lunes, 5 de diciembre de 2011


ESTACIONAMOS el coche para poder escuchar, debidamente, la música que comenzaba a invadirnos. Habían sonado unos compases de la Sinfonía número seis  que iniciaron nuestro detenimiento. Cerramos los ojos, empezamos a respirar en la dimensión cósmica de la música. Ya puede acabar el día, no le pertenecemos.
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LA claridad en poesía ha sido mal interpretada por los poetas, tal que la oscuridad. Ha sido mal vertida en la materia poética porque se desconoce y se atiende antes al efímero aplauso que a la verdadera plenitud, sea esta entendida o no en el tiempo que te toca vivir.  
Las referencias cultas han sido mal interpretadas por muchos poetas, tal que la vacuidad ramplona de los bares y cigarros o lavadoras. Todo ello demuestra que la poesía es, en todo caso, un equilibrio de la palabra y el ser, de la música y el pensamiento que cuando es, es Uno y Todo al mismo tiempo: la armonía de contrarios.   
La claridad es la complejidad para la palabra y el deseo del poeta para expresarse. Desde la noche plena, desde la oscuridad,  Platón contuvo la claridad en la mayor complejidad que jamás habremos ofrecido los humanos. Es, en ese territorio, de donde parten los versos más perennes y eternos, los que no pertenecen al momento en que fueron escritos, los que no recogieron los aplausos de los contemporáneos, sino los que orbitan en el ángulo inverso de lo que nos hace mortales y en el  tiempo que nunca viviremos, allí sonarán si es que poseen la música indudable, si está atravesada por el centro indudable.