A MANO o con el ordenador, la grafomanía sigue punzando cada mañana. Distintos son los textos que uno va pergeñando, pero todos poseen últimamente el afán de quedar en nada, de restar más que sumar, de terminar siendo un huella transparente quizás tan sólo de una coincidencia furtiva entre la figura del mundo y de un individuo. Cuando eso sucede ocurre en el individuo una suerte de fuerza pertinaz que lo sobrecoge y lo conduce a la armonización con el entorno.
Sin embargo, lo que más me satisface es defender la condición de lector efervescente, de lector que espumea y se dispara para ocuparlo todo al contacto con las letras, las sílabas, las palabras, los enunciados y los sentidos que modelan la literatura. Al roce con un texto literario, pareciera desorbitarme, -en una gustosa soledad-, y diluirme en el texto mismo.
En este sentido, pienso que el texto literario posee este sentido primero desde su nacimiento como tal. El sentido de la transformación del individuo tal que las distintas disciplinas artísticas. ¿No podríamos clasificar las artes según su potencial de transformación y catarsis? El propio Schopenhauer, tras la pista de los presocráticos, Platón y neoplatónicos, así lo confiere, pero no es el único. El propio sistema mitológico parece estar desarrollado en función del calado espiritual de sus disciplinas.
Esta influencia que culmina en el interno abismo de cada uno y que es intransferible, acaso solo sugerida a través de la belleza, es fuerza teleológica que convierte el mundo en un lugar de cifras y símbolos. Para el que vive poseído por las figuraciones del arte el mundo mismo se transforma -el canto del pájaro, el amanecer, los astros, el campo, la noche, por ejemplo- en lugares de esa interpretación inicial. ¿Engañosa, irreal? Como todas. Pues, ¿cuál termina siendo verdadera?