Este miércoles fue el colmo, pero no debería de extrañarme por lo acaecido. A fin de cuentas, como un oráculo sin dioses, preveo lo que me va a ocurrir. Por eso me llevé el libro de Pessoa a la consulta.
A don Agapito lo visito cada año, como alergólogo, cuando llega la primavera. Es una cita inexcusable, como el estallido de las estaciones o la llegada de la vejez. En su consulta me han ocurrido cosas muy curiosas. Todavía recuerdo aquella vez en que en el servicio me encontré a un hombre mayor desesperado, con las lágrimas recorriendo la anuezada tez de su rostro, “me ha dicho el médico que no puedo comer fresas,ay,…”. Tanto lloró aquel hombre que no pude más que abrazarlo y asistirlo en sus penas. En ese momento, entró la esposa con toda la sorpresa recogida en su grito: “¡Manolo!”.
Tampoco olvido lo que sucedió en la sala de espera toda vez que la consulta parecía terminada para el doctor. Se olvidaron de mí –al menos eso creí al principio- y cerraron la puerta del salón de aquella casa palacio. Pegué un grito motivado por el miedo y la asfixia repentina. El médico entró poco después, sonriendo a boca llena, “no se preocupe, sólo es un experimento de la liberación de histamina ante situaciones adversas como la claustrofobia, ja, ja , ja…”
Pero este miércoles debía ser distinto, yo quería delimitar mi divertimento y por eso me llevé el libro de Pessoa.
A don Agapito lo visito cada año, como alergólogo, cuando llega la primavera. Es una cita inexcusable, como el estallido de las estaciones o la llegada de la vejez. En su consulta me han ocurrido cosas muy curiosas. Todavía recuerdo aquella vez en que en el servicio me encontré a un hombre mayor desesperado, con las lágrimas recorriendo la anuezada tez de su rostro, “me ha dicho el médico que no puedo comer fresas,ay,…”. Tanto lloró aquel hombre que no pude más que abrazarlo y asistirlo en sus penas. En ese momento, entró la esposa con toda la sorpresa recogida en su grito: “¡Manolo!”.
Tampoco olvido lo que sucedió en la sala de espera toda vez que la consulta parecía terminada para el doctor. Se olvidaron de mí –al menos eso creí al principio- y cerraron la puerta del salón de aquella casa palacio. Pegué un grito motivado por el miedo y la asfixia repentina. El médico entró poco después, sonriendo a boca llena, “no se preocupe, sólo es un experimento de la liberación de histamina ante situaciones adversas como la claustrofobia, ja, ja , ja…”
Pero este miércoles debía ser distinto, yo quería delimitar mi divertimento y por eso me llevé el libro de Pessoa.
Don Agapito, al verme entrar remangado, pero leyendo el libro, exclamó desde su sillón, “¿qué lees?”, olvidándose de comprobar la reacción al polen de mi organismo. Desde ese momento lo supe atrapado en las redes de la ficción. “Leo un libro de Pessoa, Libro del desasosiego”, dije sonriendo (aún me acordaba de su sonrisa profiláctica). Fíjese lo que dice (y en esos momentos me senté en el recibidor, dejé caer los brazos sobre la mesa sujetando el libro, mientras me preparaba para leer en voz alta. El médico me miraba embobado): “Envidio a todo el mundo no ser yo”.
Los dos nos mantuvimos en silencio un rato hasta que el doctor Agapito pareció tomar conciencia verdadera de la sentencia que inciaba la entrada 203. “Escoja usted otro pasaje y léamelo, pero mientras, entre en el cuarto y desabróchese la camisa, debo auscultarlo...”, me imprecó el doctor que ya batallaba en su mollera con la frase de marras. “¿No cree usted que ya está bien de atender a tantos enfermos?, ¿ha sido usted enfermo alguna vez, lo han auscultado, lo ha auscultado un paciente?”, dije sin remiendos. Don Agapito me miró tremebundo, como un abismo del que manan los sueños.
Cuando sonaron los golpes en la puerta, ya estábamos sentados los dos en la camilla, comentando varios pasajes de Pessoa. El doctor reía, glosaba, intercalaba metáforas con léxico científico; se le escuchaba desde la sala de espera, por eso la esposa entró de repente con actitud bravucona, “¿Agapito?”, le preguntó en la inmensidad de su bisoñez. “Déjame, por un momento, que me habiten los otros”, contestó.
Los dos nos mantuvimos en silencio un rato hasta que el doctor Agapito pareció tomar conciencia verdadera de la sentencia que inciaba la entrada 203. “Escoja usted otro pasaje y léamelo, pero mientras, entre en el cuarto y desabróchese la camisa, debo auscultarlo...”, me imprecó el doctor que ya batallaba en su mollera con la frase de marras. “¿No cree usted que ya está bien de atender a tantos enfermos?, ¿ha sido usted enfermo alguna vez, lo han auscultado, lo ha auscultado un paciente?”, dije sin remiendos. Don Agapito me miró tremebundo, como un abismo del que manan los sueños.
Cuando sonaron los golpes en la puerta, ya estábamos sentados los dos en la camilla, comentando varios pasajes de Pessoa. El doctor reía, glosaba, intercalaba metáforas con léxico científico; se le escuchaba desde la sala de espera, por eso la esposa entró de repente con actitud bravucona, “¿Agapito?”, le preguntó en la inmensidad de su bisoñez. “Déjame, por un momento, que me habiten los otros”, contestó.
”Acabo de experimentar sobre la liberación de la histamina cuando la ficción actúa a pesar de la razón y la ciencia”, le dije a aquel docotor alocado y tierno, histamínico y puro.
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