miércoles, 2 de marzo de 2011

El cielo cerúleo mostraba su enigma en la mañana. Entre las ramas del árbol, se cobijaba una mancha de luz dispersa y sin contornos. Podría decirse que estaba ante un alumbramiento de las hojas húmedas por el rocío. Los pasos en la tierra eran de cobre, porque no ofrecían más que levedad. Y todo, al unísono, como enjambre de laureles, precipitaba una paz mineral que deseé para siempre.

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Dice Adorno que la música y la pintura comparten la capacidad de cifrar la realidad, de ofrecerla a través del cedazo de una propuesta estética y ética remozada en la inteligencia. Sin embargo, más allá de esa apreciación, y como sucede siempre con los estudios sobre la música, yerra el filósofo en sus presupuestos posteriores. Ante esa incapacidad, me imagino que la música, para los filósofos (incluido San Agustín) ha sido la física cuántica de las artes.


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Acabo de leer los casos de algunos autores que, como Virgilio, tuvieron la tentativa de quemar o destruir sus libros. Es el caso de Cioran que, después de escribir más de treinta y cuatro cuadernos de unas mil páginas, escribió una inscripción bien clara y concisa: “Destruir”.
Durante varios días, y después de que I. me estuviera alentando con sus nuevas teorías sobre la relación entre el autor y su obra, no ceso de pensar en la relación de propiedad con la obra creada. Sobre todo, en aquellos escritores o pintores o músicos que considero extraordinarios. Es obvio que la mayoría de las obras han sido aportaciones para la evolución espiritual y artística del hombre y que, por tanto, no les pertenece desde ese instante en que lo público engulle a lo privado. Sin embargo, no siempre está a las claras que la aportación de un artista merezca la difusión pública y mucho menos que su obra sea merecedora de la atención del resto de hombres. Vanidad, prepotencia, inconsciencia de lo creado…En cualquier caso, merece una reflexión el fenómeno que comienza en la más absoluta soledad y que termina en las retinas de millones de hombres, a pesar de lavoluntad póstuma del autor. No sé hasta qué punto y cuándo se produce la desunión entre la obra y el autor, ¿desde el mismo momento en que es ejecutada o desde que se comienza a trabajar en la cabeza?
Lo observo como un problema platónico que se adhiere a lo que el filósofo propuso en sus diálogos. La obra artística es, quizás, un ser que se encuentra entre la estabilidad de la cosa y su estado puntual. No posee la magnanimidad ontológica del ser por ser eventual, aunque hay obras artísticas que se acercan y penetran en lo que siempre es presente y constante. Las obras menores son opiniones que constatan lo efímero, la doxa. Esa es la literatura de ahora, doxa, opinión de lo efímero.

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