domingo, 13 de febrero de 2011

Los días, ir desnudándose de artificios, abandonar los trastos de la memoria e ir asiendo lo esencial. Lo esencial para el hombre es lo único que lo mantiene vivo y en vilo ante la muerte. Exactamente lo que nunca formará parte de la conciencia, pero lo que nunca debe dejar de estar presente. Hacerse presente es ir viviendo como en un punto que se es ido. Consiste en entregar su vida a uno o dos axiomas en que desarrolla su espíritu y su razón, eso si no es la razón la altura del espíritu.
Esta idea me sacude, me hace reprimirme de otras tantas ambiciones banales. O se es o no se es nada. Y con el mismo ímpetu con que aparece el sol cada mañana hay que escribir, leer, amar, quizás pensar en el seno mudo que soportamos. Llamamos levedad a lo que nos recorre y nunca percibimos. Nombramos la belleza como un sortilegio que conduce a la verdad. A una verdad a la que aspiramos porque no somos capaces de explicarla; racionalizar el mundo, la síntesis del mundo. Escribir es un infinitivo inamovible. Escribir no es más que un ejercicio de la razón espiritualizada, de la emanación de los imposibles a los que nos vemos sometidos por la precariedad de la palabra.

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Quizás exista una belleza moral. La belleza moral es adecuar el arte al fin. El fin del arte es una aspiración individual, estrictamente individual. Y en la individualidad el artista encuentra lo permanente. Por este motivo, el arte no conoce modas ni artificios pasajeros, sólo lo inmutable en cada individuo.
Como decía Santo Tomás de Aquino en Summa Theologiae, II, 145, 2, en el siglo XIII : “La belleza espiritual consiste en el hecho de que el comportamiento y los actos de una persona estén bien proporcionados según la luz de la razón”.

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