Después de varios días hipnotizado por la prosa de Bernhard, conviene alejarse de ella o, al menos, no escribir su lectura. Más que alejarse, lo que hay que llevar a cabo es un reposo tras la lectura de cualquiera de sus libros, porque su prosa y su estilo resuenan como pocos. Sucede con Cortázar, Proust, Faulkner o Javier Marías; con Juan Ramón Jiménez, César Vallejo, Quevedo o Miguel Hernández. Son autores de una propuesta literaria que, a poco que uno extraiga alguna virtud y la trasvase a sus obras, su influencia se deja notar con demasiada transparencia. Esa imantación irradiada conviertie lo que podía ser una virtud en una chabacana glosa, en una machacona reducción de giros, vocablos, oraciones subordinadas.
Escribo todo esto porque creo que el aprendizaje en literatura (en cualquier disciplina artística) ha dejado de tener la importancia y la supremacía que le son necesarias, que tenía no hace poco tiempo. Es decir, el aprendizaje de los mecanismos de la poesía, de la música o de la pintura ya no forman parte de los nuevos creadores. Se han alejado de él como si los recursos, la imitación o la incorporación de los logros de otros (los grandes, los virtuosos) no fueran necesarios desde el principio. Se han saltado, en su afán como innovadores, los primeros pasos, los principales pasos para discernir, al menos, las capacidades individuales.
En el aprendizaje es cuando uno debe comprender hasta dónde llegan sus palabras, hasta donde su discurso termina incapaz de seguir nombrando. Ante esa exploración, apoyado en los versos o la prosa de otros que han conseguido escribir sobre una realidad, el escritor debe reaccionar o abandonar. Si reacciona, es el momento de ir encontrando su palabra, que no su voz, la palabra dadora, personal, infranqueable. La misma que puede llegar a impregnarse de aquellos sones inimitables que, en la escritura de otro suenen a triquitraque. Si ha decidido abandonar, esto es, a tomar conciencia de su limitación como autor, deberá rendir la misma generosidad a esos escritores que le enseñaron a no garabetear en público sus miserias.
Escribo todo esto porque creo que el aprendizaje en literatura (en cualquier disciplina artística) ha dejado de tener la importancia y la supremacía que le son necesarias, que tenía no hace poco tiempo. Es decir, el aprendizaje de los mecanismos de la poesía, de la música o de la pintura ya no forman parte de los nuevos creadores. Se han alejado de él como si los recursos, la imitación o la incorporación de los logros de otros (los grandes, los virtuosos) no fueran necesarios desde el principio. Se han saltado, en su afán como innovadores, los primeros pasos, los principales pasos para discernir, al menos, las capacidades individuales.
En el aprendizaje es cuando uno debe comprender hasta dónde llegan sus palabras, hasta donde su discurso termina incapaz de seguir nombrando. Ante esa exploración, apoyado en los versos o la prosa de otros que han conseguido escribir sobre una realidad, el escritor debe reaccionar o abandonar. Si reacciona, es el momento de ir encontrando su palabra, que no su voz, la palabra dadora, personal, infranqueable. La misma que puede llegar a impregnarse de aquellos sones inimitables que, en la escritura de otro suenen a triquitraque. Si ha decidido abandonar, esto es, a tomar conciencia de su limitación como autor, deberá rendir la misma generosidad a esos escritores que le enseñaron a no garabetear en público sus miserias.
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Qué irremediable dejar de leer a Bernhard, sin embargo. No puedo abandonar El sótano y esta lectura en dirección opuesta, en la dirección opuesta a la sociedad. A pesar de mis propias advertencias, leo, leo, leo a Bernahrd, aunque trato de asimilar esa escritura que parece trazar un dédalo de ficción. Me conformo con leer. En ese verbo se guarda una de las grandes y universales costumbres del hombre: sentirse, por momentos, invisible al tiempo mientras avanza, linealmente, a un fin irrevocable. La muerte no es el final de la novela, sino una prolepsis de lo que fuimos.
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Vivere, viaggiare, scrivere. M.C. está leyendo a Claudio Magris en italiano, L´infinito viaggiare. Sus lecturas se han convertido en un acontecimiento para mí. De las páginas iniciales, de la Prefazione, me lee algunos fragmentos que saben serán de mi agrado: “Fin dall´Odissea, viaggio e letteratura appaiono strettamente legati; un´analoga esplorazione, decostruzione e ricognizione del mondo e dell´io”. Tiene estas palabras palabras subrayadas en el libro. Cuando termina leerlas le digo que Magris no ha advertido una cuestión. ¿Qué sucede cuando la exploración, la deconstrucción y el reconocimiento del mundo y del yo se realizan junto a una persona, la misma persona? ¿No puede hablarse, entonces, de la forma más armónica y tremenda del amor?
A continuación, comenzamos a recordar nuestros paseos por Trieste, aquellas caminatas que parecían estar ofreciendo un resto arqueológico que debiéramos explorar. También nuestros paseos por las calles de París, por los bulevares, por los cafés, mientras leíamos algunas páginas que servían de análoga realidad al momento. Cuando se va, M. C. me deja marcada una página, en ella puede leerse: "Il viaggio-scrittura è un´archelogia del paesaggio; il viaggiatore -lo scritore- secende come un archeologo nei vari strati della realtà, per leggere anche i segni nascosti sotto altri segni...". Y me quedo auscultando los símbolos y las señales que deviene de la realidad y que llevan a otros signos, a otra sucesión análoga e imperecedera, infinita, leer, viajar.
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