martes, 3 de noviembre de 2009

Tuve la suerte de coincidir con Francisco Ayala en una ocasión. Fue en Santander, en el verano en que acaba de cumplir los cien años. Iba acompañado de la inseparable y dicharachera Carolyn Rihcmond. El director del curso fue José Carlos Mainer, aunque también estuvo por allí Darío Villanueva o Luis García Montero. El profesor Mainer fue desgajando todas las aristas de la obra de un hombre centenario y prolífico como pocos. Gracias a su lucidez, pude comprobar que libros como Los usurpadores o Recuerdos y Olvidos son obras capitales de las letras españolas del siglo XX. Curiosamente, tenía noticias de Muertes de perro por su vínculo con la narrativa hispanoamericana.
Recuerdo con tanta precisión su presencia allí, en el palacio de la Magdalena, sentado en primera fila, asisntiendo a la representación de su propia vida, a la reflexión sobre su propia obra con tanta emoción. Sus orejas eran enormes, muy parecidas a las de Cortázar. Estaba embebido por el paso del tiempo, pero su irónica presencia creo que nunca dejó de brotar.
En la última sesión, quiso intervenir cuando todos los filólogos y eruditos habían lanzado miles de elogios a su obra. De repente, aquel anciano escritor, de ojos vivarachos y piel mortecina, se levantó con demasiado énfasis. En esas palabras encontré una lección que no he olvidado y que todos los días tengo presente cada vez que escribo o estoy leyendo. Dijo Ayala literalmente: “Aquí estoy sentado, disfrutando al escucharos hablar de alguien que decís que fui yo”. El resto de participantes creo que se tomaron estas palabras con demasiada liviandad. Yo, sin embargo, me quedé asombrado por aquella sentencia. Una lección de una persona que se observa como un hombre ajeno a su vida, como quien ya ha olvidado, más que otra cosa, quién fue y qué escribió. Recuerdos y olvidos, usurpadores del Tiempo.

***
Ahí Rubinstein interpretando a Chopin, dibujando en mármol las melodías de la nocturna existencia del compositor. Edificante interpretación, una ruina comienza a brotar de los oídos. Son estatuas del atardecer que responden a la mecánica existencia de un piano. El piano, la pintura, la palabra… artificios incómodos del artista. Cuánto daría un poeta por ser la palabra, no por escribir la precisa u otorgarle nuevas significaciones, sino ser ella misma; cuánto un pianista por ser música, cuánto un pintor.
Eliminar esa existencia, esa insinuación del artefacto, es la persecución última del artista. Por eso la contemplación de una obra genial es ilimitada: jamás se agota en sí misma; ella es dadora de vida a cada instante, a cada mirada le devuelve el mundo, a cada lector le construye el mundo, a cada escuchante le devuelve el mundo que fue.

4 comentarios:

  1. te sigo aunque no te escriba. gracias por compartir ese momento, esa frase. y a ver si llegamos a los 103 con un vaso de whisky en las manos, como diciendo "que me quiten lo bailao"...

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  2. Estimado amigo: hace días te dejé un comentario sobre esta entrada y veo que algo no debí hacer bien porque no ha quedado reflejado.
    Te decía, más o menos, en él que me había gustado mucho tu reflexión a partir de la anécdota que nos explicabas. Te decía también que ese distanciamiento, ese verse a uno como a un extraño era una de las claves del verdadero escritor y que tú habías sabido enfatizar muy bien con el recuerdo de la frase dicha por Ayala.
    Yo creo que Ayala sabía perfectamente que iba a quedar en sus obras, sobre todo en las de creación literaria, como uno de los escritores fundamentales del siglo XX y ese saberse "eterno" a través de la literatura seguramente le consolaba de fugacidades y desamparos. Nos dio una lección a todos con su saber aceptar los límites de la existencia con tanta naturalidad.

    Un saludo, Javier.

    He añadido vuestro blog a los enlaces de mi bitácora.

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  3. No sé que ocurrió, pero en cuanto he visto tu comentario lo he publicado. Debo darte las gracias por ello, javier, y por el enlace de la bitácora. Haré lo propio.
    Salud, siempre.

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  4. Mi torpeza informática (entre otras) no conoce límites, Tomás. Hasta tres veces tuvo Fernando Valls que enseñarme cómo dejar un comentario.
    Un abrazo y gracias por el e

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