miércoles, 15 de abril de 2009

Descenso al ascenso.

Hay días en los que escribir es una imagen desfigurada en el mar, un tanteo en no sé qué medida de la inconsistencia. Aun cuando no tenemos nada que decir, aun cuando pensamos que no tenemos nada que escribir, la escritura se sobrepone a esa mutilación de las ideas y el canto se hace otro y atraviesa la transparencia de los objetos en sí.
Como un eco de aquellos versos de José Hierro (…el todo…la nada…), la escritura comienza a pendular sin discreción y a urdir una trama que no tiene previsto nada más que el ritmo cadencioso de las palabras. Un arca de palabras que devienen del más remoto de los instintos, como un lenguaje primitivo que descifra la existencia de espacios inenarrables. Y este comienzo de la historia, este arrancarse de la prosa en medio de las sílabas y de las palabras, este ritmo que entronca con la eufonía emotiva de lo posible, hace que escribir se convierta en un pasaje a no sabemos qué laguna, qué desierto o qué volcán, sólo conocemos del lenguaje de los hombres esta ínfima manera de escribir y este puñado de grafías y letras y sílabas y palabras que se unen y desunen al antojo de un demiurgo que nos convoca. Entonces pienso en la imagen de Aquiles, en el Gineceo, situado en la encrucijada de la mortalidad y de la inmortalidad. Y todo acaba, con una coda repentina, en el filo de esa espada escondida, esa espada que jamás mataría a un hombre, sólo su destino.

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Siempre me he preguntado, ¿de qué es causa la poesía?


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Hay días en los que escribir es una imagen en el mar, sin figura, un no sé qué de la inconsistencia. Así vista, la nada es un trayecto y todo suena a piedra en sus retinas. Ya no quiero la voz de los que gritan,
exaltan y traicionan al silencio. La callada lentitud, el sueño de los sauces, un oculto rumor que precipita las sílabas de un canto agasajado entre la suave noche de los pájaros. Entre el confín silente de lo eterno, de la imagen que deletrea tu memoria. Un tiempo de otro tiempo me sucede. La vida de otra vida me convoca.


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Escribió E. Sapir que no hay una virtud más arrebatadora del lenguaje que su universalidad. La literatura es una forma, una transparencia, una revelación, un decir a la nada, un lenguaje, un desvirgo de los sentidos, un usurpador uso de la lengua cotidiana, un atajo a la belleza, una cualidad a la que aspiran las lenguas, en definitiva, una universal manera de comunicarnos. ¿Cuáles son los universales que la componen?
A lo mejor hay que buscar la aparición de la literatura en la ficción y ése es su rasgo más distintivo. Ayer, dijo José María Merino que su discurso de ingreso a la Real Academia de la Lengua iba a titularse La ficción de verdad, ya que él tiene la seguridad de que antes de que se inventase la escritura, la ficción era la encargada de estar presente en la comunicación.
No pude acordarme más que del profesor Fouto y quiero enlazar su teoría con algunos pasajes de su obra, un minicuento o nanocuento que tiene al profesor Fouto como protagonista y que resume la intervención de Merino el próximo domingo:

3. Paradoja fundacional.

No fue el ser humano quien inventó la ficción, fue la ficción quien inventó al ser humano, pensó el profesor Souto, y se sintió más cuerdo que nunca.

(La glorieta de los fugitivos, Madrid, Páginas de Espuma, 2007, p. 197 )

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