jueves, 22 de diciembre de 2011


TUMBADO en el sofá, después de unas semanas agotadoras, escucho a Chopin. Siempre he pensado que la música, sustancia órfica, conlleva una iniciación. En ese proceso intelectivo, el espíritu aprehende la realidad, -la que se muestra y la que se intuye-, con mecanismos que no son los lingüísticos. Ante esa perplejidad, pensamos en lo irracional, en lo simbólico que jalona esta interpretación. No hay tiempo en los objetos ni en las realidades; no hay trancos de la memoria en ellos: son permanentes, perduran siempre y siempre han sido siendo.

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SIN EMBARGO, cada vez más, creo que la vida verdadera, la luz inusitada, es la que reside en esa franja, en ese trópico que nos envuelve y perturba. Todo lo que se precipita y anega de verdad pertenece a lo indescifrable y, en ese aspecto,  la música es la ciencia que nos lleva a un conocimiento libertador que no podemos juzgar con palabras, sopesar con la razón de la lengua: su naturaleza reside más allá de las palabras.  
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TODO lo que se precipita hacia la luz proviene de lo oculto a los ojos.