sábado, 20 de febrero de 2010

No sabemos ni podemos atisbar hasta dónde puede llevarnos el trasiego de la memoria. Creemos que dirigimos los pensamientos con los que vamos a acudir a vivir el día que nos toca, las horas, los minutos, incluida la noción que nos evade del tiempo. No sabemos ni podemos atisbar qué palabra de las que escuchamos modificará para siempre una conducta o cómo un recuerdo vuelve a aparecer con las manías de las palabras lejanas. Ni mucho menos, cómo un diario irá tomando forma, el rictus de un rostro que parece estar detrás de todo esto.
Hoy he tenido muy presente las pocas cosas que recuerdo de mi abuelo Juan. Nunca crucé una palabra con él, quiero decir, no tengo conciencia de haber dialogado con él, ya que, cuando murió, yo tenía tres o cuatro años. El único recuerdo que tengo instalado en la memoria con toda nitidez es una estampa suya comiéndose un plato de lentejas (en un plato verde, con un grosor notable), con la cabeza gacha y con su pelo, totalmente cano y rapón, atenuado ya por la presencia de la muerte. Estaba con una camiseta de tirantas, igualmente blanca, y se llevaba la cuchara a la boca lentamente y con la inseguridad que otorgan los tendones y los músculos avejentados.
Siempre ha sido un personaje enigmático, del que he oído muchas historias y al que me hubiera gustado conocer en profundidad. Un personaje activo socialmente, comprometido con la ideología que el mundo del campo le dictaba. Un hombre rebelde, que llevaba algunos libros a los jornaleros con los que trabajaba para leérselos en voz alta; un asiduo bebedor de manzanilla, que envolvía sus desventuras en la barra de un bar llamado El marino, en el barrio alto. Un clarinetista (como lo soy yo), un músico que compartió la euforia de las bandas municipales de principio de siglo. Aún lo recuerdo en una foto, con su clarinete, junto a dos compañeros llamados Wenceslao y Macario, de 1927, con todo el vigor en su mirada de la juventud ante el espectacular pórtico de la iglesia de Santo Domingo.
Alguna vez mi padre me contó que escondía algunos libros debajo de unas losas y que los tenía por la casa como objetos privilegiados. También me confesó que él y sus hermanos, cuando mi abuelo salía a la calle, buscaban esos libros y los abrían, los olían, husmeaban por sus páginas ¿Qué libros fueron esos, qué autores leía en clandestinidad mi abuelo? Cuando se le rindió homenaje a Marcelino Camacho, nombraron a mi abuelo como uno de los que iniciaron las revueltas en el campo de Sanlúcar y en la zona de Trebujena, Lebrija y Jerez. ¿Cuál sería el carácter de ese hombre que expuso su vida por los otros?
Igualmente trágico me resultan otros dos episodios narrados por señores ya ancianos que lo conocieron. El primero ocurrió en una redada a una asamblea en la que tiraron a mi abuelo por el balcón de un primero a la calle. Milagrosamente no le ocurrió nada, pero los que asistieron al hecho lo dieron por muerto. Lo segundo lo recuerda mi padre. Una tarde llegaron dos guardias civiles a su casa. Lo llamaron en voz alta y se lo llevaron, supuestamente a las cárceles de Cádiz capital. Su ausencia se prolongó durante varios meses. Se rumoreaba que lo habían llevado al Castillo de Santiago, en Sanlúcar, un lugar que sirvió para reclutar a los presos a los que se les daba el paseo por la madrugada. Los meses pasaban, él no volvía y los rumores terminaron por darle por muerto.
Al cabo de un año, un señor con barbas largas, encanadas, vestidos con unos harapos, con la voz atenuada por el frío y el miedo apareció en la casa de mi padre. En cuanto mi abuela le vio los ojos, sólo puedo decir ¡Juan! Los dos se echaron a llorar abrazados. Cuánto hubiera dado por atestiguar ese abrazo.

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Creo que me he acordado de este episodio porque Bernhard no deja de hacerlo en El sótano. Si bien su abuelo se convirtió en un personaje crucial en El origen, ahora es una presencia continua, que no se menciona explícitamente, pero que está influyendo sobre las decisiones del joven Thomas.

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En estos días he leído varios libros de poesía. Leí el libro de Antonio Lucas, Los mundos contrarios, ganador del último Premio Internacional de poesía Ciudad de Melilla y me agradó. Lo he leído con gozo, incluso anotando algunos versos dignos de la memoria. Lo leí porque escuché en la radio un poema en prosa recitado con música de Ella Fitzgerald de fondo y, lo cierto, es que el poema era magnífico. Un libro bien trenzado, pero demasiado entregado a la imaginería y el surrealismo.
Por otro lado, Cuatro noches romanas, de Guillermo Carnero. La paz, la gloria errante de Roma, los versos cincelados, la profundidad de la palabra poética, la cadencia, la mesura, los inolvidables diálogos.

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