Parece que los cantos de los pájaros me están esperando cada vez que me asomo al balcón. Comienza, de repente, un continuo de melodías que se cruzan en el horizonte y cuyo origen surge de mi perplejidad. La hermosura auspiciada en el verde de la sierra de Cádiz que se intuye, a lo lejos, donde descansan los quejigos sin estómago, pues fueron arrancados por el hombre. Unos minutos intentando localizar algún ritmo secreto que se encierre en esos timbres. Incluso me atrevo a concertar una pauta musical a la naturaleza pura. Pero qué equívoco más iluso. La naturaleza guarda secretos indescifrables, que no forman parte de ninguna razón, de ningún juicio crítico y que sólo están ahí para ser diluidos en nuestro ser, en la plena vigencia del tiempo que somos.
Y por eso me quedo, sin alas y sin cuerpo, sin asideros melancólicos que me turben, a la escucha insólita del canto del pájaro que llevo dentro, del pájaro solitario y de sus virtudes.
Y por eso me quedo, sin alas y sin cuerpo, sin asideros melancólicos que me turben, a la escucha insólita del canto del pájaro que llevo dentro, del pájaro solitario y de sus virtudes.
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