A poco que uno reflexiona sobre los intereses ajenos, sobre lo que importa para los demás, sobre lo que forma parte de los diálogos entre los individuos cae en la cuenta de que quizás las propias obsesiones, los demonios personales no dejan de ser una reducida y escuálida manera más de estar en el mundo. Puede que todo lo que uno vive como sustancial no sea más que tangente perdida, puede que todo lo que uno trata de relucir para dar razón a sus días no sea más que eco fugitivo, nota a pie de página, carta suelta de una baraja que nunca existió. Y así los días, las horas, el tiempo desmenuzado con el vasto instrumento de la conciencia.
Por este motivo, cada una de las creencias individuales que concierne a los mortales debe ser vivida en la alcoba de cada cual, sin más ni más, como deseaba Alonso Quijano. En ese recogimiento no cabe el crecimiento de ninguna egolatría, ni vanidad; tampoco de la indeseada insatisfacción por el escaso éxito social. Escribir y leer se convierten en ejercicios coronarios, sístole y diástole, que nada necesitan para poder ser plenamente.
Se acerca uno a las manifestaciones de los otros con el respeto más absoluto, sin quedar volcar en ellos lo que uno piensa o cree o defiende. Observa, contrasta, escucha...las contemplaciones, es decir, las sucesivas figuraciones de lo que deseamos ser sin dejar de ser.