No en pocas ocasiones el inicio de una novela, un cuento o un artilugio lingüístico nos ha dejado perplejos. Los casos son innumerables y haciendo uso de la memoria se me ocurren rápidamente los siguientes títulos: el Quijote, El señor Presidente de Miguel Ángel Asturias, La metamorfosis de Kafka, La educación sentimenal de Flaubert, La Tempestad de Juan Manuel de Prada, el Lazarillo de Tormes, La Biblia, Crónica de una muerte anunciada, Cien años de soledad del Gabo, etcétera. A esta lista abocetada de grandes inicios de novelas sumo a continuación el siguiente ya que no ha dejado de ensimismarme desde que lo leí:
"Sobre el atlántico avanzaba un mínimo barométrico en dirección este, frente a un máximo estacionado sobre Rusia; de momento no mostraba tendencia a equivarlo desplazándose hacia el norte. Las isotermas y las isóteras cumplían su deber. La temperatura del aire estaba en relación con la temperatura media anual, tanto con la del mes más caluroso como con la del mes más frío y con la oscilación mensual aperiódica. La salida y puesta del sol y la luna, las fases de la luna, de Venus, del anillo de Saturno y muchos otros fenómenos importantes se sucedían conforme a los pronósticos de los anuarios astronómicos. El vapor de agua alcanzaba su mayor tensión y la humedad atmosférica era escasa. En pocas palabras, que describen fielmente la realidad, aunque estén algo pasadas de moda: era un hermoso día de agosto de 1913".
ROBERT MUSIL, EL HOMBRE SIN ATRIBUTOS, Seix-Barral
es un placer que dura mucho tiempo, leer esos 3 tomos de la edicion de Seix Barral, aunque mejor comenzar con Torless!, saludos
ResponderEliminar9 de septiembre de 2007
ResponderEliminarAcabo de concluir la lectura de 'El hombre sin atributos', parte primera, como contenido de un curso sobre la Viena Fin de Siglo en torno al libro de Casals 'Afinidades vienesas' y mi opinión es la siguiente: Es un texto desasosegante, incierto, por su falta de trama o tramas, capítulos sin trabazón aparente, en un tono menor deliberado que acaba por señalar la palabra 'decadentismo', algo que por ejemplo Hofmannsthal o Arthur Schintzler, fueron más dignos representantes. La novela acaba apareciendo como un enorme fresco o tapiz descolorido, un tapiz que acabará por volverse viejo e indescifrable, sin interés por excrutarlo. Por lo demás, es frustrante saber que críticos y eruditos la consideran una de las novelas cumbre del siglo XX.
Querido José C. Asensio, no sabe cuánto disfruto con las impresiones de otros lectores que se posicionan de forma distinta a la mía,pero lamento decirle que la obra de Musil no quedará arrinconada en los ángulos del olvido y que son todas las objeciones que usted le pone las que posibilitan su genialidad. ¿Cómo puede preguntarse un lector occidental que dónde está la trama después de que Cervantes, Sterne y Proust deshilarán tal presunción para la lectura? ¿Qué queda de Rayuela?¿Qué fue de los libros de memorias? La ironía, el juego, la insinuación filosófica, etc. lo mejor y las cumbres de los logros literarios se convocan en las páginas de "El hombre sin atributos".
ResponderEliminarEl tamaño casi monumental de la obra ha constituido un dique disuasorio para la lectura de masas, circunstancia que, seguramente, la ha preservado contra críticas serenas y fundamentadas.
ResponderEliminarEn un intento por salvarla, se ha querido presentar su carácter caótico como núcleo de su esencia, intencionadamente crítico contra una sociedad y una época igualmente caóticas. Pero esto no deja de ser una apreciación gratuita.
La novela, en realidad, no cuenta ninguna historia, sino que constituye una demostración sin límites de incontinencia verborreica. Es imposible seguir el hilo del texto, porque el autor lo pierde cada dos líneas. Además, el escritor se siente en la obligación de hacer una reflexión pseudofilosófica o pseudocultural a cada párrafo; ejercicio que debió ser muy cansado para Musil, y absolutamente agotador para cualquier lector sensato.
Robert Musil no consigue dar un perfil sicológico creíble a ninguno de sus personajes, y ni siquiera es coherente a la hora de adjudicarles características.
De lejos se capta que el autor ha buscado una morosidad detallista para la trama, como genialmente hacía Proust, pero no ha obtenido más que frivolidad y superficialidad, a lo Gómez de la Serna. Formal y curiosamente, El hombre sin atributos es una cataráta de comparaciones, un vómito de comos, una mastodóntica greguería.
Junto a esta afinidad con Gómez de la Serna, su referente más próximo para el lector de lengua castellana es Blasco Ibáñez: en algunos capítulos nos parece estar leyendo Entre naranjos, novela en que la frivolidad, la superficialidad y la pose culturalista adquieren niveles insuperables. Si hay una frivolidad diletante de calidad (Óscar Wilde), ni Gómez de la Serna, ni Blasco, ni mucho menos Musil, se aproximan a ella.
Las referencias empalagosas a la ciencia, y el uso de su terminología, resultan patéticos. A poco impresionarán palabros como turboultradinámico, por ejemplo.
Es de esperar que, algún día, la crítica haga justicia con esa gran broma deshonesta que es El hombre sin atributos.