miércoles, 10 de febrero de 2010

Desde el origen, una indicación al comienzo del sótano.

Los días en el origen. No quiero adentrarme en el sótano sin antes escribir algunas notas sobre la lectura que terminé hace poco, pero que sigue resonando, con toda sus variantes, con todo el esfuerzo sintáctico, como un bucle poliédrico. Como un arché, que genera el todo desde el uno, la prosa de Bernhard ha empañado la lectura como empaña la lluvia, esta tarde, los cristales. Quiero decir que, al final de El origen, al final de una indicación sobre el recuerdo que se somete al pensamiento de su ahora, sucede la dispersión magistral de su origen. Quiero decir, el punto de fuga que retorna, el origen de todos los fines, el origen de toda su vida que brota ininterrumpidamente. Al fin y al cabo, el origen no es más, ni es menos, que ese recuerdo instalado en la memoria de una ciudad, un instituto, unos bombardeos, una educación a la sombra del nacionalsocialismo y del posterior catolicismo, las primeras notas que brotaron de un violín, la sombra alargada de su abuelo, de su maestro, de su Montaigne personal, del maestro antiguo, del trastorno provocado por la sociedad, por el malogrado compañero tullido que amaba la soledad, por Pittioni, aquel profesor de geografía cuya fealdad despertaba las punzantes y socarronas risas de la comunidad, por la tara de los días en que su violín mudo esperaba las manos que lo despertara. Su abuelo, a quien amaba y veneraba, con quien paseaba y conoció la Naturaleza, la mejor de las educaciones, su abuelo fue, sin duda, la figura capital de este origen. Su familia, lastrada por el tutor, que ni siquiera padrastro, decidió seguir siendo austríaca a alemana. Cuestión indiferente al propio Thomas, al joven Thomas, que decide abandonar el instituto que un día fue nacionalsocialista y otro católico, es decir, la misma necedad y antinaturalidad volcada sobre los jóvenes que son al fin antinaturales y necios, al joven Thomas que decide abandonar el instituto y comenzar a trabajar, durante tres años, justo cuando cumple los quince, en un comercio de comestible.
La literatura de ese comercio está en las páginas de El sótano (1976), escrita treinta años después de su vivencia. Allí me adentro. Sólo quería asegurarme de que dejaba por escrito estas notas, en el diario, en el único lugar en que puedo entender, sólo con una sintaxis ternaria, esta literatura aplastante, pero tan bella, tan bella…

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Hay, desde luego, una enfermedad del espíritu y esa enfermedad es la más incurable de las torturas a las que nos sometemos como humanos. Durante algunos pasajes de El Origen, me he acordado de algunas páginas de Robert Walser, de Jakob von Gunten, y su concepción de la escuela en la que somete sus días, en la que el tedio lo hilvana todo con la absoluta convicción de su ser. Y también, de cómo los dos autores tienen que ejercer la individualidad para deshacerse de los impuestos sociales, de la comunidad adocenada. Me estudio a mí mismo más que a ninguno otro ser, esa es mi metafísica, dice Montaigne; así lo repite Bernhard en su obra, para entender su infancia y su escritura como conocimiento.

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(No debo olvidarme de de escribir sobre Walser en el diario…. Mirar los subrayados. Libro junto Microgramas.) Escribió Walser: “Aquí se aprende muy poco, falta personal docente y nosotros, los muchachos del Instituto Benjamenta, jamás llegaremos a nada”. El instituto Benjamenta, al igual que la iniciática Andräschule y el instituo católico, el Johänneum, en que se estuvo estudiando el joven Bernhard.
Los dos autores escriben sobre la influencia como individuos de estas instituciones en sus vidas y los dos llegan a la misma conclusión y a la misma acción: deben liberarse a través de su propia autoafirmación. Los dos escriben sus primeras obras sobre estos cercos de la indolencia en la primera juventud y los dos dejan por escrito el ejercicio de superación que deben realizar.
Ahora que lo pienso, yo me encuentro un proceso de retorno, en una circularidad de la que no participo conscientemente. Fui alumno de una institución, cuando niño, cuando joven, recibí la enseñanza de algunos hombres de provecho, poco más. Ahora, todos los días, abro las puertas de un aula, en una institución idéntica, en unos pasillos idénticos, en los pasillos de Benjamenta, por ejemeplo, para que sea mi voz la que vierta sobre unos jóvenes toda la antinaturalidad de la enseñanza. Mañana, cuando llegue a las clases, me sentaré junto a un alumno. Y dejaré que se pregunten, ellos mismos, qué hago, qué falta, qué ha ocurrido para que yo me siente junto a ellos, entre ellos. Es así como me siento, con toda firmeza, así, un descubridor de mí mismo, del proceso y la metamorfosis que me atraviesa.

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