Al terminar de leerlo, un miedo -hasta ahora insospechado y extraño a mi tarea de escribir- apareció perpetuo. Era el miedo a dejar de escribir, comprendí. Y desde esos momentos no puedo soportar la idea de dejar la escritura, desasirme de la letra que me invoca cada día. También entendí, de facto, que dejar de vivir era dejar de escribir ¿o es a la inversa? Se puede vivir sin escribir, pero no escribir sin vivir. Escritor, triste vejez.
El párrafo es rotundo, está escrito un 19 de julio de 1961, en París: “Escritor: triste vejez. Pienso en Léautaud, en Céline, en Hemingway. Por diferente que sea su destino o su popularidad, el escritor termina por reducirse, por esconderse. Algunos se suicidan (Hemingway, Pavese, Nerval, sin llegar a ser viejos); otros mueren de cólera y de asco, como Flaubert; otros enloquecen, se vuelven idiotas o paralíticos, como Baudelaire; muy pocos, como Goethe, soportan con grandeza la vejez con serenidad y optimismo. Lo ideal para un artista es, tal vez, morir antes de los 50, como Camus o Vallejo. No acabar su vida, hacer de ella solamente un esbozo”.
De pronto me acuerdo de los gorriones, de esos gorriones que Leopardi escribió sobre blanco, “El gorrión solitario”, esos versos que aspiran a deletrear la cualidad del poeta, del susurro órfico: “Desde la cima de la antigua torre,
solitario gorrión, a la campiña
cantando vas hasta que el día muere;
y vaga la armonía por el valle”.
Hacia el pasado volveré los ojos, hacia la lenta campiña que se impone con el destierro de las horas y de las mañanas límpidas, y de las tardes muertas, y de las muertas hojas.
Julio Ramón Ribeyro conoció bien los entresijos de la soledad que describió aquel 19 de julio de 1961 y por ese motivo escribe en su Diario el párrafo que tanto me ha desvinculado de la progresiva armonía de mi canto. La tentación del fracaso (Seix barral, 2003), la tentativa de ciega admiración demasiado solipsista, demasiado humana y vertical para los que el fracaso se mide en la venta de libros y no en la vertiente oceánica de su vida escrita.
Julio Ramón Ribeyro conoció bien los entresijos de la soledad que describió aquel 19 de julio de 1961 y por ese motivo escribe en su Diario el párrafo que tanto me ha desvinculado de la progresiva armonía de mi canto. La tentación del fracaso (Seix barral, 2003), la tentativa de ciega admiración demasiado solipsista, demasiado humana y vertical para los que el fracaso se mide en la venta de libros y no en la vertiente oceánica de su vida escrita.
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Un canto me hace todavía, es el latido de la escritura por la vida.
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Cuando terminé el libro de Wiesenthal, rebusqué en los estantes el libro de García Martín dedicado a Venecia, Arco del paraíso (Pre-textos, 2006). Recuerdo que las páginas de Wiesenthal dedicadas a Venecia fueron de las más alentadoras y turbadoras; así como el libro de García Martín, escrito con menos efusividad, pero con la reconcentrada cosecha de quien ama la serenísima configuración de Venecia.
Tenía un marcador de página justo cuando comienzan unas páginas dedicas al Café Florian, esa atalaya subacuática que controla el discurrir de la plaza y en que tantos ilustres personajes forjaron buena parte de sus obras; "Las noches del Florian", titula García Martín: “Porque estuve tan solo jamás podré volver a estar solo. Todo lo que ahora vivo lo soñé en la infancia”. Y extiendo el habitáculo de aquel café a la cornisa entimental del escritor solitario. ¿No se cuajan las obras en silencio, no bulle la escritura en la soledad?¿Qué le espera al escritor?
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Por la vida, la escritura en el latido. Me hace todavía un canto.
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