Esta tarde ha realizado una visita a sus padres y a su abuela Mercedes quien, en unas condiciones físicas precarias, todavía mantiene el tacto verbal con su nieto. Ha paseado por la playa y por el centro del pueblo. En esas caminatas, no pocas sensaciones y vibraciones pasadas se le han venido por delante, como mojones vetustos que se remozaban y orillan al paso del individuo.
Más tarde, cuando se recogieron de los azotes del sol y de cierto siroco trasnochado, decidieron almorzar un guiso marinero, esto es, unos fideos con langostinos acompañados con el maridaje inexpugnable de manzanilla en rama. Cuando todo esto hubo sucedido y las charlas pletóricas con el padre fueron sosegándose y entrando en calma, la madre le dijo que tenía unos papeles guardados desde hace años que necesitaba que los viese: eran los cuadernos y libros desde su etapa en la EGB hasta el final del zagaleo.
El personaje de marras, embargado por una secuencia remota y turbadora, comenzó a espigar en los papeles, pues allí estaban escritas, con una caligrafía irreconocible, sus primeras sílabas, sus primeras líneas, sus primeras palabras.
Como un acto de alquimia o un supuesto de cábala, como si estuviera leyendo la realidad como el Kafka que se empeño en traducir la Biblia siguiendo los ritos de la cábala judía, el personaje enmudeció y solo pudo seguir pasando los papeles amarillentos por sus manos de ahora. Una a una acarició las páginas, una a una analizó las sílabas que comenzó a escribir, se divirtió con los dibujos y no dejó de leer ni un solo dictado que completaba las pequeñas libretas. Fue como apreciar el mundo de nuevo, como revivir un hecho nunca vivido, como si de pronto estuviésemos silabeando con un bolígrafo sobre una página sin conocer los rudimentos de ninguna gramática. Hoy, puede afirmarse sin remiendos, pudo contemplar al otro que fue desde el más absoluto desconocimiento, como nunca antes lo había hecho hasta ese momento.
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