Mañana, por la tarde, estaré en Madrid. Iré en tren, ya que es la forma de viaje que más nos agrada. Llevaré algo de prensa y algún libro de poemas para que el poco tiempo de viaje sea, si cabe, más ameno. Aunque es cierto que al final casi nunca leo en el tren, sólo cuando vengo de vuelta, porque en la ida voy cargado de ilusiones, de proyectos, de paseos imaginarios.
Nos volveremos a quedar en el sitito al que vamos desde hace ocho años. De la misma manera, merodearemos por las mismas calles, por las plazas. Nos sentaremos en los mismos cafés. Y hablaremos de los mismos temas.
El viaje posee la virtud de la repetición en lugares que frecuentamos poco, pero también la del extrañamiento, porque aunque realicemos todas esas manías de viajeros, son otros los que están ejecutando esas acciones: los que nos renuevan.
Una vez, junto al profesor J.M.C.D., me encontré con Carlos García Gual. Fue en el Paseo del Prado. No lo conocíamos personalmente, pero lo detuvimos al calor de unos saludos entusiastas. El profesor nos mostró toda la amabilidad posible, e incluso tuvo tiempo para charlar un rato de esto y aquello. Otro día, pude hablar con Caballero Bonald, aquí, en Jerez, y tuve la ocasión de mostrar los elogios que su prosa y gran parte de su poesía me provocan, amén del consabido cariño que ambos le tenemos a Sanlúcar. Igualmente, la última vez que estuve en el Rastro, en Madrid, costumbre perpetua, pero inexcusable, me llevé toda la mañana pensando que, en cualquier momento me podía encontrar con Andrés Trapiello. Acaba a de leer La manía y sus frecuentes paseos por allí, a primera hora de la mañana, parecían formar parte de mis propias vivencias. Jamás lo vi, ni allí ni en la Cuesta de Moyano, donde estuve sentado algunas horas viendo el perfil del Retiro junto a M.C.
En París, no dejé de buscar a Vila-Matas en Saint-Sulpice, no dejé de buscarlo. Tampoco lo encontré más allá de las páginas de su Dietario voluble ni en Barcelona, cuando paseamos por su barrio una y otra vez. Como tampoco he visto salir jamás a Javier Marías de aquel portal desde el que parece que va a irrumpir su figura. Ni a Sergio Pitol en Roma, ni a Tabucchi en Lisboa ni en Siena, ni a Antonio Colinas en Venecia ni en Salamanca, ni a José Hierro en Santander, en aquellos veranos de poesía y cantábrico. En todas esas ciudades, y en muchas otras, he tenido siempre el presentimiento de que comparto el suelo de un escritor, el paisaje, los ritmos callejeros, el color de la tarde y de las palabras en el bullicio.
Así que, mañana, iré paseando por la calle Huertas y por el Barrio de las Letras, donde nos hospedamos, creyendo que Baroja mostrará su boina en una esquina o que saldrá a nuestro encuentro con un vaso de leche; o que Valle-Inclán, en aquel callejón donde tomamos chocolate, dejará su manca melena y su verbo enrabietado o que, a fin de cuentas, Cervantes insultará desde el balcón de su casa al bueno de Lope, putero y sacro, como el Madrid que nos fascina.
Nos volveremos a quedar en el sitito al que vamos desde hace ocho años. De la misma manera, merodearemos por las mismas calles, por las plazas. Nos sentaremos en los mismos cafés. Y hablaremos de los mismos temas.
El viaje posee la virtud de la repetición en lugares que frecuentamos poco, pero también la del extrañamiento, porque aunque realicemos todas esas manías de viajeros, son otros los que están ejecutando esas acciones: los que nos renuevan.
Una vez, junto al profesor J.M.C.D., me encontré con Carlos García Gual. Fue en el Paseo del Prado. No lo conocíamos personalmente, pero lo detuvimos al calor de unos saludos entusiastas. El profesor nos mostró toda la amabilidad posible, e incluso tuvo tiempo para charlar un rato de esto y aquello. Otro día, pude hablar con Caballero Bonald, aquí, en Jerez, y tuve la ocasión de mostrar los elogios que su prosa y gran parte de su poesía me provocan, amén del consabido cariño que ambos le tenemos a Sanlúcar. Igualmente, la última vez que estuve en el Rastro, en Madrid, costumbre perpetua, pero inexcusable, me llevé toda la mañana pensando que, en cualquier momento me podía encontrar con Andrés Trapiello. Acaba a de leer La manía y sus frecuentes paseos por allí, a primera hora de la mañana, parecían formar parte de mis propias vivencias. Jamás lo vi, ni allí ni en la Cuesta de Moyano, donde estuve sentado algunas horas viendo el perfil del Retiro junto a M.C.
En París, no dejé de buscar a Vila-Matas en Saint-Sulpice, no dejé de buscarlo. Tampoco lo encontré más allá de las páginas de su Dietario voluble ni en Barcelona, cuando paseamos por su barrio una y otra vez. Como tampoco he visto salir jamás a Javier Marías de aquel portal desde el que parece que va a irrumpir su figura. Ni a Sergio Pitol en Roma, ni a Tabucchi en Lisboa ni en Siena, ni a Antonio Colinas en Venecia ni en Salamanca, ni a José Hierro en Santander, en aquellos veranos de poesía y cantábrico. En todas esas ciudades, y en muchas otras, he tenido siempre el presentimiento de que comparto el suelo de un escritor, el paisaje, los ritmos callejeros, el color de la tarde y de las palabras en el bullicio.
Así que, mañana, iré paseando por la calle Huertas y por el Barrio de las Letras, donde nos hospedamos, creyendo que Baroja mostrará su boina en una esquina o que saldrá a nuestro encuentro con un vaso de leche; o que Valle-Inclán, en aquel callejón donde tomamos chocolate, dejará su manca melena y su verbo enrabietado o que, a fin de cuentas, Cervantes insultará desde el balcón de su casa al bueno de Lope, putero y sacro, como el Madrid que nos fascina.