingo, 13 de marzo de 2011

El ejercicio consiste en reunir unos volúmenes, sin más criterio que la afinidad electiva, dejarlos encima de la mesa y comenzar a escribir al albur de unos armónicos. Dice, por ejemplo, T.S.Eliot en Four quartets: “Midwinter spring is its own season, sempiternal”, la primavera en invierno es su propia estación, interminable, estación por sí misma. La rosa y el fuego siendo uno, unión de záfiros y de estrellas. Esta primavera comienza con el pensamiento, la regeneración del ser es un acto de presente continuo cuya forma verbal es el gerundio. No cabe el soy ni el fui, solo el siendo. Es la primavera más exacta y pendenciera, la que se afirma sin llegar a ser y sin haber tenido fin.

Exactamente lo que proclama el Tao en cuanto al hombre lleno de virtud. El hombre repleto de virtud, que la concentra en sí mismo y la desarrolla, es la primavera en el invierno con sus mecanismos: “El hombre de virtud superior no es virtuoso y por ello está en posesión de la virtud. El hombre de virtud inferior se aferra a la virtud, y por eso carece de virtud”. Por otro lado, los versos de Eliot conducen a una reflexión profunda en la que el hombre debe ejecutar una acción sin ornamentos y con una declinación individual y vertical. Algo que el Tao define de la siguiente manera: “los grandes hombres se atengan a lo que acrece y no a lo que menoscaba, se atengan a la esencia y no al huero ornamento.

La armonía es lo permanente, lo que de continuo crece y se expande hacia lo que nunca fuimos. Es el axioma de lo que una palabra nueva, acabada de nacer, ofrece al hombre. En ese espacio de imposibilidad para nombrar, la poesía conduce sus pasos ayudada de la filosofía y el pensamiento. Cuando la palabra ha fecundado la realidad, o ha sido la realidad la que ha fecundado al verbo, entonces comienza el decir estético y musical que consiste, ni más ni menos, que en poner orden armónico en lo que jamás comprendimos. De ahí que la música sea el más elevado proceso de entendimiento de la realidad que nos rodea y de la que todavía sabemos apenas su timbre.


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Si tuviera que rescatar, en estos momentos, una obra poética de las que he leído, no tendría duda. Aún no ha sido superada en su ambiciosa descripción del hombre y en la trabazón de su estructura. Tampoco hay quien haya aunado mejor lo eterno y lo circunstancial, lo moderno con lo antiguo, lo personal con lo ajeno. No hay quien haya dejado un descenso tan pedregoso y al tiempo tan sereno para el alma. Toda la obra, desde el comienzo, es una incesante percusión de la imaginación sonora. En ella los límites no son principio ni fin, más bien umbrales de renovación.

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Leo algunas líneas de Eugenio Trías con el asombro de siempre: “la música significa la posible transformación de esa masa elástica en vibración en sentido sensorial, emotivo, intelectual. La música puede promover la unión simbólica de sensibilidad e inteligencia, de idea y materia sin necesidad de palabras, sintagmas, construcciones sintácticas que hagan posible la performance de la significación”. ¿No hay en estas palabras, una prolongación de la filosofía última de Wittgenstein?

El ensayo de Trías sobre la música y su potencial simbólico vale por toda una teoría poética. Va más allá, pues sitúa la palabra al margen de su centro. No es ella la única vía de aprehensión y conocimiento del mundo. Por eso, el Tao y Eliot, después de tantos siglos, abundan en la primavera del invierno.

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En Asís tiene uno la certeza de que la piedra es símbolo inmutable. En cuanto uno pisa sus calles, deambula por sus recovecos históricos y se adentra, con silente reflexión, en el espíritu que la recoge, siente la particularidad del lugar. La primera vez que la vimos fue desde un balcón de Perugia al que acudimos después de atravesar una puerta etrusca de enormes dimensiones. Estaba reclinada la ciudad sobre un corazón verde, estático, desfigurado por el efecto de la lejana luz. Al día siguiente, cogimos el autobús y llegamos hasta su centro. Fue allí donde agarré el libro de R. Gaya y comencé a leerle a M.C. algunas impresiones del pintor: “en sus caminatas, San Francisco debió sentirse tan cercano a los yerbajos, de las piedrecillas, de los arroyos, que se inclinó sobre ellos como nadie”. Viene a decir Gaya que el santo interiorizó la naturaleza sin exaltados beateríos ni otras alaracas. Fue esa intensidad natural la que nos invadió de repente, sin presentirlo, apenas sensitivo, como el brutal lamento de una primavera en invierno.

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Emily Dickinson lo escribió en poesía. La naturaleza, el paseo, la interioridad, la respiración, la primavera, el invierno: “Nuestro viaje tocaba ya a su fin./ Los pies casi rozaban/ la impar bifurcación en la senda del ser/ llamada eternidad”. En puridad, la poesía y la música atienden a lo que no se puede tantear con los sentidos. Unas palabras de Confesiones, de San Agustín: “Lo cierto es que de las cosas que no veía quería estar tan seguro”. Por este motivo, escribió sus íntimas caminatas interiores, aquellas que sólo uno traza sin saber adónde conducen ni qué las sustancia. Lo que no puede pronunciarse es el Tao y la poesía es el híspido decir de lo oculto.

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Así Peire Vidal, hijo de un peletero, de Tolosa, nacido quizás en 1183 y muerto acaso en 1204. Decían de él que era loco y que creía verdad todo aquello que pensaba. Se dice que un caballero de San Gil le cortó la lengua debido a que decía que era el amante de su mujer. Después de este pasaje, fue curado. A pesar de la disparatada biografía escribió acerca de las fuerzas metamórficas del amor, del tema tan traído de la transformación de los amantes: “[…]E s´ieu sai ren dir ni faire,/ ilh n´aia.l grat, que sciensa/ m´a donat e conoissensa/ per qu´ieu sui gais e chantaire.” ("Y si yo sé decir o hacer algo,/ es gracias a ella, que ciencia/ y conocimiento me ha dado,/ y por eso estoy contento y canto.”). El furor, atendiendo a su étimo griego, como el movimiento interior de las primaveras.

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En un pasaje de mi admirada novela de Flaubert, Bouvard y Pécuchet, éste último le dice a su inseparable: “lo Absoluto es al mismo tiempo el sujeto y el objeto, la unidad en la que convergen todas las diferencias. La sombra permite la luz, el frío unido al calor produce la temperatura, hay un principio que divide otro principio que une”. De nuevo Eliot, la primavera en el invierno tiene su estación.

sábado, 12 de marzo de 2011

Sucede cuando me levanto demasiado temprano y el sueño transmuta todo en onírica presencia. Se ha sumado, a esta madrugada, una fiebre demoledora que ha detonado que el día toma varios perfiles, incluidos los momentos de la escritura. En esos días de tramas inconexas escribo varios textos en el diario, anotaciones, a lo sumo, que se unen por una vaporosa sensación del subconsciente. Poliédricamente el día sucede con voz de fagot. Pasa en el campo, en la mar. La noche y el día tienen mecanismos que ni el amor comprende. Son ocultaciones para el ser que tantea sólo por insinuación.

En cualquier caso, no entiendo la escritura como ensayo ni siquiera en un cuaderno de apuntes o un diario. Mucho menos en la poesía. ¿Podríamos hablar del tirador que ensaya en su casa los ajustes de la muñeca y la mirilla que desacierta adrede? Incluso en los disparos fuera de la diana n existe la intención de sacarlos de la diana. No cabe eso que algunos dicen del diario, porque solo ellos conocen los ensayos fallidos. La escritura consiste en levantar las tripas y ponerlas encima de la mesa; en punzar incisivamente en el ser que soportamos y decir lo oculto, decir lo no dicho o lo que se dijo, pero con otras palabras; en ejercer de oráculo en soledad, en la más plena y soporífera soledad; en acudir a la caverna de la conciencia individual para extraer lo que hace que seamos humanos y darle brillo, acrisolarlo; en sacudir los pleonasmos que nos invaden con los poetas mediocres, con los novelistas mediocres, con la literatura mediocre, la que se cree siempre en ensayo y nunca dijo nada.

Si todo lo que fue en un tiempo pudiera contemplarse como estatua, campo o semilla recogida en el surco de este cuerpo; si todo lo que fue un sueño vivo acabara brotando como magma de la noche, quedarían fundidos los otoños en la figura estática del verbo que pronuncia bendito este silencio. No hay verdad que pronuncie lo vivido como la muerte exacta del deseo.

miércoles, 9 de marzo de 2011

En el cuaderno de tapas negra aparecen unos versos que escribí esta mañana. Los urdí porque quería escribir poéticamente sobre el fulgor que descansa en las ramas de las encinas cuando el sol las abate y las abandona. Pretendía cobijar el rescoldo caducifolio que permanece más allá de la noche y la oscuridad a través del calor de los cuerpos y el reflejo de lo opaco. El juego especular que tan hondo se produce, cada día, en el ser humano.

Tan sólo hay un puñado de palabras y un par de oraciones bien encabalgadas. Fíjense que hablo de la poesía en pasado, pero ¿no es la poesía la suspensión de lo eterno en lo finito? ¿Cuándo arranca la creación poética y hasta cuándo perdura?

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Probablemente la creación poética sea el resultado de un ensañamiento de la memoria con dos o tres temas que nos han creado la conciencia. Es una disyunción entre el deseante y lo deseado. Aparece cuando el ser se encuentra ofuscado y resentido en demasía con los otros hombres. Y quiere el poeta, acaso sin saberlo, dejar musicada y rítmica la poesía profunda de un ser pasajero.

Hasta que no se macera la memoria y la conciencia a través del conocimiento, el poeta va acercándose a la poesía superficialmente. Gusta de usar sonidos extravagantes, de utilizar la imagen más original que conozca, de explorar, -como un niño hace con el habla-, las palabras que les resulta más atractivas únicamente por sus hechuras y su sonido en la boca. Le sucedió a Borges, a Vallejo, a Machado, a J.R.J., todos sufrieron una parábola hacia la claridad.

Poco a poco, el poeta comprende que lo verdadero se pronuncia en susurros, silabeando una melodía de prodigios que se acerca, demasiadas veces, al silencio. Luego, cuando se hace portador de ese fábula de fuentes interna comienza a escribir con el sólo lamento de lo lírico: poesía plena. Es entonces cuando llega eso que llamamos la voz del poeta. Y también cuando se decide si algún día lo fue o quedó todo en malabarismo de infante.

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Me comentaba J.S.M. que, últimamente, los textos de este diario le resultaban demasiado cortos. Sin él saberlo, hizo el mayor de los halagos posibles, pues escribo de un tiempo a esta parte, dejando entrever sólo los ecos, las conjeturas, las palabras especulares con toda la intención posible. Es una consecuencia de la pérdida de convicciones reflejada en la sintaxis y la escritura en general. Cuando uno se diluye y atiende aquí o allá, la sintaxis se hace escurridiza y sólo cabe acogerse a lo tenaz, como ese pájaro silencioso en la rama que incita al abismo aritmético del campo o como esa rama que encierra el calor del día en tan solo una reminiscencia.

martes, 8 de marzo de 2011

Desde hace unas semanas, he vuelto a tocar el clarinete casi a diario. Hace años, dedicaba como mínimo dos o tres horas diarias a ensayar y practicar. Con mucho anhelo recuerdo los ensayos del cuarteto de clarinete que montamos por puro entretenimiento, si es que el entretenimiento en la música no es la forma más encrespada de ensimismamiento. Con la misma intensidad, se me vienen a la memoria los ensayos del Réquiem, de Faurè, con unos músicos de Salzburgo que habían sucumbido a las virtudes del vino sanluqueño. El clarinete tiene, en esa partitura, una participación escasa, interviene con dos o tres notas tenidas. Eso es todo. Siempre que vuelvo a tocar el clarinete se agolpan las horas y la dedicación de entonces, porque fueron gozoso tránsito.

Es innegable que la digitación, para un clarinetista, es fundamental. Y ese aspecto sí comienza a perderse después de un gran tiempo de abandono. Un stacatto, el picado en la lengüeta. Sin embargo, he notado que el cuerpo de ébano del instrumento vibraba con placidez y que no parece estar sordo ni destimbrado, antes al contrario, inundó pletórico los rincones de esta nueva casa, como si estuviera reconociéndome por de dentro, emocionado, con los sones olvidados de los días. Fueron muchas las horas con el instrumento y de ello queda la reminiscencia, acaso la diadema del sonido.


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Hoy me siento triste porque la ignorancia es destructiva. Por eso escucho a Antonio de Cabezón, porque sus melodías me resultan apotegmas de la antigua península.


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Suele ocurrir después de leer poesía durante varios días. Dejo de escribir con tanta veleidad. Y lo hago precipitándome hacia dentro, hacia no sé sabe qué pureza.Por ejemplo, he estado revisando el libro de poemas que tenía terminado. Lo he vuelto a leer y me parece que no hay poesía. Lo mandaré al fuego o al agua o la basura.

domingo, 6 de marzo de 2011

Cargado de libros, después del cumplimiento poético, comencé el viaje de regreso a casa. A decir verdad, el viaje de regreso había comenzado en cuanto salí del hogar. En ese entonces, el cielo poseía una grisura inconmensurable que se adjuntó a los ánimos como una música oculta. Antes de emprenderlo, leí un poema de Elías Moro mientras sorbía un café rodeado de nadie. Reconozco la manía esquizofrénica de analizar lo que he dicho en una reunión al detalle y siempre me entristezco por mis pésimas aportaciones. Cada vez más me observo con menos recursos, mustio de verbo. Eso me lleva a estar demasiado callado, a elidir un comentario al respecto de una opinión o a permitir que alguien llegue a defender una información manida y alzarla, incluso, como novedad de tertulia. Decía que, mientras apuraba el sorbo de café, leía unos versos que me dejaron las necesarias conjeturas como para hacer del viaje una vuelta simbólica: “A medio camino de todo/ no es la muerte lo que temo […]/ temo esa edad que multiplica el olvido/ el azar aliado con el tiempo/ que infalible y sin retorno pasa”.

Nunca sabemos cuándo arranca la mitad de nuestra vida y cuándo escribiremos con el arrebato de la nostalgia absoluta. Es por eso por lo que creo que en la poesía no hay cabida a las medias virtudes y que la poesía es el axioma parmenídeo más riguroso: se es o no se es, hay o no hay. La poesía es el pronunciamiento de la última conciencia. Y ella ya no nos pertenece; no conocemos su repercusión.

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Por entonces, venía pensando en los tentáculos de la vanidad y en cómo, con el tiempo, mis certezas han ido desmoronándose hasta reducirse a ninguna convicción. Cada cual se engola en su ego y esparce nombres, obras, datos como quien acaba de despertar de un letargo, aleccionando y escuchándose a sí mismo. No son estas palabras muestras de hosquedad alguna, sino de fijación en los demás que, al fin y al cabo, soy yo mismo.

Cada uno piensa que el mundo que existe y que es posible es el que se resguarda en su mollera y que, por ejemplo, la literatura es esto y no aquello, posee estas cualidades y no otras. La ignorancia es demasiado arrogante y a poco que se incite salta y enviste.

La humildad, ese tópico denostado, se ha evaporado de los diletantes, acaso de los que aspiran a la creación artística. Sin embargo, a poco que uno escarba por la vida de los grandes creadores, confirma que, al principio, todo es rendición, arrodillamiento, imitación, consagración a los otros. Quizás nunca pueda pasarse de esta etapa y no seamos capaces de desarrollar eso que los mediocres creen atisbar en cuanto quedan deslumbrados.con todo, hay que saber rendir pleitesía a lo mudo y al silencio como una opción poética de absoluta dignidad personal.

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Compré el libro de Pietro Citati, La luz de la noche, porque al abrirlo di con unas páginas sobre Leopardi que explicaban, con una fogosidad templada e inusual, cómo fue el infinito para Giacomo: “Cuando Leopardi concibió el poema que tituló `El Infinito´, estaba sentado en el suelo, encogido sobre sí mismo, acurrucado junto a un seto”. Las palabras que prosiguen el capítulo son fascinantes, dignas de una relectura.

Sin embargo, ante estas portentosas interpretaciones, me siento como la mujer de Tintoretto que, envidiosa, le decía a su marido: “los colores apestan, manchan, pringan, destiñen, estropean la ropa. Tu piel huele a laca. El pincel hace que te salgan callos en las manos. Estar horas de pie delante del caballete agarrota la espalda. Te vas a quedar jorobado, renqueante y ciego”. Como el envidioso que lanza improperios sinsentido y que denigra la dedicación del susodicho.

Obviamente, he rescatado de las baldas el volumen de Leopardi. No en vano, en el salón está enmarcado el poema en una copia manuscrita que compramos en Arezzo el verano pasado. Después de leer el poema varias veces, pienso que en nuestra lengua pocos podrían haber escrito esta prodigiosa poesía. Ni F.G.L., ni L.C.desde luego. Sólo se me ocurre J.R.J., el único poeta infinito.


jueves, 3 de marzo de 2011

A veces, la brevedad es certera andanza. Otras tantas, insoportable necedad. Sólo quien imprime a su discurso una conjetura sintáctica engolada en el pensamiento, puede recoger ciertos frutos. El fructífero decir de la paciencia, de las encinas meditabundas.

miércoles, 2 de marzo de 2011

El cielo cerúleo mostraba su enigma en la mañana. Entre las ramas del árbol, se cobijaba una mancha de luz dispersa y sin contornos. Podría decirse que estaba ante un alumbramiento de las hojas húmedas por el rocío. Los pasos en la tierra eran de cobre, porque no ofrecían más que levedad. Y todo, al unísono, como enjambre de laureles, precipitaba una paz mineral que deseé para siempre.

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Dice Adorno que la música y la pintura comparten la capacidad de cifrar la realidad, de ofrecerla a través del cedazo de una propuesta estética y ética remozada en la inteligencia. Sin embargo, más allá de esa apreciación, y como sucede siempre con los estudios sobre la música, yerra el filósofo en sus presupuestos posteriores. Ante esa incapacidad, me imagino que la música, para los filósofos (incluido San Agustín) ha sido la física cuántica de las artes.


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Acabo de leer los casos de algunos autores que, como Virgilio, tuvieron la tentativa de quemar o destruir sus libros. Es el caso de Cioran que, después de escribir más de treinta y cuatro cuadernos de unas mil páginas, escribió una inscripción bien clara y concisa: “Destruir”.
Durante varios días, y después de que I. me estuviera alentando con sus nuevas teorías sobre la relación entre el autor y su obra, no ceso de pensar en la relación de propiedad con la obra creada. Sobre todo, en aquellos escritores o pintores o músicos que considero extraordinarios. Es obvio que la mayoría de las obras han sido aportaciones para la evolución espiritual y artística del hombre y que, por tanto, no les pertenece desde ese instante en que lo público engulle a lo privado. Sin embargo, no siempre está a las claras que la aportación de un artista merezca la difusión pública y mucho menos que su obra sea merecedora de la atención del resto de hombres. Vanidad, prepotencia, inconsciencia de lo creado…En cualquier caso, merece una reflexión el fenómeno que comienza en la más absoluta soledad y que termina en las retinas de millones de hombres, a pesar de lavoluntad póstuma del autor. No sé hasta qué punto y cuándo se produce la desunión entre la obra y el autor, ¿desde el mismo momento en que es ejecutada o desde que se comienza a trabajar en la cabeza?
Lo observo como un problema platónico que se adhiere a lo que el filósofo propuso en sus diálogos. La obra artística es, quizás, un ser que se encuentra entre la estabilidad de la cosa y su estado puntual. No posee la magnanimidad ontológica del ser por ser eventual, aunque hay obras artísticas que se acercan y penetran en lo que siempre es presente y constante. Las obras menores son opiniones que constatan lo efímero, la doxa. Esa es la literatura de ahora, doxa, opinión de lo efímero.