jueves, 17 de septiembre de 2009

A sorbos con la realidad.

El lector viajero, visitante asiduo de los cafés emblemáticos y con tradición literaria; el lector que peregrina sin desmayo hasta los últimos cafés de los boulevares parisinos o los encomiables vieneses o los pútridos de Madrid o los más adecentados de Roma o los de Venecia -para morir de belleza-, se adentra en Poética del café como quien ha transitado por esos suelos de las tertulias. Este libro de Antoni Martí Monterde es una obra de fondo para lectores, igualmente para escritores que gustan de seguir los pasos desandados de sus escritores favoritos. El libro es una delicia y está escrito con solvencia. Se lee sorbo a sorbo, con el relajado sentir de una obra meditada y ajena a las acuciantes publicaciones.
Debo decir, a todo esto, que soy un entusiasta de este tipo de estudio a la francesa, de indagaciones que resulten una poética, del sueño, del agua, de las costumbres. Yo me quedé enredado en la poesía gracias a las poéticas de Huidobro, no a su poesía, sino a las poéticas.
En París no cenamos en un café, pero comimos en Polidor. En ese local, todavía aislado de la invasión turística, pude contemplar a Cortázar observando al personaje de 62, modelo para armar. Una novela armada en la cabeza de Morelli, con la poética de Morelli, pero escrita por Cortázar. Decía que esta historia, que a lo mejor no debe ser contada de esta forma y sí concediendo espacio a la ficción, no lo sé, tampoco es tiempo para ello, fue vivida en aquel local. Mientras degustábamos un pollo en salsa y accedíamos a los vinos franceses, pude notar que Morelli, Cortázar y el personaje estaban allí: "Je voudrais un un château saignant". Fue inconfundible.
Yo creo que un café es una reconcentración del allí. En un café no hay espacios sucesivos: todos los momentos son el mismo. Y esa paradoja ha sido aprovechada por los escritores europeos. No me extraña que Magris, un autor de actualidad, haya sentado la génesis y las bases de su comportamiento en un café, el San Marcos. Y que su libro Microcosmos comience elogiando las virtudes de los verdaderos cafés, como el San Marcos. Ciertamente, un café es un microcosmos.
Pienso en “Las babas del diablo” y en los cafés. Desde luego, una conversación puede tomarse como ese relato de Cortázar que abre la escritura para que se refleje en un espejo en que todos los planos son el mismo o pudieran ser el mismo. Cortázar, escribí ayer sentado en un café, rompía el cristal, igual que Magritte, y comenzaba a escribir cada uno de esos recuadros: el mismo, siempre la realidad desnaturalizada.
El mejor café, desde luego, que he probado, fue en Portugal, en el A Brasileira. Allí acudía Pessoa a aliviar su indumentaria de hombre social y de animal mitológico. Podríamos decir que Pessoa se dejaba allí. Por eso hago tanto hincapié en ese adverbio, un café es un espacio, un deíctico espacial que hace de sinécdoque para el escritor, sinécdoque de la palabra en la tribu.
En Barranquilla García Márquez se reunía para hablar, guiados por Ramón Vinyes, de los escritores que le sorprendía. Con ese grupo de escritores, entre los que destaca Álvaro Cepeda, Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas y el propio Gabo, una vez tomado el café, la Cueva venía a convertirse en una carnavalización reducida de los contornos sociales. Ahora pienso que la realidad de aquellas borracheras dialécticas estaban acuciadas por la impactante versión de la realidad que ofreció Faulkner.
No sé escribir en un café o más bien no sé darle a la sintaxis un orden unívoco. Las conversaciones me distraen, hacen que levante demasidas veces la cabeza de las páginas del moleskine. Aquí parece que la realidad se deshace en cada carcajada, que fuera de derrumbarse y a emanciparse definitivamente de uno mismo. Atender a ese derrumbe es tarea del recuerdo. Por eso Cortázar y el personaje gordo de su novel se pelean por descuartizar aquel castillo sangrante. Un castillo sangrante, sangrante de la piedra, es la literatura.

***
Vuelve uno a las quimeras, a las tierras yermas de lo cotidiano. La literatura vincula exaltadamente este estado ulterior de ánimo que deshace, por de dentro, las humilladas garras de la ficción. Escribir es dejarse escribir, leer es arrumbarse al siniestro sin fin de lo festivo. La lectura es un festín de Esopo, como diría Octavio Paz; la escritura, el desgarrón inmoral de dejar la vida apartada, desasida. ¿Qué destino mejor para esta carne de tatuajes indescifrables? Cioran comprendió y evidenció en su libro que desvincularse del sufrimiento era una tarea inmortal. Una franja queda por habitar, la literatura. En ella la realidad es todavía decible.

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