Definitivamente, sufro el mal de Montano. No creo que deba esconderlo más, antes al contrario, admitirlo es una buena forma de ofrecerme mejor a los que me rodean y a los que les pueda provocar ciertas sinrazones mis comportamientos. De todas formas, el mal de Montano consiste básicamente en verlo todo a través de la literatura y, ya que no soy el único que lo ha sufrido y que lo sufre, he de aclararlo a estas alturas. De esta forma, se entiende mejor que no retoce de admiración cuando contemple la pétrea belleza de Florencia o el dédalo marino que es Venecia -porque Venecia no es una ciudad, es un dédalo infinito, una laguna de la quietud-. No quiere decir esa ausencia de expresiones que no redome en mis adentros cierto conato de embelesamiento incontrolable. Lo que ocurre es que el mal de Montano (recordemos que quien lo sufre es pura literatura y aspira a convertirse él mismo en literatura) me ha llevado inexorablemente al mal del cliché, esto es, a extraviarme de todo aquello a que las masas humanas están acostumbradas, tanto en el decir como en el hacer. Por este motivo digo que el mal de Montano (el del decir) me ha llevado al mal del cliché (el del hacer); defensores somos de la realidad bajo la lengua quienes los sufrimos. No se puede describir la música (¿cierto Iván?), pero además no debemos conformarnos con decir al menos algo: “bonito”, “espectacular”, etc. ¿Es bonita Venecia tanto como una camiseta? En esas andamos los montanos, en escoger el desflore léxico que se ajuste al menos a la sustancia, a sabiendas de su absoluta incertidumbre. Evidentemente, no todo el mundo está poseído por el mal de Montano y creerlo como una obligación es un ejercicio nulo para la libertad. Aunque sí debemos ser conscientes de que los que nos rodean azuzan su mirada de descreimiento ante tanto desplome admirativo.
Obviamente, estos males conllevan para los acompañantes la sensación de estar junto a alguien que no aprehende la euforia colectiva o que no participa de la edulcorada sensación de logro estético. Sin embargo, el desequilibrio es simplemente una cuestión de la mirada, como la belleza (algo parecido dejé escrito en un libro de visitas en Florencia, lo cual no sé si lo reafirmo: “la belleza es una cuestión de la mirada; aquí, en Florencia, la mirada es la ciudad misma”).
De esta forma, ensimismado por las llamas sobre el mar de Venecia principio este ejercicio de la memoria. Ardía el mar sobre el gran canal de Venecia y los versos del poeta Pere Gimferer, Arde el mar, encapucharon mis sentidos. No tenía más intuiciones que ofrecer por la noche que la visión de las aguas almidonadas en el serpenteo del mar. Así estuve al menos una hora, contemplando que mi realidad era un sucedáneo de unos versos que retomo de nuevo:
“Tiene el mar su mecánica como el amor sus símbolos.”
Arde el mar, Pere Gimferer
Allí estaba el mar, la mecánica más incontrovertible que jamás he visto y el amor. Los símbolos solo dejaban su rumor en cada acercamiento del mar al pequeño mirador desde donde minábamos los iris de belleza. Mal de montano, silencio, símbolos, digestión verbal. A pesar de mi origen marítimo y de mi contacto precoz con el mar, sabía que el mar tiene su mecánica como el amor sus símbolos, pero jamás los auné en una noche.
Obviamente, estos males conllevan para los acompañantes la sensación de estar junto a alguien que no aprehende la euforia colectiva o que no participa de la edulcorada sensación de logro estético. Sin embargo, el desequilibrio es simplemente una cuestión de la mirada, como la belleza (algo parecido dejé escrito en un libro de visitas en Florencia, lo cual no sé si lo reafirmo: “la belleza es una cuestión de la mirada; aquí, en Florencia, la mirada es la ciudad misma”).
De esta forma, ensimismado por las llamas sobre el mar de Venecia principio este ejercicio de la memoria. Ardía el mar sobre el gran canal de Venecia y los versos del poeta Pere Gimferer, Arde el mar, encapucharon mis sentidos. No tenía más intuiciones que ofrecer por la noche que la visión de las aguas almidonadas en el serpenteo del mar. Así estuve al menos una hora, contemplando que mi realidad era un sucedáneo de unos versos que retomo de nuevo:
“Tiene el mar su mecánica como el amor sus símbolos.”
Arde el mar, Pere Gimferer
Allí estaba el mar, la mecánica más incontrovertible que jamás he visto y el amor. Los símbolos solo dejaban su rumor en cada acercamiento del mar al pequeño mirador desde donde minábamos los iris de belleza. Mal de montano, silencio, símbolos, digestión verbal. A pesar de mi origen marítimo y de mi contacto precoz con el mar, sabía que el mar tiene su mecánica como el amor sus símbolos, pero jamás los auné en una noche.
“¿Y cómo pudo ser tan hermoso y tan triste?”
Arde el mar, Pere Gimferrer, “Oda a venecia ante el mar de los teatros”
Arde el mar, Pere Gimferrer, “Oda a venecia ante el mar de los teatros”
Aún no me explico cómo pudo ser todo tan hermoso y tan triste al mismo tiempo. Esa fue la reflexión que cruzó mis entendederas en esa noche, todo tan hermoso (el mar, su mecánica; el amor, sus símbolos) y todo tan triste.
Días antes atravesamos de punta a punta el Cannaregio con la intención de buscar alternativas a la ruta masificada que se establece entre el Puente Rialto y la Plaza de San Marcos. El acierto fue absoluto. Aquí encaja el mal del cliché, del lugar común. Sin embargo, creo intuir que el resto de los expedicionarios que me acompañaban (o mejor dicho, a los que yo acompañaba) descubrió aún sin saberlo que el mal del cliché aparece inesperadamente y que se puede convertir en una epidemia minúscula. En esta ruta que establecimos la noche anterior dimos a parar en la Madonna dell´Orto, y de nuevo, como justifiqué en voz alta, por una cuestión literaria, se prendió el mal de montano. Uno de los puntos decisivos de la novela La Tempestad de Juan Manuel de Prada, es esta iglesia mencionada. Entramos con la esperanza de poder hablar con Alejandro Ballesteros y Chiara. Cosa difícil, por cierto. Mientras tanto, Thomas Mann, la muerte, la poesía, el abordaje a los sentidos nos advertían del finito gozo de Venecia, aunque para ser sinceros, tiene Venecia su mecánica como la vida su tiempo.
He tomado las vicisitudes de mi último viaje para explicar por extenso los males de que adolezco de un tiempo a esta parte. Stendhal y su síndrome surgieron para explicarle al mundo que uno puede morir debido a una sobredosis de belleza. En este sentido, Florencia es un ciudad de trago lento, por eso entiendo que Stendhal se extasiara de esa forma en su visita a la ciudad. Si bien Venecia es infinita como el rumor del mar y de trago largo, Florencia me pareció un rincón que debe asimilarse lentamente.
Sentados en la Piazza della Signora, frente al Palazzo Vecchio, en el mítico café Rivoire, comencé a escribir en mi moleskine algunas impresiones que me parecieron escurridizas para su recuerdo. Al final, no escribí nada, como suelo acostumbrar en los lugares en los que paso pocos días. Pero sí descubrí a lo largo de la mañana que el ritmo interno de aquella lítica ciudad es sereno. De tanta serenidad como el David de Miguel Ángel, ése es el cariz. El David provoca una catarsis de humanidad, una embriaguez de límites para el hombre. Luego descubrimos la paciencia flamenca en la Galleria dell´Accademia y en los Uffizi, los mojones arquitectónicos que los Médicis se procuraron, Pitti etc. toda una panoplia desmesurada de arquitectura, pero necesaria para el espíritu.
Vuelvo de Italia con la sensación de haber encontrado una verdad sin saber cuál es. En cierto modo, quizás esa verdad no exista y sólo sea la necesidad de volver a la ciudad que es un xilófono, un instrumento con todas las melodías posibles a la espera de tañerlas.
Días antes atravesamos de punta a punta el Cannaregio con la intención de buscar alternativas a la ruta masificada que se establece entre el Puente Rialto y la Plaza de San Marcos. El acierto fue absoluto. Aquí encaja el mal del cliché, del lugar común. Sin embargo, creo intuir que el resto de los expedicionarios que me acompañaban (o mejor dicho, a los que yo acompañaba) descubrió aún sin saberlo que el mal del cliché aparece inesperadamente y que se puede convertir en una epidemia minúscula. En esta ruta que establecimos la noche anterior dimos a parar en la Madonna dell´Orto, y de nuevo, como justifiqué en voz alta, por una cuestión literaria, se prendió el mal de montano. Uno de los puntos decisivos de la novela La Tempestad de Juan Manuel de Prada, es esta iglesia mencionada. Entramos con la esperanza de poder hablar con Alejandro Ballesteros y Chiara. Cosa difícil, por cierto. Mientras tanto, Thomas Mann, la muerte, la poesía, el abordaje a los sentidos nos advertían del finito gozo de Venecia, aunque para ser sinceros, tiene Venecia su mecánica como la vida su tiempo.
He tomado las vicisitudes de mi último viaje para explicar por extenso los males de que adolezco de un tiempo a esta parte. Stendhal y su síndrome surgieron para explicarle al mundo que uno puede morir debido a una sobredosis de belleza. En este sentido, Florencia es un ciudad de trago lento, por eso entiendo que Stendhal se extasiara de esa forma en su visita a la ciudad. Si bien Venecia es infinita como el rumor del mar y de trago largo, Florencia me pareció un rincón que debe asimilarse lentamente.
Sentados en la Piazza della Signora, frente al Palazzo Vecchio, en el mítico café Rivoire, comencé a escribir en mi moleskine algunas impresiones que me parecieron escurridizas para su recuerdo. Al final, no escribí nada, como suelo acostumbrar en los lugares en los que paso pocos días. Pero sí descubrí a lo largo de la mañana que el ritmo interno de aquella lítica ciudad es sereno. De tanta serenidad como el David de Miguel Ángel, ése es el cariz. El David provoca una catarsis de humanidad, una embriaguez de límites para el hombre. Luego descubrimos la paciencia flamenca en la Galleria dell´Accademia y en los Uffizi, los mojones arquitectónicos que los Médicis se procuraron, Pitti etc. toda una panoplia desmesurada de arquitectura, pero necesaria para el espíritu.
Vuelvo de Italia con la sensación de haber encontrado una verdad sin saber cuál es. En cierto modo, quizás esa verdad no exista y sólo sea la necesidad de volver a la ciudad que es un xilófono, un instrumento con todas las melodías posibles a la espera de tañerlas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Siempre hay algo que decir,deja tu comentario(s)