martes, 27 de diciembre de 2011

AL terminar de leer El amigo del desierto, de Pablo D´ors, entiende uno que el personaje que hilvana la trama (y que sustancia las páginas no con acciones sin con convicciones) comprenda que “se nace para vivir” y que “vivir consiste simplemente en descubrir lo elemental”. Estas páginas son “un éxtasis de la posibilidad” que solapan la vida real del lector con la ficcional del personaje. Uno y otro sufren una evolución hacia la nada: el único lugar en que el desierto es la totalidad. Esta lectura acciona el despojamiento de lo accesorio y conduce a la semántica de las palabras hacia una desnudez saciante.  

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AHORA, al reescribir algunas palabras de El amigo del desierto, contengo un pequeño temblor ante vocablos que brotan verdaderos. Son las palabras que utiliza el protagonista para referirse al momento en que la conciencia se ha renovado porque su espíritu acabó por encontrar el lugar del que no quiso retirarse.  Ese lugar, como toda la novela, es un estado del alma que deviene de la plena consciencia de su existencia. 
Toda la novela es un descubrimiento que no entiende de días ni de trancos temporales, es una continua búsqueda que, al ser alcanzada, renueva la búsqueda; una luz momentánea que conduce a otra luz blanca y poderosa, interminable, en donde los límites son ilimitados, en donde el ser es más ser que nunca antes y que nunca después.

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“¿Tarde? Para los hombres del desierto nunca hay tarde o temprano; todo sucede a la edad en que debe suceder y nada es puramente azaroso y arbitrario”, son las palabras con que funde la sensación y el estado de ánimo en el desierto de Tínduf.

El lector del texto se va transformando en un amigo del desierto igualmente, pues la topografía que propone, a pesar de que no hemos vivido el baño de arena ni el rescate, consiste en procurar una nueva disposición de alma. Es un texto plagado de preguntas retóricas. El desierto enseña la dimensión del silencio, de la palabra del silencio y de la soledad y, como escribí anteriormente, del gozo de lo ilimitado que habita dentro de nosotros: “Amo el desierto porque es el lugar de la posibilidad absoluta: el lugar en que el horizonte tiene una amplitud que el hombre merece y necesita. El desierto: esa metáfora del infinito.”

Provisto de esta experiencia lectora, desértica luz que trasciende, entiende el lector que el desierto es “sobre todo una nostalgia”, porque las formas del desierto proponen un paraje nunca advertido por el hombre y que está conformado con los elementos primarios de la naturaleza: el aire, el fuego, el agua y la tierra.

El personaje duda sobre su vuelta a Europa y esa duda es una metáfora, igualmente, de la influencia que provoca el entendimiento de lo humano sobre sí mismo. Cuando eso sucede,en un juego especular,  todo es una duda perenne y todo pierde su vocación de permanencia.  Sabemos que esa sensación de plenitud  ocurre cuando la libertad se distingue en ese punto en que puedes desplazarte por el mundo contigo mismo. Parece que Pablo nos dice, infiltrado en su narrador,  "el desierto, la llanura habitan en ti y no dejes de recorrerla siempre nuevamente, pues las pisadas se borran de inmediato",  (-como dice el profesor-, "puedas llevar contigo todo lo tuyo”). Por eso el personaje que somos, ya toda la humanidad, debe emprender un viaje en absoluta soledad y silencio. 

Cuánto me ha congraciado leer en este libro que el personaje, en el momento de máxima convulsión interna, necesita obrar solo, vivir solo, escuchar el silencio de las arenas interiores.
En cualquier caso, el lector va aromando su lectura con los olores del desierto interno, se va hacinando en los espejismos de las palabras que lo configuran y termina por aprender que el desierto es el lugar de la espera del tiempo infinito, el lugar de coordenadas inalcanzables. Pues el ser que lo contempla y lo inocula, lo alberga por siempre en la extensión de sus días.