lunes, 14 de junio de 2010

Cuanto más fecundo la realidad circundante y próxima, más alejado me sitúo de mí mismo. No tengo otro instrumento de usurpación que la palabra y solo en ella hay plenitud y dinámica.
La posesión por los nombres es un ejercicio de arcaica melodía, de tácita transparencia; porque todo en ella es natural. Brota el verbo con el verde callado de la tarde. La calidez es la usura del viento azucenado. Sobre el olfato se despierta una elegancia de aritmético despliegue. El fuego es interno y, por tano, horada las estancias más vivas. Precisamente, las que no pueden ser instauradas en ningún lenguaje, ni siquiera en el lenguaje de los alcornoques moribundos.

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Múnich resplandecía…y en ese esplendor, las plazas, los paseos de los jóvenes lectores, los burgueses, los escaparates repletos de libros sobre el Renacimiento eran apoyaturas de la belleza insertad en la sociedad. Con estas descripciones comienza el relato de Thomas Mann titulado Gladius Dei (1902). Hieronymus es el protagonista de este obra y en él ya comienzan a concentrarse algunas de las propiedades que Mann inserta en sus personajes más redondos. Pero poco importa esa circunstancia. Desearía horadar por esa sociedad en que “el arte florece, el arte lo gobierna todo”.

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Todo produce desorientación, incluso el sueño de las encinas. Como una balaustrada de mármol impoluto se acerca la noche. Como un verso desvestido y con bemoles de jazmín. Como un triángulo inserto en otro que aspira a la línea infinita, troquelada en la ansias y el aliento de una espiga del sueño.



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Rumor, suceso, latido.

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