La poesía europea, desde mediados del siglo XIX ha hecho de la negación de la poesía el más alto estilo de poesía. Rimbaud intentó llevar al extremo este conducto por el que se afirma la existencia de lo poético precisamente destruyendo lo que había de poético. Ante esta dicotomía, los poetas, los grandes poetas de la modernidad, tuvieron dos opciones: callar o levantar los sesos de la poesía hasta el momento. Quizás, en ese trazo de bifurcaciones, las dos opciones eran, en el fondo, lo mismo; y todo quedaba al amparo de la palabra frente al silencio. Entender, sin embargo, estos nuevos bríos de esta forma es equívoco. Porque la palabra no se opone al silencio. El silencio es su seno, de él surge y a él aspira, él es su límite y él es su territorio marginal.
Claro que, en esos años a los que nos referimos, existía otra conciencia histórica que maleaba, con fuerza, la propia concepción del hombre como animal de tiempo, como animal de conciencia que, aun siendo pasajero y momentáneo, sabía de la fuerza proteica de su palabra en el tiempo. Frente a estos temas que surgieron gracias a la potencia filosófica y de pensamiento que se disparó en el XIX, tenemos ahora la gran ausencia de pensadores que marquen, que estimulen, que creen conciencia histórica. Es uno de los síntomas de esta era tecnológica.
En estas circunstancias, de vacios intelectuales y de tendencia a compromisos políticos e históricos sin fundamento, de entrega al lenguaje de la tecnología como si lo poético hubiera sido finiquitado y totalmente explorado, como si lo poético hubiera quedado fuera de lo poético, se crea una poesía que no desvela nada, que no revela nada, que se hace defecto de unas aspiraciones sin matices. De ahí que uno lea continuadamente libros de poemas que no establecen, por sí mismo, ninguna propuesta personal e individual entroncada con lo esencial del hombre. Sólo compruebo que se repiten soniquetes de “poetas mayores”, de poetas vencedores en los terrenos de la mediocridad y la prensa. Porque la propuesta personal más ambiciosa debe comenzar desde dentro, desde los reinos del ser. Justo en el lugar en que las preguntas no encuentran respuestas absolutas y en que el lenguaje necesita ampliarse y reducirse, revelarse y transformarse por la cualidad de lo nombrado.
En realidad, lo que sucedió desde mediados del siglo XIX fue la independencia de la poesía frente a otras y ajenas circunstancias de paso. Supieron los poetas sublevar los anexos de la realidad al fruto verdadero de la palabra. Ahora, sin embargo, Se han cerrado los conductos de comunicación con la vasta y etérea realidad que nos sustancia y que, a pesar del avance de la tecnología, sigue palpitando y latente, como lo hará siempre. Ya no es sólo la ausencia de la divinidad y del estigma que ello posee sino la ausencia de lo otro desde el amparo de la poesía. ¿Podría un poeta que no posee creencias religiosas llegar a escribir un poema que roce las ansias, el anhelo de la divinidad (entendida esta palabra en sentido griego)? En san Juan de la Cruz tenemos el ejemplo a la inversa, pero Rilke, Hölderlin o Baudelaire son poetas de lo divino. Supieron desgajarse de la férrea asimilación católica e iconoclasta para alzarse por encima de sus circunstancias sin renunciar a la aspiración divina.
Pienso, en estos momentos, en esos poetas actuales que escriben poemas diciendo que los liberemos de pecados, que los perdonemos si utilizan , luz, dios, soledad, belleza u otras palabras de raigambre hegeliana o posromántica. La perspectiva se equivoca. Hablar sólo de uno mismo, escribir un poema con lo que uno cree que debe ser un poema, es una limitación y una coartada que revoca al fracaso. Porque la poesía no consiste en sacudir de sus líneas tales o cuales palabras, sino en saber utilizarlas para referirse, aunque sea sólo como intuición, a la materia que nos recorre. La materia de la finitud que posee la conciencia del tiempo histórico y perpetuo.