sábado, 21 de marzo de 2009

Las ilusiones perdidas.

La costumbre es sencilla. A media tarde, cuando el sol declina, buscamos un lugar para la charla. Preferimos el centro del pueblo, aunque en ocasiones nos acercamos al paseo marítimo. Junto a él, mi voz se encostra de salitre y se deja enmudecer.
Lo noto absorto e iracundo, con una mirada perdida que recorre los entresijos de la barra del bar en que estamos sentados. Plena Plaza del Cabildo. Sobre la mesa descansan dos vasos de manzanilla. Siempre quiso fijarse el Licenciado en las manos de quienes sujetan un vaso de vino: “Mira, ése viene del campo, ¿no notas sus manos encallecidas y negruzcas, sus uñas desgastadas y sus dedos acolchados? “Aquel otro trabaja en una oficina, tiene manos de mujer presumida; ése es panadero, los surcos de sus manos son de harina…”. Todo eso me lo decía embuchando su gorrión con una mueca cardenalicia y papal: parece un obispo del caldo andaluz, un demonio bautizado en la pila de Baco.
- Lo noto decaído, Licenciado.
- Alicaído, mejor dicho, ya que me siento un pájaro moribundo que ha perdido la virtud del vuelo.
-¿Por qué me dice esas cosas? Usted disfruta de su tiempo al completo, está jubilado desde hace años y tiene todo el día para leer plácidamente: estuvo en política, ha escrito libros, tiene una familia adorable, posee una biblioteca magnífica, ha recorrido medio mundo y goza de una salud de hierro.
- Mire joven, cuando tenía su edad, pensaba que la vida me estaría esperando siempre. Todo eso que me dice no es más que la punta de lanza de todas mis ilusiones, herrumbrosas lanzas. Las ilusiones perdidas, de Balzac.¡Qué carácter, qué soberbia! Me templé con el tiempo.
- Ya volvemos al tema de siempre, “la vida es muy corta…”.
-¡Pero no lo ve, joven! ¿Usted quiere escribir? Levántese ahora mismo y váyase a su casa a hacerlo. ¿Quiere viajar? Compre mañana su vuelo. ¿Quiere a un familiar? Llámelo y dígale cuánto siente lo sucedido, cuánto deseas sonreír de nuevo junto a él.
Al decir estas palabras, la Plaza enmudeció. Como si fuera a comenzar una ópera, su presencia parecía acallar el vuelo de las palomas y el revoltijo de la gente. El Licenciado ya estaba en la barra, con los vasos vacíos en la mano, pidiéndole otra ronda al camarero. Cuando volvió yo no me encontraba allí. Le dejé escrito en una servilleta: “Lo siento profesor, me voy a mi casa a escribir. Como comprenderá, no puede reprocharme nada…” Todavía me imagino la sonrisa que atravesaba la cara felina del Licenciado. No había cosa que le emocionara más que contemplar la realización de los sueños.

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