La tarde sucede a través de los versos de Sánchez Rosillo. Sus poemas dicen una elegía, una plegaria que cubre las fisuras de la realidad. La poesía demuestra que no es posible decirlo todo de los objetos, decirlo todo de la naturaleza. La poesía es un ejercicio del silencio, una rama de la contemplación que aprende a acunarse y a desgajarse de los sonoro. Uno aprende a oír la luz en esta poesía, a desvincularse de los sentidos, para captar la efímera sentencia de unos versos que, en la mayoría de las veces, son una celebración del canto recuperado de una vida sin certezas.
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Pienso que los astros están esperando que alguien los convierta en matemáticas. Amén de la tarde, de la luz del amanecer, de la mar, del Tiempo, de la vida al completo: está esperando a ser nombrada. El poeta, como un pensador, contempla en la mudez. En ese territorio espera, hacina los verbos. Se contenta con apreciar los objetos con la luz de la memoria. Atiende a la imposibilidad del ser para siempre. Escribe. Y desemboca en la literatura.
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En las palabras que prologan el inicio de El mundo de ayer, establece S.Zweig dos tesis fundamentales. La primera es la que demuestra la desaparición de las relaciones entre el mundo de anteayer, el de ayer y el de hoy. Esta afirmación me entristece y me enarbola hasta la desesperación de vivir en un tiempo anulado, instalado en un vacuo suceder desligado de la cultura. La segunda es una apología de la memoria como la acumulación de mecanismos que seleccionan y olvidan con la plena consciencia de la voluntad. Luego, Zweig otorga a estos conceptos, entre otros tantos, un estilo que es un mundo, no sé si de ayer o de hoy, pero un mundo en que la literatura vertebra el disfrute que desprende la lectura de sus páginas.
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