miércoles, 16 de mayo de 2002, 17.40 h. Creo recordar que fue Oscar Wilde quien dijo que lo que no se habla o no se escribe nunca, no existe. Esta mañana me he acordado de esta sentencia durante un largo rato cuando contemplaba el espectáculo de vanidades que ocurría.
He comprobado que existe una nueva categoría de ciudadano: el provinciano. El provinciano no entiende de éticas y filosofías, a pesar de ser universitario y poseer títulos y diplomas y papeluchos e, incluso, haber ofrecido cursos a otros compañeros. A pesar de todo, incluida su pose y su respingo, no hace más que responder a sus instintos primarios. Ansía que los demás observen su trabajo, aunque éste sea de una calidad relativa. Necesita el reconocimiento público de sus actos y termina, al final, dirigiendo el cotarro, como el gallo del corral.
La mediocridad es una de las pandemias que nos azota en estos años. De un tiempo a esta parte, observo cómo en los puestos en los que hay que tomar decisiones no están los más cualificados. Ni siquiera los que pueden propiciar que las decisiones más oportunas prevalezcan sobre sus intenciones. Antes al contrario, encuentro una radicalización de la ignorancia, porque el ignorante, el que no se curte en la diversidad de criterios y los acepta y convive con ellos, es -como diría Ortega- un provinciano. Y en estas circunstancias, lo extraño, lo extraterritorial es el gusto por lo minoritario, la individualidad o los logros conseguidos en silencio. Pero, me pregunto, ¿quién no cae en la cuenta de que su trabajo (sea escribir o dibujar, sea gestionar o comunicar) no es más que una gota en el océano y que, por ese motivo, no cabe otra cosa que el silencio?
Escribo estas líneas después de varios meses atestiguando cómo hay una especie de trabajador que logra trepar hasta el poder como una lagartija sin haber merecido más que la consabida bendición del que está colocado más arriba. Porque siempre hay uno que está más arriba y al que hay que adular. Siempre hay uno a quien rendirle cuentas y alabarles sus perogrulladas y sus infamias y sus demencias seniles o sus intratables razonamientos. No importa, abajo el criterio y el juicio, será quien nos bautice en el poder.
En esas situaciones, siempre respondo de la misma manera: la evasión. No me interesa participar de esa trama oculta que algunos quieren perpetuar a favor de anular la conciencia individual y propia. Porque en la conciencia está encerrada la grandeza de uno mismo, en la claridad con la que se contempla la verdad y la gracia. Y eso es lo único que nos queda que pertenezca a la dignidad.
He comprobado que existe una nueva categoría de ciudadano: el provinciano. El provinciano no entiende de éticas y filosofías, a pesar de ser universitario y poseer títulos y diplomas y papeluchos e, incluso, haber ofrecido cursos a otros compañeros. A pesar de todo, incluida su pose y su respingo, no hace más que responder a sus instintos primarios. Ansía que los demás observen su trabajo, aunque éste sea de una calidad relativa. Necesita el reconocimiento público de sus actos y termina, al final, dirigiendo el cotarro, como el gallo del corral.
La mediocridad es una de las pandemias que nos azota en estos años. De un tiempo a esta parte, observo cómo en los puestos en los que hay que tomar decisiones no están los más cualificados. Ni siquiera los que pueden propiciar que las decisiones más oportunas prevalezcan sobre sus intenciones. Antes al contrario, encuentro una radicalización de la ignorancia, porque el ignorante, el que no se curte en la diversidad de criterios y los acepta y convive con ellos, es -como diría Ortega- un provinciano. Y en estas circunstancias, lo extraño, lo extraterritorial es el gusto por lo minoritario, la individualidad o los logros conseguidos en silencio. Pero, me pregunto, ¿quién no cae en la cuenta de que su trabajo (sea escribir o dibujar, sea gestionar o comunicar) no es más que una gota en el océano y que, por ese motivo, no cabe otra cosa que el silencio?
Escribo estas líneas después de varios meses atestiguando cómo hay una especie de trabajador que logra trepar hasta el poder como una lagartija sin haber merecido más que la consabida bendición del que está colocado más arriba. Porque siempre hay uno que está más arriba y al que hay que adular. Siempre hay uno a quien rendirle cuentas y alabarles sus perogrulladas y sus infamias y sus demencias seniles o sus intratables razonamientos. No importa, abajo el criterio y el juicio, será quien nos bautice en el poder.
En esas situaciones, siempre respondo de la misma manera: la evasión. No me interesa participar de esa trama oculta que algunos quieren perpetuar a favor de anular la conciencia individual y propia. Porque en la conciencia está encerrada la grandeza de uno mismo, en la claridad con la que se contempla la verdad y la gracia. Y eso es lo único que nos queda que pertenezca a la dignidad.
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miércoles, 16 de mayo de 2002, 18.32 h. ¿Por qué recojo estas reflexiones en el diario? Porque el ejercicio de la antropología debiera ser obligatorio, debiera ser como la respiración. No como arsenal para futuras creaciones literarias, sino para la conducta vital. Estos años distanciados de la cultura y el sentido ético son los más propicios para la aparición de rapiñadores y hay que estar alerta para que no lleguen a salpicarte. Porque lo roen todo, hasta los tuétanos.
Todo esto que escribo, a grandes trazos, sin señas propias, deviene de la insolencia a la que me conduce estas circunstancias. Creo que cuanto más social es el ambiente, más misántropo es uno y que cuanto más distancia intento tomar, más cerca me encuentro de la belleza de los objetos mismos, de la cosa en sí.
Todo esto que escribo, a grandes trazos, sin señas propias, deviene de la insolencia a la que me conduce estas circunstancias. Creo que cuanto más social es el ambiente, más misántropo es uno y que cuanto más distancia intento tomar, más cerca me encuentro de la belleza de los objetos mismos, de la cosa en sí.
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