lunes, 4 de julio de 2011

Siempre el mismo libro para los viajes en tren, Una historia de la lectura, de Alberto Manguel. Hoy lo haré a Sevilla y, como el trayecto es relativamente breve, podré leer cómodamente algunas páginas del libro o releer aquellas páginas que ya están perpetuas en la memoria pero que necesitan del abrillantamiento.

El viaje en tren siempre me ha resultado una metáfora perfecta del proceso de la lectura, de la transformación que produce la literatura en el lector. En lo externo, fuera del vagón, el paisaje es cambiante: puede aparecer la lluvia, de pronto los girasoles, nieve, una llanura, un rebaño de ovejas, molinos, una aldea, por ejemplo. Todos ellos son como los libros, pequeños, acertados, deleitables. El caso es que quien viaja en lo interno, quiero decir, el pasajero, es el que debe ser cambiante en el proceso de la lectura. Y, si eso no sucede, deberá comenzar el trayecto o cambiar de destino o encontrar las páginas que detonen, en su interioridad, la experiencia de la lectura.

Por este motivo, cuando encontré el libro más adecuado para leerlo en el tren, es lo primero que arrojo en mi bolso. Lo intenté con otros volúmenes, con algunos diarios, con libros de poemas, pero ninguno satisface más que éste. En cualquier caso, el binomio se renueva en cada trayectoria, como lo hace la ambición de leer lo que leyeron los demás.

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Hay quien no se conforma con lo suyo y necesita estar hurgando en la vida de los demás. Suelen ser personajes inteligentes y con capacidades demostradas, pero que no han ejercitado la prudencia de la valoración interna. No se conforman estos individuos con analizarse por de dentro y con asumirse como uno más entre tanto guirigay.

Movidos por la avaricia o la envidia o la ambición son capaces de dejarse ir, de dejar su vida de lado para ocuparse de la vida de los otros por el mero hecho de sentirse mencionados o protagonistas.

Ni en sus gozos ni en sus sombras, ni en sus logros o virtudes alcanzarán nunca el verdadero refulgir de la felicidad, porque si todo lo que sucede es efímero y especular, no hay otra fórmula para sentirse vivido que la contemplación del silencio y el agua.

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Alguien me dice que no debe uno estar leyendo siempre a Dante o a Flaubert, sino que, de vez en cuando, tendría que desengrasar y tomar un respiro. Ante esas palabras, no puedo pronunciar otra cosa que no sea algo parecido a lo siguiente: si respiro leyendo es cuando Dante me hace el boca a boca.

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Imaginé un paseo por el parque, en Nueva York. Ciudades como esta nunca dejan de ser soporíferas ni de albergar el gentío y el bullicio. No conocen sus calles y avenidas el descanso de los bosques, ni la gracia marítima del mar golpeando a sus puertas. Estas ciudades, escondidas y repletas de humanos, solo pueden traducir lo que el hombre moderno desea: la acumulación de lo mismo. Son tan distintos estos planos a la coquetería pétrea de una ciudad italiana o a la elegancia perfumada de cafés de París o a la parsimonia neblinosa de Londres. Ciudades todas de lo actual, pero distintas en sus sustancias, en sus adentros, donde los paseantes encuentran el ritmo para sus pasos. En Arezzo, por ejemplo, he caminado por todas las avenidas del Averno y he podido comprobar contrastar mi vida más que todas las que se amontona en Nueva York y luego he volcado mi canto en sus verdes prados y en sus soles relamidos de claridad y cadencia. En Lisboa he soñado con la tilde de un centauro y además desnudé quien soy para desasirme por siempre. Ni la música en los bares, ni las avenidas, ni la opulenta vida contemporánea me atraen, mas soy consciente de mi condición y reclutamiento.

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Algunos creen que en la anécdota debe encontrarse lo permanente y así lo manifiestan cuando elogian un libro de poesía que cree alcanzarla. Estoy cansado de esa aseveración que contiene una paradoja, porque el dictado inmanente de la palabra pasajera desaparecerá como lo haremos nosotros si no encontramos lo permanente y eterno en lo permanente y eterno.

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