Por las callejuelas del Barrio Alto, por las calles arropadas por las paredes vetustas y húmedas de las bodegas, comencé un paseo por Sanlúcar como quien comienza una hipnosis para acabar no se sabe dónde. En más de una ocasión he mencionado esa cualidad de extranjero que tanto me gusta y que tan necesaria se me hace cada vez llego a la ciudad. Me hubiera gustado ser un ultramarino que, al contemplar la caída de la luz sobre las Piletas, sintiese la oblicua necesidad de oler la llegada de la vid. Como un ultramarino pasee por sus calles sin conocer a nadie, sin que nadie sintiera mi presencia.
Sanlúcar es una cualidad literaria para mi vida y como tal la analizo y como tal la contemplo. Un territorio que, a pesar de las fechorías de sus políticos, aún deja perpleja mi memoria. Esa memoria todavía revive con entusiasmo las caminatas por las vías del tren cuando iba a la escuela, la potencia de la uva en septiembre, el canto límpido de la luz sobre su arena, la primitiva disposición de sus días, el calor cosmopolita de sus ciudadanos, la tremenda sensación de antigüedad en las entrañas de su suelo.
No puedo más que escribir de esta forma sobre Sanlúcar, no soy capaz de mantener un discurso de encrucijadas políticas: pan ácimo. Por ese motivo, comprendo que lo único que puedo ofrecer es una visión literaria de esta ciudad, una visión personal que se relaciona con los artificios de la ficción. Esa ciudad, la que aguanta el peso de la Historia, es la que me interesa, la que recupero en la memoria. Cuando algunos atentan contra los vestigios de esa ciudad invisible, entro en cólera y me niego a aceptarlo. Pero algo me dice que, con el tiempo, los recuerdos de Sanlúcar serán sólo eso, todo habrá sido derruido, todo derribado, un despojo de lo que fue. Es el poder moderno de la ignorancia, la demostración de la pérdida de la cultura europea, aquella que se ha desvinculado de sus logros en el arte, la que busca la vacua manía de la hipermodernidad descabezada.
Un paseo por la mañana, al arrecio del sol, imaginando la ciudad invisible que se proclama en mi memoria. Así la entiendo, así será escrita.
Sanlúcar es una cualidad literaria para mi vida y como tal la analizo y como tal la contemplo. Un territorio que, a pesar de las fechorías de sus políticos, aún deja perpleja mi memoria. Esa memoria todavía revive con entusiasmo las caminatas por las vías del tren cuando iba a la escuela, la potencia de la uva en septiembre, el canto límpido de la luz sobre su arena, la primitiva disposición de sus días, el calor cosmopolita de sus ciudadanos, la tremenda sensación de antigüedad en las entrañas de su suelo.
No puedo más que escribir de esta forma sobre Sanlúcar, no soy capaz de mantener un discurso de encrucijadas políticas: pan ácimo. Por ese motivo, comprendo que lo único que puedo ofrecer es una visión literaria de esta ciudad, una visión personal que se relaciona con los artificios de la ficción. Esa ciudad, la que aguanta el peso de la Historia, es la que me interesa, la que recupero en la memoria. Cuando algunos atentan contra los vestigios de esa ciudad invisible, entro en cólera y me niego a aceptarlo. Pero algo me dice que, con el tiempo, los recuerdos de Sanlúcar serán sólo eso, todo habrá sido derruido, todo derribado, un despojo de lo que fue. Es el poder moderno de la ignorancia, la demostración de la pérdida de la cultura europea, aquella que se ha desvinculado de sus logros en el arte, la que busca la vacua manía de la hipermodernidad descabezada.
Un paseo por la mañana, al arrecio del sol, imaginando la ciudad invisible que se proclama en mi memoria. Así la entiendo, así será escrita.
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En "El regreso de del desterrado", segunda parte de Cartas de España, con fecha de mayo de 1833, proclamaba Blanco White su condición híbrida y mestiza en referencia a la patria y a la religión. ¿Cómo me presentaré en mi país? Con esta pregunta principia los recuerdos de su regreso en barco a tierras españolas. Blanco White iba cargado con un violin que, en ocasiones, tocaba para el dsifrute de otros pasajeros. Quiero creer que, en la sabiduría de White, la música era, en realidad, el espacio más propicio para dar respuestas a sus inquietudes. En cualquier caso, la música es la tierra de los desterrados, la mística proclamada de su patria.
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