jueves, 6 de septiembre de 2007

MARINO Y TENOR

Parece que el fin del verano quiere conjurar entre sus algas la inmediatez de la muerte. Después de acongojar Suramérica con la presencia ciclópea de los vientos y las aguas, de apresurar como una analepsis la sintáctica huida de Umbral y las jambas del galope de Puerta, nos trae ahora, como un viento esquivo y a destiempo, la muerte de Pavarotti y el desastre marinero en Barbate.
A pesar de su popularidad y de la singular imagen de Pavarotti, he de decir que no volveré a escuchar de la misma forma La Bohème de Puccini ni La Traviata de Verdi, porque con el tenor se nos ha ido el prodigio de una respiración y una contención en la nota musical rayana en lo insólito. De la misma ralea fueron los sentimientos apesadumbrados que recopilé con la muerte de Alfredo Kraus, aun salvando las distancias y las portentosas cualidades de los dos. A pesar de que algunos quisieron rebajar la figura pública del tenor, argumentando que no sabía solfeo o que nunca asistió a un conservatorio, no atiendo a estas disquisiciones más que como a sonajeros que se le cuelgan a lo sobresaliente. Quiero decir, en definitiva, que su voz será recogida en el cesto ingrávido del porvenir como una llama insondable de la garganta humana.
Para los que viven o hemos vivido en la rutina de un pueblo que se emboba paladinamente con los trasiegos del agua, la tragedia en el paladar marino es de conocida factura. Se me viene a las manos recuerdos que le ocurrieron a la gente de Bonanza, a esa estirpe de fondeadores alquímicos de los bajos atlánticos. En más de una ocasión los hombres de la mar han sido evocados por los sofocos de la mater terribilis que, en ocasiones, amanece por Bajo Guía. No sé si estos adioses neptunos deben ser recopilados como fundamentos gloriosos del eterno retorno, o si la muerte de estos marineros no son más que el producto del sueño yodado de las sirenas. Eso quiero acomodar en mi mente, que las sirenas cantaron bajo el influjo de los hombres y que sin Ulises a bordo, ni ataduras a los mástiles, acudieron a las melodías vespertinas de sus escamas. Quizás el canto era una emboscada, y era el mismo Pavarotti quien hacia de soprano, tocado ya por la gloria de lo infinito.


INFORMACIÓN SANLÚCAR (semanario), 9 de septiembre de 2007.

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