AL terminar de leer El amigo del desierto, de Pablo D´ors,
entiende uno que el personaje que hilvana la trama (y que sustancia las páginas
no con acciones sin con convicciones) comprenda que “se nace para vivir” y que “vivir
consiste simplemente en descubrir lo elemental”. Estas páginas
son “un éxtasis de la posibilidad” que solapan la vida real del lector con la
ficcional del personaje. Uno y otro sufren una evolución hacia la nada: el
único lugar en que el desierto es la totalidad. Esta lectura acciona el
despojamiento de lo accesorio y conduce a la semántica de las palabras hacia
una desnudez saciante.
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AHORA, al reescribir algunas palabras de El amigo del desierto, contengo un pequeño temblor ante vocablos que brotan verdaderos. Son las palabras que utiliza el protagonista para
referirse al momento en que la conciencia se ha renovado porque su espíritu
acabó por encontrar el lugar del que no quiso retirarse. Ese lugar, como toda la novela, es un estado
del alma que deviene de la plena consciencia de su existencia.
Toda la novela
es un descubrimiento que no entiende de días ni de trancos temporales, es una
continua búsqueda que, al ser alcanzada, renueva la búsqueda; una luz momentánea
que conduce a otra luz blanca y poderosa, interminable, en donde los límites
son ilimitados, en donde el ser es más ser que nunca antes y que nunca después.
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“¿Tarde? Para los
hombres del desierto nunca hay tarde o temprano; todo sucede a la edad en que debe
suceder y nada es puramente azaroso y arbitrario”, son las palabras con que
funde la sensación y el estado de ánimo en el desierto de Tínduf.
El lector del texto
se va transformando en un amigo del desierto igualmente, pues la topografía que
propone, a pesar de que no hemos vivido el baño de arena ni el rescate, consiste
en procurar una nueva disposición de alma. Es un texto plagado de preguntas retóricas. El desierto enseña la
dimensión del silencio, de la palabra del silencio y de la soledad y, como
escribí anteriormente, del gozo de lo ilimitado que habita dentro de nosotros:
“Amo el desierto porque es el lugar de la posibilidad absoluta: el lugar en que
el horizonte tiene una amplitud que el hombre merece y necesita. El desierto:
esa metáfora del infinito.”
Provisto de esta
experiencia lectora, desértica luz que trasciende, entiende el lector que el
desierto es “sobre todo una nostalgia”, porque las formas del desierto proponen
un paraje nunca advertido por el hombre y que está conformado con los elementos
primarios de la naturaleza: el aire, el fuego, el agua y la tierra.
El personaje duda
sobre su vuelta a Europa y esa duda es una metáfora, igualmente, de la
influencia que provoca el entendimiento de lo humano sobre sí mismo. Cuando eso
sucede,en un juego especular, todo es una duda perenne y todo pierde su vocación de permanencia. Sabemos que esa sensación de plenitud ocurre cuando la libertad se distingue en ese punto en que puedes desplazarte por el mundo contigo mismo. Parece que Pablo nos dice, infiltrado en su narrador, "el desierto, la llanura habitan en ti y no dejes de recorrerla siempre nuevamente, pues las pisadas se borran de inmediato", (-como dice el profesor-, "puedas llevar contigo todo lo tuyo”). Por eso
el personaje que somos, ya toda la humanidad, debe emprender un viaje en
absoluta soledad y silencio.
Cuánto me ha congraciado leer en este libro que el
personaje, en el momento de máxima convulsión interna, necesita obrar solo,
vivir solo, escuchar el silencio de las arenas interiores.
En
cualquier caso, el lector va aromando su lectura con los olores del desierto
interno, se va hacinando en los espejismos de las palabras que lo configuran y
termina por aprender que el desierto es el lugar de la espera del tiempo
infinito, el lugar de coordenadas inalcanzables. Pues el ser que lo contempla y
lo inocula, lo alberga por siempre en la extensión de sus días.