La publicación de una obra literaria es, en estos tiempos, fruto de varias posibilidades entre las que la calidad de la escritura y la altura literaria están al final de la lista (si es que figuran). Por este motivo, cuando hablo con un amigo u otro sobre publicar la obra que uno que va escribiendo artesanalmente y sin más ánimos que la necesidad imperiosa de escribirla, siempre contesto que hay dos posibilidades. La primera es que si quieres ganar un premio, alguien debe querer darte ese premio. La segunda, que un editor se encapriche de lo que escribes aunque sea detestable y degradante.
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Escribo estas líneas porque acabo de terminar Libro de réquiems, de Maurico Wiesenthal, y he recordado cómo relata el nacimiento de este libro en el inicio, en su "Oración". No era más que una edición artesanal de cincuenta ejemplares numerados que servía como regalo a sus amigos tras una mala racha de salud. Wiesenthal no quería pertenecer al listado de autores que dejan sus miserias en los catálogos de las editoriales y, con ese motivo, publicó en secreto este magnífico libro. Al tiempo, el libro llegó a las manos de un editor, Daniel Fernández, que se decidió abiertamente a publicar el trabajo de un hombre que nació en 1943, que no pertenece a ningún movimiento ni generación, que no se reivindica sucesor de ningún maestro, que no habla de nocillas ni nutellas ni pralines, que esculca la tradición española y europea con el mismo acierto, que había practicado, casi en secreto, la mayoría de los géneros y que se encontraba con una obra ingente, voluminosa, que no aspiraba a la metamorfosis vacua y cachuda de la literatura actual. Fruto de ese encuentro es la publicación del libro de marras, El esnobismo de las golondrinas (2007) y Luz de vísperas (2008). Un mirlo blanco, lo que suele decirse, un hallazgo, una excepción.
A pesar de todo, Edhasa logró publicar este y otros libros del autor que han sido acogidos con notables elogios por críticos y, sobre todo, por lectores que se han atrevido a pasear por las numerosas páginas de sus volúmenes. A pesar de esta circunstancia, los suplementos culturales han desatendido, en gran medida, la aparición de esta obra; recuerdo sólo a Alfredo Valenzuela largo en elogios. Y a Anna Caballé entusiasmada.
Libro de réquiems (casi setecientas) es la reunión de un salmo de alabanzas a las figuras europeas que ayudaron a construir y a consolidar un espíritu que atraviesa la creación en sus múltiples disciplinas. Para esa empresa, Wiesenthal organiza ese recorrido a través de las ciudades en las que esos genios (término que dejo al alcance filosófico más alejado del Romanticismo) desarrollaron su creación y en las que el propio autor ha vivido posteriormente: París, Roma, Venecia, San Petersburgo, Madrid, Sevilla, Viena, Londres, Napoles, Berlín, etc.
Por este motivo, el libro es un paseo por el ancho cementerio que es Europa: él los visita, persigue sus vidas y cuando los encuentra, les recita un réquiem: Stefan Zweig, Casanova, Storni, James, Velázquez, Hugo, Falla, Nietzsche, Dovstoievski, Rilke, Chopin, Beethoven, Mozart, Shakespeare, Calderón, etc.
La escritura es prodigiosa por momentos, con un ritmo que alterna la parrafada biográfica y excesiva con la reflexión sutil y delicada. Los términos son precisos, justos, sin obsoletas manías sintácticas ni préstamos innecesarios que afeen la virtud y el estilo de un escritor. Escribe como viaja, al ritmo de las intuiciones, pero siempre con el tino de quien tañe un instrumento bajo el aforo de la nada.
El libro se convierte en un alegato de los valores y las tradiciones que han sustentado a Europa como tal y que han caído, rendida por la ignorancia, en el olvido:
“No hagamos preguntas. Pero escribí estas páginas para quitarme el sombrero
delante de los condenados y para dejar coronas de flores a los pies de los
muertos. Ellos no me necesitan, pero yo a ellos sí”.
Una defensa que circula por los meandros de la anécdota con la portentosa virtud de un costumbrismo reflexivo y profundo. El episodio, por ejemplo, dedicado a Baroja, es más certero y esclarecedor que cualquier biografía. O las páginas en que narra las vicisitudes de Casanova en Venecia. Al terminarlas, no tuve más remedio que recordar los versos de Antonio Colinas. Para el recuerdo queda el relato de los últimos días de Mozart, exasperado por sus males y por las visitas fantasmagóricas que tanto mal le hicieron; en su cementerio, en aquella fosa común desaparecida, sólo acudió su perro, metáfora del oído actual.
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Vida y literatura, letra impresa bajo el hechizo sepulcral de un espíritu inquieto que atina y desciende a las profundidades de los genios. Obra delicada y emotiva, escrita por el impulso de la destrucción de un continente arrumbado y llevado por los poderes más alejados de la cultura. Cultura como emblema, conocimiento en la soledad individual, labranza de la vida especular que otros nos legaron, música del silencio. Wisenthal conoce los cementerios de París de memoria, en ellos escribe a menudo y visita a Wilde, Verlaine, Proust, Colette, Vallejo, Cortázar… como quien va a celebrar junto a ellos, con una botella de vino francés, la alegría efímera –qué alegría no lo es- de una conversación con los muertos. Vayan a una librería y abran el libro por cualquier página, sin orden ni concierto, una música órfica los cautivará de continuo. Cuando lo adviertan, se verán en el cemeneterio vertical de los genios perdidos.