viernes, 8 de julio de 2011

Intento leer algunos cuentos de Alice Munro ya que algunos escritores recomiendan su lectura enfervorizadamente. Compré Secretos a voces y comencé con “Entusiasmo”. Lo abandoné a los diez minutos. Después de ese abandono, recordé las palabras de Kafka en las que recomienda la lectura de libros que ejerzan un hachazo y destemplen el contorno helado que nos acoraza. Es lo que me sucede con Errata. El examen de una vida, de George Steiner. Todos los libros de Steiner son estimulantes, hachazos dulces, demoledoras complacencias.

Steiner recuerda, al comienzo del libro, cómo su padre, un afamado gestor de la banca, lo llevaba de museo en museo y lo obligaba a memorizar pasajes de la Ilíada y la Odisea que antes habían traducido juntos. Es así como Steiner comienza a vincular, por ejemplo, el pasaje en que Aquiles tiene noticas de la muerte de Patroclo y decide matar a Licaón. Tras este pasaje, que Steiner tradujo con seis años junto al padre, recibe un regalo que no lo abandonó nunca, un volumen con textos de Homero. Puede, piensa el autor, que el resto de su vida no haya sido más que una apostilla de aquellos días, de aquellas lecturas.

Poco después, cuando alcanzó la juventud, Steiner comenzó a leer a Tólstoi, sobre todo, La muerte de Iván Ilich, teniendo presente los momentos infantes de Aquiles, Licaón y otros pasajes homéricos. Obviamente, Tólstoi se declaraba un ferviente lector de Homero, con lo que Steiner estaba rastreando la estela de esos creadores que han ido tejiendo, para la posteridad, un cauce, un estarse vivo en la literatura que poco a poco va perdiéndose. Quisiera, algún día, vislumbrar el cauce para solo señalarlo.

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Después de Steiner no he podido hacer otra cosa que leer a Tólstoi. Agarré el tomo de las estanterías del sótano. Toda la tarde Tólstoi.

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Algunos pasajes de Dios, la muerte y el tiempo, de Emmanuel Levinas, me dejan una grata sensación de lucidez. Hay páginas prodigiosas, de envergadura intelectual y otras que se apegan demasiado a las escuelas filosóficas de la época. Sin embargo, en algunos pasajes, se ofrece más clarividencia que en algunos libros recientes que he leído y que no hacen más que desmerecer su publicación.

Hay que optar por la posición radical de Kafka: no escriba ni lea si no va a morir con ello, quiero decir, deshacerse, renovarse, desdecirse, acomplejarse tras el acto, manifestarse como un insecto o reducirse a una simple letra absurda cacofónica, quizás a una errata en una página en blanco.


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