domingo, 3 de julio de 2011

Bien temprano, en la mañana, aprovechando el fresco del día, me siento en el nuevo sillón a leer a Baudelaire. Antes de releer algunos de los poemas más rotundos de su obra, me detengo en el retrato que le hizo Courbet cuando el poeta contaba treinta años. Intento imitar la postura en que aparece: la mano izquierda descansando en la rodilla izquierda con una tímida tensión, el tronco levemente curvado y, sobre todo, la mirada y el busto fijos sobre las páginas de un libro que se abre encima de un atril. Imagino, además, que sostengo con los labios prietos una pipa que humea con disimulo.

Al cabo de un tiempo, me detengo a observar una fotografía de Baudelaire con cuarenta años. En su pose aprende uno a contemplar los hechizos hundidos en la sima. Para leer poesía se requieren edades y universos enteros y no estaciones frugales ni lecturas de paso. La poesía muda la semántica y hace entender el lenguaje de las cosas mudas. Sobrevuela y precipita en el hombre una correspondencia.

Desde el centro del bosque, los artistas envían señales, ya sean éstas colores, luces, notas, piedras. Lo dice el poeta: “Un appel de chasseurs perdus dans les grands bois!”, una señal que lanza quien se perdió en el bosque. El poema se remata con una imagen prodigiosa que coloca al artista muerto, exhausto, llorando al borde mismo de la eternidad.

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Lo recordé con J.S.M. hace unas semanas. Esos versos de Neruda ejercieron una fuerza, una imantación fundamental en aquellos de lecturas y tanteos: “hundí la mano turbulenta y duce/ en lo más genital de lo terrestre”. Estos dos versos pertenecen a “Alturas de Macchu Picchu”, de Canto general, libro en que Neruda fue más poeta que nunca, aunque fuese solo en tramos concretos. Al inicio de esta sección, el poeta roza lo que Homero escribió en Ilíada. El poeta como aeda, como un aeda moderno que transita lo inexpugnable de la conciencia y se eleva como un titán, como un evocador del tiempo del hombre en la tierra.

Arrancarle lo genital a la tierra, desposeerla de lo telúrico y lo fértil es, sin duda, edificar una palabra nonata. La misma que Homero nos legó como muestra de lo inalcanzable.

El hombre tuvo una edad para lo épico. Hoy, el poeta, acaso arrinconado por el propio hombre, deberá conformarse con su canto en plenitud en las raíces negras y profundas de su sustancia.


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Leo Muerte sin fin, de José Gorostiza y, de nuevo, Baudelaire: “mis alas rotas en esquirlas de aire/ mi torpe andar a tientas por el lodo”. Después de este comienzo, el poeta mejicano fue derivando con el poema hacia la exaltación del silencio y de la lengua contenida en una inteligencia insonora, que lucha por la creación desde la transparencia juanramoniana: “ ¡Oh, inteligencia, soledad en llamas, / que todo lo concibe sin crearlo!”. Esa es la inteligencia más elevada, la comprensión que no emite creación, sino que se contenta con contemplar desde lo estático.


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Las palabras que culminan (si es que alguna vez se culminó) Museo de la novela de la eterna, de Macedonio Fernández, pueden interpretarse como una instrucción para alcanzar la literatura: “El imaginador no conocerá nunca el no-ser”. El imaginador es el lector que, en puridad, es la primera condición del escritor. Así lo entendió Borges, pero se nos olvida que Cervantes lo declaró expresamente más allá de Borges, porque Cervantes fue un lector inventor siglos antes, cualidad que Emerson definió como indispensable.

De esta forma, cuando Macedonio escribe: “El hombre que fingía vivir”, leo estas palabras como una estancia suprema a la que aspiro sin remiendos y a la que solo puedo llegar a través de la literatura y del arte acaso. Sobre todo en las mañanas en que imito la pose de Baudelaire, leo en alto los poemas de los aedas modernos y recito, en silencio, la trama de una inteligencia que no logro comprender a pesar de mí mismo y de la vida fingida.

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