CON la cadencia
tántrica del fin de un ciclo va concluyendo este año. Renovación, permanencia,
palabra abrigada de luces y sombras, de ser y estar en el trópico de este
diario.
Vida y literatura,
arte y días contados. El diario conlleva un registro ficticio de una vida
a través de unos días que no tienen referencia. Todo ello se mixtura en un
matraz cuyas normas están condensadas en la retórica de la ficción.
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LA literatura
procura una duplicidad. Un señor comienza a decir lo siguiente: “Delante de mí,
quizás en los sueños, se expande una tierra
que ya no volveré a ver jamás; un vaso de agua del que nunca habré bebido; un
sueño que no volveré a recordar, como no recordaré todos los versos de Dante ni
toda la música de Bach; una biblioteca con libros que jamás serán leídos,
páginas que no soportarán mis retinas ni el tacto de mis manos; dejaré un mundo
del que conozco mínimamente su esencia; una mujer que he intentado amar como
nunca supe; quizás alguna reivindicación de las artes como un subterfugio a
toda esta fuga permanente. Somos formas breves en anchos caminos, mínimas
conciencias en una armonía cósmica”.
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EL libro de prosas
comenzó a brotar ayer por la mañana. Parece que yo iba en él, un yo escindido,
del que tengo pocas noticias. Comenzar a escribir pone en evidencia franjas del
ser que nos son ajenas, que creemos inexistentes.
Con la prosa debe
uno adquirir el ritmo sintáctico adecuado para que las ideas se vayan
acomodando al desnudo de la conciencia. Toda escritura es siempre un desajuste
entre el tiempo vivido y el escrito, el que fue tomado como verdadero y el que
anida dentro y nos traza en los días. La forma narrativa de una idea debe
contener el mundo que sintetiza y acaso la palabra sea insuficiente para
desarrollar esa trama. Así, el escritor deberá conformarse con atisbar en sus
palabras lo que quiso ofrecer. Por supuesto, antes
de comenzar a escribir, podrá tener presente si lo que escribe es válido para
la humanidad o solo para los lodazales de su ego.