sábado, 19 de febrero de 2011

Esta mañana, al levantarme, se me ha ocurrido pensar sobre la horizontalidad y la verticalidad. El equilibrio entre dos vectores que configuran un estado de emoción. En ocasiones, las circunstancias externas pueden llevar al predominio de uno de estos trazos esenciales. La mayor de las veces, y por cuestiones forzosas, nos rendimos ante la horizontalidad: nada en ella es cumbre. Cuando esto se produce, cuando los actos que procuramos se encrespan en la dimensión social, no somos más que vanidosas presencias. Hay quien se agarra a su vanidad si saber de sus precarias luces.
Otra cuestión es la verticalidad, la profundización en uno mismo. Este ejercicio debiera ser virtud y constancia, pero no todos están capacitados para ello. Sólo los que buscan la dimensión ética y estética de la vida procuran verticalizarse, por ello se alejan del griterío, de la desmesura, de la tontuna de los que no ven en la vida más que transitorios y vacuos momentos. Por todo esto, cuando me encuentro con la insensata manía de la horizontalidad no puedo más que callar y profundizar, aún más, en los límites del vértigo en silencio. La falta de deseos y la asuencia de voluntades que laminen el quehacer diario son la consecuencia más nefasta de este mundo moderno de mediocres que asumen el mando y que no saben ejercer más allá de la coacción y la amenaza. Nunca la cantidad fue símbolo de ningún evento del intelecto, sino la cualidad y la formación.

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