sábado, 12 de marzo de 2011

Sucede cuando me levanto demasiado temprano y el sueño transmuta todo en onírica presencia. Se ha sumado, a esta madrugada, una fiebre demoledora que ha detonado que el día toma varios perfiles, incluidos los momentos de la escritura. En esos días de tramas inconexas escribo varios textos en el diario, anotaciones, a lo sumo, que se unen por una vaporosa sensación del subconsciente. Poliédricamente el día sucede con voz de fagot. Pasa en el campo, en la mar. La noche y el día tienen mecanismos que ni el amor comprende. Son ocultaciones para el ser que tantea sólo por insinuación.

En cualquier caso, no entiendo la escritura como ensayo ni siquiera en un cuaderno de apuntes o un diario. Mucho menos en la poesía. ¿Podríamos hablar del tirador que ensaya en su casa los ajustes de la muñeca y la mirilla que desacierta adrede? Incluso en los disparos fuera de la diana n existe la intención de sacarlos de la diana. No cabe eso que algunos dicen del diario, porque solo ellos conocen los ensayos fallidos. La escritura consiste en levantar las tripas y ponerlas encima de la mesa; en punzar incisivamente en el ser que soportamos y decir lo oculto, decir lo no dicho o lo que se dijo, pero con otras palabras; en ejercer de oráculo en soledad, en la más plena y soporífera soledad; en acudir a la caverna de la conciencia individual para extraer lo que hace que seamos humanos y darle brillo, acrisolarlo; en sacudir los pleonasmos que nos invaden con los poetas mediocres, con los novelistas mediocres, con la literatura mediocre, la que se cree siempre en ensayo y nunca dijo nada.

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