jueves, 27 de mayo de 2010

En estas semanas recuerdo al personaje de Thomas Mann, Adrian Leverkühn. La literatura de Thomas Mann encuentra, en este personaje y en este volumen, una culminación que sólo se atisbaba en otros relatos, como Tonio Kröger.
Mann consiguió fundir en un libro las dos vertientes que zumbaban a su alrededor: el artista, la música, la autonomía del arte. Y esa combinación, que tan atractiva resulta para mí, es una aspiración y anhelo cada vez que escribo en este diario.
Escribir sobre la música es una de las tareas más complicada e inabordable. Escribir de o sobre la música es un sintagma equívoco, una predicación que resulta ininteligible. En todo caso, escribir la música es un sintagma que quizás recoja de forma más certera el concepto que se recoge.
Es cierto que sólo en la poesía he comprobado el lenguaje de la música, porque la poesía habita cercana al silencio, colindando con el hábitat del sonido y del ritmo. Pero esta tarde, al respirar junto a los pájaros, rodeado del verde de una encina, con la tranquilidad del ocaso con los miembros tristes, he respirado la música. Y en ese hallazgo he entregado todas mis palabras.

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J.R.J es el poeta de la poesía española del siglo XX que más grande se va haciendo y que más enorme comenzó uno a leerlo.

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No sé si mañana debería dejarlo todo, sí. No escribir más, ni poesía ni el diario, todo. Dejar de ser, dejar al ser desasido y desvinculado de la presencia primitiva que me recorre. Levantarme sin aspiraciones que vayan más allá de esto o aquello y dejar la casa vacía de libros, lápices, cuadernos. Mirar la luz sin más ni más. Dejar desnudo al mundo y, en sus pieles, acariciarlo, lentamente, hasta que surja del roce la música de las estatuas en verano.

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